Argentina no es un país fácil de entender, para los que lo miran desde afuera e incluso hasta para los que estamos adentro. Y esa dificultad para comprender ciertos fenómenos que ocurren en nuestro territorio abarca desde la irrefrenable pasión por el fútbol (capaz de movilizar a las calles a cinco millones de personas para celebrar un éxito deportivo) hasta la inentendible tasa de indigencia en un suelo del que salen alimentos para saciar el hambre a su población multiplicada por diez.
En el marco de esas características tan particulares, y teniendo en cuenta la desquiciada economía que, inflación mediante, se transforma en una máquina de generar nuevos pobres, esta semana se produjo otro fenómeno que dejó varias preguntas: Luis Miguel vendió 100 mil entradas en menos de 10 horas para sus shows en Buenos Aires.
El cantante mexicano va a estar en el país cuatro años después de su última visita, en este caso abriendo una gira mundial con la que promete recuperar parte de su prestigio perdido en los últimos 15 años, en los que fue noticia por sus shows cancelados, el maltrato a sus músicos o sus cambios de pareja. Y fue tal el furor por tener un lugar en el Movistar Arena, que comprar una entrada por la web se transformó casi en una misión imposible.
Las colas virtuales llegaron a ser de 30 mil cuentas por cada presentación; o sea, que si los multiplicamos por los nueve conciertos, a dos tickets de promedio cada una, otras 500 mil personas se quedaron con las ganas. Al Sol de México y a sus productores se les pudo ver el brillo de la recaudación en el blanco de sus dientes.
Las preguntas que surgen, muy básicas, son dos: ¿Cómo? Y ¿Por qué?
¿Cómo? Porque hace ruido que con cuatro pobres de cada diez y ocho personas que no comen de cada cien, con el precio de la comida y los servicios básicos volando por los aires, haya tanta gente dispuesta a gastar entre 30 y 80 lucas para ir a ver un show musical que dura dos horas.
Las explicaciones están en el Por qué. Y aunque seguramente haya más, emergen dos razones que se destacan por sobre el resto: una de corte sociológico y la otra netamente económica.
La primera es la misma que expuso el fenómeno Coldplay, o un poco más atrás la locura por Roger Waters, y se denomina “emulación”. Para los sociólogos, un factor clave en la sociedad de consumo. “Si está todo el mundo yendo a ver a Luismi, si los medios agitan que las entradas están volando y que se van agregando recitales día tras día, entonces vayamos nosotros también para no quedarnos afuera. A ver si todavía nos perdemos algo histórico”…
La segunda, que se devanea entre Keynes y Zygmunt Bauman, es la flamante y controversial idea de "consumo como forma de ahorro". Que pueden parecer polos opuestos, pero que en Argentina dialogan sin drama: ante la imposibilidad de invertir en ladrillos o en moneda fuerte porque no te venden, porque no hay o porque no alcanza, mejor destinar esos pocos pesos sobrantes a un consumo satisfactorio de corto plazo y stockearnos de buenos momentos para tener una reserva anímica que nos permita atravesar con una pequeña dosis de felicidad las penurias cotidianas.
Mirando las noticias, cafecito en mano y armando el partido de golf de mañana con los muchachos, un ministro dijo por lo bajo: “Acá no es feliz el que no quiere”...