El 16 de marzo recibí un mensaje en mi línea de WhatsApp. Un “amigo de un amigo” me pedía tomar un café para contarme sus problemas. No era la primera vez. El oficio obliga a intermediar entre necesidades, quejas y denuncias de muchas víctimas, pero también de sus presuntos victimarios, vociferando inocencia. El texto del “amigo de mi amigo” incluía a una tercera persona. “Tengo un conocido que anda con problemas, por todo esto que está pasando en Rosario los últimos días. Personalmente, si podes y te interesa, te cuento bien”.

Diez días atrás del pedido, cuatro asesinatos ocurridos en 96 horas paralizaron la ciudad. Entre el 5 y el 9 de marzo de este año, Rosario fue sacudida por los asesinatos a tiros de dos taxistas, un colectivero y un trabajador de una estación de servicios. Las calles atemorizadas por las amenazas de muerte incluían, para nuestro olfato, informaciones y experiencia. Varias conjeturas. Estos episodios, por lo brutal, no tenían antecedentes salvo en la cacería que hicieron los Monos cuando ejecutaron a su líder Ariel “Pájaro” Cantero el 26 de mayo de 2013.

¿Quién estaba detrás de esa violenta operación donde inocentes eran asesinados con el fin de dejar un mensaje intimidatorio a toda una ciudad? “Terrorismo narco”, definieron. Construir con la violencia un espacio de terror social que logró que durante varios días toda la ciudad prefiriera encerrarse para custodiar su vida. Una tremenda locura.

El “amigo de mi amigo” me insistió con el encuentro. Entre idas y vueltas, lo cité cerca de casa, en una estación de servicio con un bar frente a la playa de carga. Si un desconocido ligado al delito, y buscado por la policía, pide un espacio de diálogo es, para el oficio, una inyección de adrenalina. El que se quería sentar a clamar la inocencia en los hechos que se le adjudicaban (los crímenes de marzo) era un joven muchacho de una organización que los investigadores llamaban Los Menores.

Llegué al encuentro esperando a Matías Gazzani con el “amigo de mi amigo”. Me senté en una mesa con un café. “Ya estamos llegando”, me avisan impuntuales a través de un mensaje. Entran al bar, los saludo y trato de observar, sin demostrar la insistente y sedienta lupa del cronista, los gestos, el tono, las palabras usadas por un hombre al que buscan por organizar parte del mal de la ciudad. 

El diálogo es confuso y tropieza con un manojo de imprecisiones. Hay una línea bíblica que organiza el trabajo de la crónica. “Todos mienten”. Es muy difícil para un acorralado delincuente decir la verdad. Y mucho menos a un periodista. El interlocutor va a contar una historia para que sea difundida. Va a dar, con elegancia, un mensaje que pueda ser contado y que llegue a los oídos de los destinatarios reales: en general hombres del poder político y judicial.

No les interesa el juicio social, la gente, el pueblo. Solo dar mensajes al poder real sin caer en las falsas promesas de policías corruptos que a cambio de dinero les prometen organizar su impunidad. 

El conocido del amigo de mi amigo me dijo su nombre, pero lo olvidé a los segundos. Tal vez sea la edad o un recurso de supervivencia. El olvido de los nombres siempre tiene una explicación. Me ofrece pruebas que comprometerían al poder y a sus tentáculos. “Tengo pruebas contra ellos”, dice. “Me armaron una causa por asociación ilícita con datos falsos y me piden cien mil dólares para hacerla caer”, agrega.

El hombre (“conocido del amigo de mi amigo”) da nombres de los funcionarios que están detrás de él. Precisiones, detalles, chismes. Está pálido, mal dormido, cansado, desgastado por la huida. 

Escucho, no tomo notas, ni grabo la conversación. Esperaba que ese primer encuentro sirviera para acceder a datos que pudieran auxiliar a que otra historia tuviera una verdad develada. A los 30 minutos, se van.

