La gente necesita fantasmas porque la realidad es demasiado. Eso me dice, por guasap claro, una amiga periodista al final del viernes negro, el día en que todos los cuidados tomados hasta entonces, en base a encierro y -en muchos casos- angustia, volaron por los aires con los miles de jubilados y beneficiarios de la asignación por hijo que se amucharon frente a bancos de todo el país, para cobrar de manera atrasada ingresos que de cualquier manera no alcanzan.
La nota más leída ayer de Rosario3 fue, por muy lejos, una que muestra un video de un supuesto fantasma que en plena cuarentena cruza Pellegrini, tomado por una cámara aérea que El Tres tiene sobre la rotonda de Oroño.
El día anterior, el jueves, después de unas cuantas horas de intenso home office periodístico, tuve que salir a la calle. Quizás fue por la pandemia, el paso del tiempo, no sé. Lo cierto es que mi memoria me jugó una mala pasada y terminé bloqueando mi clave de home banking, con lo cual me vi forzado a ir a un cajero automático para obtener una provisoria y luego cambiarla.
No quiero salir a la calle para absolutamente nada en estos días. No es por miedo al contagio. Es porque en mi casa estoy a gusto, con mis hijas, con mis cosas. Es una casa confortable, donde se puede pasar la cuarentena cómodamente, todo un privilegio en estas épocas en que muchas otras personas viven hacinadas, sin poder satisfacer necesidades mínimas, en un riesgo permanente y no solo por este virus.
Afuera está la realidad y apenas puse un pie en la calle lo sentí.
Antes de cruzar la puerta, quizás en busca de ánimo, pensé que me iba a agradar caminar bajo el sol. Y que me iba a hacer bien, porque es necesaria una dosis de vitamina D para fortalecer el sistema inmunológico.
Pero, con lo que extrañaba caminar, no me resultó placentero hacerlo. Se ve que me angustian las calles deshabitadas, los colectivos vacíos, los rostros con barbijos, las colas en la puerta del supermercado, el resto de los negocios cerrados, el paso apurado y los ojos desorbitados de la poca gente con la que te cruzás.
En Juan Manuel de Rosas y Pellegrini, al ver la avenida desolada, el bar de la esquina -habitualmente atestado de gente- con las persianas bajas y apenas una puertita abierta por donde despachaban el delivery, directamente me dio por llorar.
Pero no me detuve. Todo lo contrario: yo también apuré el paso, por la vereda del sol por lo de la Vitamina D y porque qué mejor que la calidez ante la angustia, y pronto llegué a un cajero e hice el trámite para obtener a nueva clave de home banking.
Decidí volver por Montevideo, porque supuse que la desolación iba a ser menos notoria que en Pellegrini. Necesitaba algunas frutas, pero no me detuve en ninguna de las verdulerías abiertas: sentía desesperación por llegar a casa. Esta caja de cristal que, supuestamente, nos protege del virus y también de la realidad.
Cuando llegué, quise hacer los trámites con mi nueva clave de home banking. Pero la había hecho mal: puse seis dígitos en el cajero y tenían que ser ocho. Me maldije a mí mismo, mi desconcentración, mi desconcierto.
Mi hija mayor me consoló. Se lo tomó con humor y eso hizo que yo también me pudiera reír de lo que había pasado (qué importante sostener el humor en estos tiempos, mil gracias hijita querida).
_Vas mañana y de paso caminás al sol, a vos que te gusta tanto. Seguro que lo hiciste a propósito para eso _me dijo pícara y psicoanalizada.
Al día siguiente me levanté y las puertas de los bancos ya eran un infierno. El viernes negro había llegado y, con sus miles de personas en las calles, fue mucho más angustiante que el jueves blanco. La realidad entró a casa por las pantallas y se mostró cruda, acechante.
No, no volví al cajero. No hubo margen ni ganas con las noticias de ayer, con las impredecibles consecuencias de que miles de jubilados y beneficiarios de la asignación universal por hijo se hayan mezclado en colectivos y en las calles, por la mala planificación de los que nos machacan y machacan con el aislamiento social. No tengo las urgencias de ellos, puedo quedarme en mi casa.
Aunque lo que pasó pudo poner en crisis el sentido mismo de la cuarentena, en un momento en el que muchos sectores económicos meten presión para ponerle fin, porque no creen en eso que la salud es lo primero. El equilibrio es frágil, complejo. Tuvimos una caída y duele.
Es que es demasiado la realidad. Por eso hacen falta los fantasmas. Quizás yo mismo sea uno, caminando bajo el sol por Pellegrini, llorando frente a los bares cerrados, en busca de una clave olvidada.