¿Por qué produce tanto impacto ver una turba de hombres y mujeres, blancos, de clase media trabajadora, tomando el Congreso de Estados Unidos para evitar la asunción de un presidente democráticamente electo al grito de: “¡Salvemos nuestra democracia!”? La explicación simple es que eso pasa en otros países. Los ejemplos de manifestaciones con derivas similares, organizadas por canales digitales a tiro de un teléfono, abundan. El primero en relevancia fue la Primavera Árabe en Egipto (2011). Otros más cercanos: los chalecos amarillos en Francia, las protestas contra el gobierno de Piñera en Chile, las movilizaciones en Taiwán contra el gobierno chino y en 2020 las marchas anticuarentena en todo el mundo (incluido Argentina).
Una explicación un poco más compleja nos devuelve a 2008. Las personas que irrumpieron en el Capitolio estadounidense, muchas organizadas (Proud Boys, Q-Anon, Ku Klux Klan, milicias civiles), otros atraídos de forma individual por la figura de Donald Trump y su denuncia sin pruebas de fraude electoral, es hasta el momento la materialización, con mayor impacto global, de lo que está significando el fin de los intermediarios entre sociedad e instituciones democráticas. Esa turba enardecida con sus formas de organización digitales, sus discursos superficiales, las interpretaciones binarias, sus reclamos (en muchos casos justos y atendibles), la rabia y la violencia tienen su génesis en la crisis financiera global de 2008 y la campaña electoral de Barack Obama de ese año. Aunque la degradación del sistema de organización y gobernanza actual de occidente data de finales de la década del 70.
Ambos eventos de 2008 dieron forma al modelo de negocios de las principales empresas tecnológicas que hoy dominan Internet y moldean el mundo físico y virtual de los seres humanos. El smartphone y las aplicaciones, las herramientas del modelo, se convirtieron en el sistema nervioso de la sociedad y por sus autopistas pasan los deseos, miedos, alegrías y frustraciones de los individuos; la forma en que se relacionan, forman pareja, trabajan, hacen compras, discuten sobre temas cotidianos y consumen información. Su capilaridad es tan abrumadora que resulta natural en 2021, pandemia mediante, vivir a través de una pantalla.
La crisis financiera de 2008 se expandió por el mundo un año después del lanzamiento del Iphone. Fue un año no solo de crisis económica; también el comienzo del reinado de las aplicaciones (Whatsapp nació en 2009). Los efectos del derrumbe financiero en Estados Unidos profundizaron la producción de bienes fuera del país (en China y México, por ejemplo), esto acentuó el desempleo entre las clases medias bajas blancas de escasa calificación técnica, en especial en regiones como el midwest, zona núcleo del estereotipo del trumpista duro. En otros casos dejó sin techo a millones de norteamericanos (burbuja de hipotecas subprime) y es una de las causas de la crisis de opioides que atraviesa EE.UU..
Mientras ese sector social norteamericano se caía del sistema, el entonces recién asumido presidente Obama lanzaba el plan de salvataje corporativo más importante de la historia de su país: 700 mil millones de dólares para evitar el colapso del sistema financiero y la bancarrota de los principales bancos y aseguradoras. El primer presidente negro de la historia iba al rescate de los hombres blancos más acaudalados del país del norte. Killing Them Softly (2012) y Hell or High Water (2016) son películas que escenifican ese sentimiento de época de la sociedad norteamericana; Florida Project (2017) es otra.
Make America Great Again
Personajes como Steve Bannon, el cerebro detrás de la campaña digital de Trump en 2016 y sustento ideológico del proyecto populista estadounidense, es un emergente de esa crisis y el que mejor interpretó el sentimiento de frustración de los perdedores de aquella crisis: la working class de cuello azul y casco amarillo.
