Hace 19 años viajé a Pinamar a cubrir la marcha y el acto por el primer aniversario del crimen del fotógrafo de la revista Noticias José Luis Cabezas, el reportero gráfico que el 25 de enero de 1997 fue secuestrado y brutalmente asesinado, quemado y arrojado como desperdicio al fondo de una cava, por orden del poderoso empresario Alfredo Yabrán, un tipo que no quería tener rostro.
Pinamar era en los 90 la ciudad de veraneo del jet set político-artístico-empresarial argentino por excelencia y los periodistas que tenían que trabajar la temporada, sabían con exactitud dónde estaba la casa de los potenciales entrevistados, el nombre del balneario y hasta el número de carpa en la que los famosos del momento se asoleaban y aguardaban gustosos a los medios.
La previa del armado de las listas para la próxima contienda electoral y el orden en el que cada modelo de Giordano desfilaría por la pasarela se cocinaba al calor de esas playas, donde muchos morían por ser tapa de revista y uno mató por serlo.
Y nada habría cambiado demasiado –sabido es lo que le gusta al poder conservar su micromundo– si el reportero gráfico de la revista Noticias José Luis Cabezas (descripto por sus colegas como un artista de la imagen más que como un fotógrafo) no hubiese desafiado, junto al periodista Gabriel Michi, la prohibición tácita impuesta por el misterioso Yabrán de no ser fotografiado por nadie.
¿Y quién era Yabrán? Se lo conocía como titular de un amplio y variado espectro de empresas que iba desde el rubro telepostal hasta compañías de aviación. Un peso pesado celosamente protegido por represores que le hacían de custodios, que entraba y salía de la Casa Rosada a la par de un ministro del gabinete y que a tal punto odiaba ser retratado que la primera tapa que la revista Noticias le dedicó, como hombre ligado al gobierno, fue ilustrada con un dibujo, a falta de fotos.
Ése era Yabrán. Al decir de los yuppies tostados refugiados tras sus Ray Ban aviador en los paradores costeros de Pinamar: “Un amigo del turco (Menem), señalado por el pelado (Cavallo) que sembró un muerto en tierra del cabezón (Duhalde)", quien ya se probaba la banda presidencial.
Y Cabezas lo logró. Lo fotografió mientras caminaba con su mujer por la playa, a la luz del día y a la vista de miles de turistas veraneantes y esa decisión que demostró su profesionalismo y obstinación para conseguir la figurita difícil (algo que todo periodista y reportero gráfico que se precie debe hacer) le costó la vida.
Sorpresa. Espanto. Incertidumbre. Terror. Angustia. Todo eso junto sentimos la mañana del 25 de enero del 97 cuando en plena democracia, a 14 años de haber derrocado a la más sangrienta de las dictaduras argentinas, nos enteramos de que un fotógrafo había sido ferozmente ultimado ni más ni menos que por hacer bien su trabajo.
Jamás olvidaré el rostro desencajado de la madre de José Luis que un año después del crimen aún no había podido hallar consuelo para el mayor de los dolores: la pérdida de un hijo. Nunca olvidaré la desgarradora voz de su mujer que nos suplicaba a los periodistas: “Por favor, no digan «El caso Cabezas». No es un caso, es mi amor. Es él”.
Nada convenía menos a una ciudad perfecta donde todo era armonía y satisfacción asegurada que un crimen aberrante la marcara para la historia. Y eso se leía en las caras de comerciantes y vecinos obligados a ver pasar un año después, una multitudinaria marcha de silencio que enlutó de tristeza y llanto sus pintorescas calles empinadas con nombres de peces, cercadas por pinos y flores.
Esa “mancha oscura” (como alguno la definió) les hacía más ruido que el crimen en sí y nos mostró una vez más, como si hiciera falta, cuán lejos están las clases acomodadas de poder (y querer) sentir lo que le pasa al otro.
A 20 años del crimen, todos los condenados están en libertad; pero quizás ese dislate jurídico nos transmita menos miedo y preocupación que la convivencia codo a codo con personas nefastas que en silencio (o no tanto) avalan a violentos y represores y hasta los justifican, y son incapaces de ver más allá de su confortable entorno.
No me olvido de Cabezas. Que fue fotógrafo, pero quizás podría ser hoy un empleado echado de una pyme, un obrero de la construcción cesanteado o un investigador desocupado expuesto al garrote, cuyo reclamo es silenciado a fuerza de palos y complicidades.
No me olvido de Cabezas porque olvidar equivale a echar una palada más de tierra en la cava de la impunidad
Hoy más que nunca: Cabezas, presente. Cabezas, presente. Cabezas, presente.