Mi mamá estaba enamorada de Joan Manuel Serrat, como muchos de quienes fueron jóvenes en los setenta. Se volvían locos por su acento, su larga figura, esas palabras susurradas que le daban sentido a la existencia. Un trovador sensual y lúcido que este viernes al mediodía reveló el secreto de su seducción.

Juan (así deja que lo llamen en Rosario) es mitad hombre y mitad pájaro. Un ruiseñor que hechiza a fuerza de reírse de cosas simples, mientras acomoda su plumaje tranquilamente en tierra tras haber volado alto por tanto tiempo. Todo un señor que habla como canta, con sentido y sensatez, con poesía y fantasía.

Se tomó unos 40 minutos en el hotel de Puerto Norte para recibir a un grupo reducido de periodistas este viernes al mediodía, en el marco de su visita a la ciudad por la celebración de los 80 años de Fontanarrosa. “Del Mediterráneo al río”, escribió a modo de dedicatoria en el disco que el fanático Roberto Caferra le acercó para que lo firme. Y fue así, un encuentro con el Paraná de fondo y la sal marina de su España, en el que también estuvieron Damián Schwarzstein, Almudena Munera, Pablo Procopio, Nacho Russo, Horacio Vargas y Pablo Feldman.

Minutos después de las 12, apareció su sonrisa franca de dientes sin edad. Lucía una gorrita gris que olvidó en la mesa cuando se retiró a su habitación. Algunos se tentaron con llevarla a casa como suvenir preciadísimo, pero sucumbieron a la buena educación. Nos agradeció nuestra presencia y nos estrechó la mano a cada uno. Se sentó en una de las banquetas y con total naturalidad comenzó a hablarnos de Roberto, el Negro, su amigo inolvidable.

Dijo que había cultivado su amistad porque era buen tipo. Así, sin más. Contó que el rosarino era de esas personas que hacían el bien y que esa, precisamente, era la razón primera para pasar la vida cerca suyo. Curiosamente, todos los valores que rescató del escritor son los que desplegó durante el encuentro: sencillez, simplicidad, humildad.

Serrat se rió todo ese tiempo, sobre todo, con las anécdotas protagonizadas por el Negro. Lo recordó cantando a los cuatro vientos y hasta con un gorro excéntrico en Barcelona: “Como a los negros, no le gustaba el sol y se apareció con un sombrero como de apicultor para protegerse”, precisó a las carcajadas. Todo lo de Roberto lo divertía, incluso los correos que le mandaba sin razón o causa aparente. Tan vivificante era esta relación para ambos que nunca se plantearon desarrollar algo juntos: “La amistad no es trabajo”, lanzó con ironía.

Como si él no fuese un cantante reconocido internacionalmente, solo mostró interés en charlar sobre el dibujante de quien reveló que era tan generoso y contemplativo con los demás que en sus horas más difíciles no lloraba para no preocupar a sus seres queridos. También recordó el trabajo que realizó con su colega Crist para “Dos pájaros de un tiro” junto a Joaquín Sabina, cuando ya no podía dibujar por sí solo. Todo lo expresado sobre el Negro supo a devoción.

Hubo un tiempo para sacarlo de su tema preferido. Fontanarrosa, y llevarlo a un plano más personal. Agradeció que el Negro no haya tenido que habitar la Rosario que surgió tras su muerte, la de los crímenes y el narcotráfico. Y se refirió a la escena política actual en la que imperan “las medias verdades” de políticos que solo hablan por hablar y trajo a la mesa al nazi Joseph Goebbels como un paradigma de la distorsión extrema. Las palabras, esa materia prima con la que ha abonado corazones de diversas generaciones, perdieron peso. 

Fue muy crítico cuando se refirió a la oposición contra el periodismo que recrudece en Argentina, pero también en otros países del mundo. Categórico, consideró que la democracia no es factible sin la prensa libre.

Escucha “música que perdura”, contó, y por ahí se escapó la apreciación que tiene de la atemporalidad como un signo de buena composición. Lo que trasciende se puede atesorar. De los ritmos nuevos, dijo que tienen sus causas en la canción de protesta, su génesis en la humana necesidad de sublevarse, y a pesar de que el negocio de la música haya desvirtuado su esencia, celebró la sensualidad de las chicas que perrean. Esto último, fue expresado en broma y a pura risa.

Y por último, sorprendió cuando consultado por las creaciones de otros artistas. admitió: “No soy crítico”, y explicó que suele ver lo bueno de todas las cosas. Una declaración que resuena en un momento histórico en el que la opinión es considerada un derecho.

Así fue tomarse un café (él solo bebió agua) con Serrat, un símbolo social intergeneracional e internacional que no repara en nombres ni cargos, que habla a los ojos y ríe bajito. Tan elemental y desprovisto de pretensiones, que hasta besó, no una vez sino dos, a la reina Letizia de España rompiendo el protocolo, cuando recibió el premio Princesa de Asturias.

“Es que yo la conocía de antes, cuando era periodista”, se excusó.