La campaña de Barack Obama dejó enseñanzas profundas a los estrategas de procesos electorales en todo el mundo. Corrió del centro de la escena a los medios tradicionales y enfocó su energía en crear una comunidad que le permitiera ganar la elección presidencial de 2008. Facebook fue un motor importante con sus grupos públicos y privados, el muro de noticias y el servicio de chat. No fue el único: YouTube, Twitter y MySpace fueron de la partida, lo mismo que los mensajes de texto y las bases de datos. El sitio: MyBO.com (My Barack Obama) contenía 20 mil grupos distintos por intereses donde las personas podían sumarse y si querían colaborar se les proporcionaban direcciones de votantes indecisos en sus barrios y localidades para que puedan ir puerta por puerta a llevar el mensaje de cambio. La campaña de Cambiemos en 2015, en Argentina, reprodujo parte de su espíritu en los timbreos y le suma las ventajas del smartphone, las aplicaciones sociales y la publicidad microsegmentada (solo el eslogan “Sí se puede” fue una traducción literal del “Yes we can” de Obama).
Bannon, el estratega digital de Trump, le sacó el máximo provecho a ese cambio de paradigma en los procesos de campaña y le agregó a la elección de 2016 un uso refinado del Big Data para anuncios dirigidos en redes sociales, inflamó la retórica de odio en los blogs, foros y grupos donde conversa el sector de los estadounidenses enojados con sus élites y de ideas integristas; creó Breitbart, un sitio de noticias que representa a la derecha alternativa (Alt-right). En sus posteos se alimentó el sentimiento de odio a los inmigrantes y las teorías conspirativas enfocadas en un enemigo interno (progresistas y elites millonarias) y externo (ilegales, marxismo imaginario y China) como vértices de la decadencia norteamericana. Mientras todo eso pasaba en los cables de fibra óptica de la web, los medios de comunicación de mayor peso en EE.UU., los intermediarios entre sociedad e instituciones políticas del siglo XX, repetían al unísono un triunfo holgado de Hillary Clinton y una derrota contundente de Trump. Las encuestadoras también sufrieron el ser una herramienta del siglo pasado.
Ese aprendizaje que hizo un sector de la política global del lenguaje digital para planificar campañas, fue la consecuencia del uso colectivo y libre de las sociedades de formas de comunicación que nacieron en la web a partir de Facebook (2004), YouTube (2005) y Twitter (2006) y que la campaña de Obama hizo evolucionar. Los teléfonos inteligentes (2007) y las aplicaciones (2008) la hicieron móvil y ampliaron su alcance. Más adelante el meme y ahora los stickers ganaron su lugar en el consumo irónico de noticias y hechos graves de la realidad que establecieron como marca de época la apatía social. Apps como WhatsApp y la posibilidad de crear grupos privados junto al reenvío de mensajes ilimitados (ya no más) con fotos, videos y después audios, cambiaron el juego de la organización de masas de individuos. No había más que estar frente a una computadora para entrar a la web y conversar con personas de intereses similares ni leer medios de comunicación para informarse. El smartphone es portátil y entra en la cartera de la dama y el bolsillo del caballero. Todas las redes sociales crearon sus propias aplicaciones y nacieron nuevas que eran nativas de ese paradigma (Instagram, Uber, Tinder, Zoom, Spotify). La palabra se “democratizó” para las personas mientras el mundo digital de las finanzas daba a luz a la economía gig o de plataformas.
La posibilidad de que personas de a pie con el carisma adecuado y la inteligencia suficiente pudieran disputar atención y generar conversación con mayor efectividad que los viejos líderes de opinión, políticos encumbrados, periodistas de todos los paladares y secciones, y ahora científicos, al principio resultó una bocanada de aire fresco y se asoció con valores positivos. El problema surgió cuando ese carisma y esa inteligencia empezaron a llegar de personas enojadas—y digamos que con razón—con el sistema heredado del siglo XX que los desclasó, les quitó seguridades y el sustento y los dejó a su suerte. Ese tipo de personas son las que el miércoles 6 de enero se movilizaron al Capitolio de EEUU y lo ocuparon ante los ojos del mundo.
