Un café con Serrat para hablar de Fontanarrosa. Un ratito recortado al paraíso de los privilegios del oficio. La excusa fue el nacimiento, los ochenta años del Negro. Un número redondo redondo. La figura de los números, el ocho, el cero, como una silueta perfecta de su propia vida. Circular, interminable, claramente eterna.

Serrat baja sencillo con una gorra amarronada y hecha un bollito en la mano. La había comprado en Nueva York y no le sacaba los ojos de encima. Tenía una inscripción del Central Park y ocupaba el centro de una mesa rodeada de periodistas que pedían al diálogo la inmortalidad de sus frases. Como siempre.

“Fuimos grandes amigos, lo hecho mucho de menos. Me alegra que la ciudad se haya movilizado por él, es una catarsis para todos los que lo quisimos”, dice para romper el silencio que el respeto administra entre el ánimo de los cronistas invitados.

Una auto reflexión para quienes sabemos del valor de su obra. ¿Cómo hablarle al Serrat de los discos de mi niñez?

Pero Joan (o Juan, como le dicen muchos argentinos amigos) no quiere irse del corazón del encuentro. Dispuesto a exponer en alto la vida y el amor por su amigo. “Rosario encierra todos los argumentos que explican su vida”, dice. “La ciudad es el argumento de toda su obra”, agrega.

¿Por qué queremos tanto a Fontanarrosa? Qué es lo que atraviesa la vida de un hombre conectado con sus viñetas y sobre todos sus brillantes textos con el mundo afectivo de una ciudad que si es justa, inteligente y amorosa, no dejar de celebrarlo jamás.

Para Serrat querer a Fontanarrosa es un hecho común. “No hay nada más frecuente que eso. Cada vez que me topo con un argentino me pasa eso de «soy de Rosario y muy amigo del negro Fontanarrosa». Imposible no quererlo. No he encontrado a nadie que en la vida haya explicado públicamente lo contrario, que era un hijo de puta, me hubiera gustado, estaría bien que apareciera alguno de vez en cuando para demostrar que podía serlo. Pero no, el Negro era un hombre bueno”, explica el catalán.

–¿Qué es el que más te gustaba de él?

– Eso mismo. Que era bueno. Me gusta la buena gente, los que transmiten bondad. Cuando estaba muy enfermo, en el último año de su vida, en una de sus visitas a Madrid, nos reunimos Valdano, él y yo con nuestras parejas a almorzar. Lo que hablamos aquel día fue inolvidable. Recuerdo que nos dijo no podía llorar. Le costaba llorar, que se guardaba todas las emociones. Para mi fue uno de los grandes detonantes de su enfermedad, la incapacidad de disgustar al prójimo. No es que no lloraba , no sabía decir no, no sabía disgustar al otro. Las situaciones dolorosas se las comía y las asimilaba internamente: no las expresaba para no molestar a nadie. No quería joder a nadie.

Puf. Recuerdo tal vez uno de los últimos encuentros con el Negro. “Club 54”, un programa de tele que hacíamos con Ricardo “Indio” Luque y el generoso staff técnico de Willy Yuvone. El Negro en su silla de ruedas permitiéndole al cronista entrar en su intimidad. Ya no podía dibujar y si bien no lo aventaba con esas palabras lo insinuó en una entrevista que verla hoy es conmovedora.

El tipo que no podía llorar para no jorobar a nadie, en 2006 fue capaz de describirse con un ritual de mucho afecto. No se peleaba, no discutía, no se enojaba. Pero para él “sería más saludable reaccionar con más violencia”. “No peleándose, sino insultando o puteando. Porque morfarse todas esas broncas hacen implosión en algún momento y te pueden ocasionar problemas de salud como los míos. Este tipo de cuadros si vos rebobinas hacia atrás en la vida de los pacientes han tenido un problema jodido y pesado que no han podido expresar”, dijo en aquel momento.

Para el “Juan” que tanto quiso el Negro es lo mismo.

Fontanarrosa es el hombre que inventó eso de afincarse en su patria rosarina para orgulloso exponer lo mejor de la vida cotidiana. Hizo ídolos a pelafustanes en sus cuentos memorables y con afecto ridiculizaba a los héroes de esas inolvidables mesas. Siempre en las calles de la ciudad donde no existían, como tal vez hoy, los Boggies (el Aceitoso).

Serrat recuerda uno de los primeros encuentros. Su música era la banda de sonido de la melancolía que dejaba el terror a la masacre que la dictadura. Los jóvenes de los 70 lo recibían en 1983 en nuestro país para celebrar la libertad. “Para la libertad, sangro, lucho, pervivo, para la libertad”, cantaba Serrat sobre los poemas de Miguel Hernández en aquel tiempo con Víctor Heredia y Mercedes Sosa.

En ese tiempo conoció al Negro y muchos otros dibujantes argentinos con los que enlazó rápidamente. “Fuimos a su casa, recién había nacido Franco. Nos pusimos a ver un partido de futbol. Franco lloraba pidiendo atención y nosotros viendo en el sillón el partido. No hablamos de nada, solo veíamos el partido. El niño lloraba y lloraba. Le digo: Roberto vamos a ver que tiene. El me respondía, sabes lo que pasa, Franco abre los ojos, ve que está en Rosario y llora, que otra cosa puede hacer”. Ironía tras ironía del hombre que no tenia que decir que amaba lo que amaba porque te lo demostraba en cada respiro de sus acciones.

Para Serrat querer a Fontanarrosa es un hecho común. El Negro era un hombre bueno

“No se movió nunca de acá. Iba y volvía por el mundo. Nunca estableció una base fija en Buenos Aires”, opina Serrat mientras agitaba su vaso con agua y hielo.

“Al Negro le gustaba cantar y quizás eso es algo que no sepan vosotros. Cantaba solo y gritaba con todo el cuello”, dice entre risas e imita al Negro con una voz aguda y gritada.

Se acercan los organizadores del encuentro para llevarseló. Llevé un disco homenaje a los 50 años de Mediterráneo para que garabateara algo. “Del Mediterráneo al Rio. Con Alegría”, escribió generoso.

Me toca escribir este domingo líneas de un texto emotivo desde Camalotus, ranchito de Isla la Invernada frente a la ciudad. El sonido de las embarcaciones interrumpen el canto de los pájaros mientras el agua golpea contra la barranca.

Me atreví a invitar a Serrat a navegar este fin de semana, pero a través de su representante se excusó de la travesía. Pensé en el Pitu Fernández y el Negro Centurión que lo habían logrado subir, según confesó el Catalán, a algo que flotaba para darle una vuelta inolvidable sobre el Paraná. Los amigos, los atorrantes, la historia de una ciudad que formó a varias generaciones.

Hoy, con el tiempo describiendo lo cotidiano con otras palabras, añoramos ese tiempo bendito. El que nos hizo felices, enormes y por lo que muchos desean seguir peleando.

Como diría Gerardo Rozín.

Serrat: Gracias por venir.