Fueron muchos los que decidieron no ir a votar: más de un millón doscientas mil personas habilitadas para hacerlo el domingo en Santa Fe, prefirieron no hacerlo. Según los datos oficiales, poco más de la mitad de los ciudadanos habilitados se acercaron a las urnas. El dato frío, pero elocuente, no puede ser leído con indiferencia. La abstención masiva no es solo un fenómeno estadístico: es un síntoma de una democracia que muestra quiebres en sus cimientos más elementales.

La participación es el latido vital del sistema democrático. Cuando esa pulsión se debilita, lo que se erosiona no es solo el acto electoral, sino la legitimidad misma del sistema. El descreimiento, el desencanto y el escepticismo no nacen de un día para el otro. Son fruto de años de promesas incumplidas, de gestos arrogantes, de una política que muchas veces se miró el ombligo y olvidó mirar a la gente.

La democracia no muere de un golpe. A veces se apaga lentamente, en silencio, cada vez que un ciudadano decide que no vale la pena elegir, que todos son lo mismo, que el futuro ya está escrito por otros. Y eso debería alarmarnos más que cualquier resultado electoral.

Una mujer emite su voto este domingo 13 de abril en Rosario (Alan Monzón).


No hay democracia plena sin participación. No hay política posible sin ciudadanía activa. A la estructura de la política le queda el trabajo urgente de reconstruir la confianza, volver a tender puentes entre el pueblo y sus representantes, y recordar que cada voto, aun en su aparente insignificancia, es una declaración de presencia. Cuando la población deja de votar, una nueva mayoría crece determinando los futuros. Cuando muchos dejan de votar, el sistema tambalea.

Un informe reciente del Instituto Idea muestra un dato alarmante: en más de la mitad de los países analizados, la mayoría de la población ya no cree que las elecciones sean libres ni justas. En lugares como Estados Unidos, Colombia o Rumania, la duda sobre la legitimidad del voto se ha convertido en norma. El descrédito avanza como una mancha de humedad en la pared: lento, silencioso, pero implacable.

En América Latina, el desencanto se ha vuelto crónico. Siete de cada diez personas dicen estar disconformes con el sistema democrático. ¿Es cinismo? ¿Es dolor? ¿O simplemente agotamiento? En Argentina, apenas un 10% confía en los partidos políticos. El voto se vuelve castigo, el ausentismo, una protesta muda. La democracia formal sobrevive, pero vacía de contenido.

Recuento de votos en una escuela de Rosario (Alan Monzón).



Y no hay que mirar muy lejos: los jóvenes, que deberían ser el motor del cambio, están entre los más escépticos. La mitad de ellos no vería con malos ojos un golpe de Estado si eso trajera “soluciones a los problemas de su familia”. Suena brutal, pero también es un llamado de atención. ¿Qué le ofrece hoy el sistema al futuro cuando el mismo presidente Milei calificó una y otra vez al Estado como una organización criminal?

Sin participación plena la democracia se hiere. No de muerte, pero sí de indiferencia. Y no hay sistema que se sostenga si nadie cree en él. Tal vez sus principales actores tengan que volver a lo básico: a escuchar, a representar, a gobernar para todos y no solo para unos pocos. Si no, seguiremos sumando elecciones vacías, urnas llenas de silencio, y una ciudadanía cada vez más lejos de la política.

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Hubo casos donde el poder total desplazó la voluntad de las mayorías:

1. Alemania – Ascenso del nazismo (década de 1930). Tras la Primera Guerra Mundial, la República de Weimar enfrentó crisis económicas, hiperinflación y una profunda desconfianza en las instituciones. En las elecciones legislativas de 1932, se evidenció un rechazo a los partidos tradicionales. La falta de una respuesta clara del sistema democrático ante el malestar social abrió la puerta al ascenso del Partido Nazi, que, una vez en el poder, desmanteló el sistema democrático desde adentro.

2. Italia – Llegada de Mussolini (1922) Durante los años posteriores a la Primera Guerra Mundial, Italia vivió una creciente apatía política y desilusión con el parlamentarismo liberal. Muchos sectores sociales comenzaron a ver a la democracia como ineficiente y caótica. Esta desafección fue aprovechada por Benito Mussolini, quien capitalizó el miedo al comunismo y el deseo de orden. En 1922, con escasa resistencia institucional, tomó el poder tras la “Marcha sobre Roma”, y el régimen democrático no opuso mayor resistencia.

"La participación es el latido vital del sistema democrático. Cuando esa pulsión se debilita, lo que se erosiona no es solo el acto electoral, sino la legitimidad misma del sistema", escribe Roberto Caferra.



3. Venezuela – Proceso de desmocratización (siglo XXI)
En las décadas previas al ascenso del chavismo, Venezuela vivió una creciente desafección hacia los partidos tradicionales. La corrupción, el clientelismo y la exclusión social generaron apatía y desconfianza. En ese vacío de credibilidad surgió Hugo Chávez, quien fue elegido democráticamente, pero luego erosionó las instituciones republicanas, concentrando el poder y debilitando los contrapesos democráticos.

4. Perú – Fujimorismo (1990-2000) La crisis política y económica de los años 80´generó en Perú una fuerte decepción con los partidos tradicionales. En 1990, Alberto Fujimori fue elegido como outsider. A poco de asumir, cerró el Congreso en el llamado “autogolpe” de 1992. Aunque fue apoyado por sectores populares, el debilitamiento del sistema de partidos y la poca confianza en la política favorecieron la instalación de un régimen autoritario con fachada democrática.

La historia demuestra que cuando la ciudadanía se aleja de la política, cuando la participación se reduce a la indiferencia o al hastío, los espacios vacíos no quedan vacíos: son ocupados por quienes no creen en la democracia, sino en el poder y sobre todo sus privilegios. Cada elección con baja participación no es solo un dato preocupante: es una señal de alerta que la historia enseña a no ignorar.