Más allá de ciudadanos frustrados y enojados, hay otros (políticos, periodistas, influencers, profesionales de todo tipo, todólogos) que se aprovechan de esta libertad de expresión modelo 2016/actualidad para actuar como agentes del caos al explotar una vulnerabilidad constitutiva del modelo de negocios de las tecnológicas como Facebook (Instagram, Whatsapp, Oculus…), Google (Android, YouTube, Gmail, Drive…), Twitter y ahora Tik Tok: la atención de los usuarios y la recopilación de datos.
El modelo
Las redes sociales precisan acaparar la atención de las personas para venderles publicidad y se valen de los datos que producen su comportamiento para sugerir contenidos. El objetivo es que miren sus pantallas el máximo tiempo posible y sus algoritmos son muy buenos para eso. Quienes también son buenos son estas personas que en base a ese saber producen contenidos a medida de su público objetivo, una especie de alimento balanceado para algoritmos. Así logran solidificar ideas y en otros casos inocularlas. Los antivacunas presentes en Argentina, anticuarentenas, libertarios, terraplanistas, los seguidores de Q-Anon en EEUU o los Proud Boys, son algunos ejemplos de cómo evolucionó la democratización de la palabra. La comunicación persona a persona y el modelo de negocios publicitario de las grandes tecnológicas eliminó un intermediario del siglo pasado como la prensa que hacía las veces de cortafuego.
Uber, Cabify, Tinder, Vuala, PedidosYa, Zoom, Netflix, Amazon, MercadoLibre y todo el universo de aplicaciones y plataformas de servicios, e-comerce y ocio son empresas tecnológicas que se valen del mismo modelo de negocios que idearon los Goliat del sector, para eliminar intermediarios—y rituales de la sociedad—que subsisten del siglo pasado bajo algún mínimo de regulación. Estas empresas, en su mayoría, son impersonales, ofrecen condiciones laborales precarias a sus trabajadores, bajos salarios y ninguna estabilidad en el tiempo ante la mirada laxa de la política y sus instituciones. Es lógico que un mundo que se vale de estas reglas de mercado y convivencia genere personas frustradas y dispuestas a creer en cualquier cosa que les dé un sentido de comunidad, aunque más no sea en la forma de tribu.
Producto del poder económico y político que alcanzaron las compañías de tecnología, el aparato político de Estados Unidos tomó la decisión de presentar demandas antimonopólicas contra dos de los pesos pesados de la industria: Facebook y Google. Lo hizo siguiendo el ejemplo de la Unión Europea que es pionera en regulación de plataformas de Internet. En el caso de que EEUU logre romper estas empresas y diluir su poder económico y político, si el modelo de negocios basado en la atención, la venta de publicidad segmentada y la recopilación de datos personales no se modifica, solo se va a lograr cortarle una cabeza a la hidra.
El actual proceso de tribalización que viven las sociedades amerita una discusión profunda sobre la posibilidad de generar regulaciones que no eviten el avance de la tecnología y la innovación en pos de mejorar la vida de la humanidad, pero que a la vez permitan frenar procesos de desequilibrio institucionales a través de agentes del caos sin caer nuevamente en formas de gobierno fracasadas y corruptas que vienen del siglo XX. Estructuras que en parte explican el surgimiento de este fenómeno de masas de individuos y minorías intensas que dividen a las poblaciones del primero y el último de los mundos. La pregunta que sigue a esa incógnita es si estamos a tiempo de adaptar nuestras instituciones democráticas y sus intermediarios degradados al siglo XXI en un escenario de partidos políticos débiles, coaliciones de gobierno inestables y la sombra de líderes autoritarios—y mercachifles varios— pisándonos los talones o directamente gobernando naciones. En caso de lograrlo lo que venga deberá ofrecer reglas más justas que las del pasado. Que desalienten ir por el atajo de lecturas binarias, antagónicas y superficiales que extreman emociones como: la satisfacción inmediata y fugaz; la frustración, el enojo y la ira desde la pantalla del teléfono. Un modelo de mercado en donde los grandes ganadores no sean los impulsores de esta revolución digital mientras el resto de los mortales (población, gobiernos, empresas) pelean por sobrevivir en un pseudo estado de naturaleza del siglo XXI.