El hombre (de unos 35 años) llevaba un bolsito de mano de una marca europea, una remera Gucci y zapatillas caras, pero también arrastraba unas ojeras que entristecían su andar. No asusta ni intimida, no es el diablo que imaginé encontrar. Parecía un perro acorralado en medio del tránsito de una avenida, sin saber bien por donde cruzar.

“Nunca subestimes a estos muchachos”, me dice un colega. “Son capaces de todo y mucho más”.

No apareció el peligro, ni la adrenalina del dato nuevo, nada. Fue un café rápido con un muchacho buscado por la policía. Quedamos en encontrarnos con los datos sobre la mesa en unos días. Eso nunca pasó. 

“Anda con problemas que lo están arrastrando a él. Anda con precaución hasta que las aguas se calmen”, me anuncia el amigo de mi amigo. “Son pibes buenos rodeados de mala gente”, me agrega, cuando recuerdo el “todos mienten” de mi regla laboral.

Nueve meses después, me entero de que el hombre de ese encuentro era Lisandro Contreras (y no Matías Gazzani como creí). Las fotos difundidas por la búsqueda policial corrigen la confusión y el olvido. A partir de nuevos datos, tuvimos otro encuentro donde, a horas de su detención, quería enviar mensajes al poder político y judicial.

Habían asesinado el 9 de noviembre a Andrés Bracamonte a 200 metros de la cancha de Central. En un bulevar oscuro y “liberado” para la limpieza del crimen. Sin más testigos que muchos de los caminantes históricos de esas calles: los que de noche no son inocentes.

Contreras quería dar detalles que argumentaran su inocencia. Datos e informaciones sobre episodios delictivos y conjeturas sobre las investigaciones. Clamar su inocencia a cambio dar detalles precisos de, incluso, quienes habrían sido, según él, los autores de un video intimidatorio contra Patricia Bullrich y el gobernador de Santa Fe. 

Contreras no estaba presente en la mesa del bar. Hablaba a través del alta voz de un teléfono. Se había sumado al amigo de mi amigo una tercera persona (en teoría integrante de la “organización” y hoy también prófugo de la justicia) para intermediar en el diálogo.

“No me digas Limón”, pide. “Ese es el apodo que me puso la policía, yo soy Lisandro, Li, algunos me dicen Cítrico, Limón solo me dice la policía”, agrega. 

Da datos que, horas después, las fuentes policiales y judiciales descartan. “Todos mienten”. También un mensaje textual: Contreras sabía de la imputación de asociación ilícita que se presentó el viernes en el Centro de Justicia Penal mucho antes de ser expuesta. Estaba negociando declarar sin ser detenido. Quería enviar un mensaje.

“La ciudad está tranquila solo por puro y exclusivo mérito de «Puyaro y Bullrrich» (sic)”, dice el texto transmitido. 

Llegué al encuentro con ropa de tenis. Terminaba de jugar y creí que no hacía falta protocolo. Nos sentamos en una mesa de la vereda calle. La voz de Limón sonaba por el altavoz telefónico como en una película de clase B. “Pregunten lo que quiera”, había dicho.

¿Era él? ¿Cuál de todas estas partes es verdad? ¿Quién aconseja hablar con periodistas a los involucrados en delitos?

Recuerdo un sábado a la noche, recibiendo un llamado a mi celular personal de Monchi Cantero, otro largo llamado del Pollo Bassi desde la cárcel, clamando su inocencia, algunos encuentros con otros malandras de poca monta y encuentros en la cárcel con asesinos de diversos tiempos: Ricardo Albertengo y el llamado rey de los sicarios Milton Damario.

“Los criminales generan fascinación. No es algo nuevo. No es necesario hacer un repaso histórico, que es bastante obvio. Quizá por eso, muchas veces el periodismo trastabilla al exacerbar un aire romántico cuando se topa con estos personajes oscuros que seducen con sus historias, que están cargadas de mentiras”, escribe Germán de los Santos en un brillante texto sobre estos encuentros.

Mirar a los ojos al mal. Observar cómo gesticulan los demonios de este tiempo. Dejarse encandilar por quienes gatillaron el último aliento de sus víctimas: un encuentro con el Diablo.