Abandono, eso es lo que siente Rosario, lo que sentimos los rosarinos. Estamos abandonados a nuestra suerte, desprotegidos. Lo sentimos todo este año en el que se rompió el récord de homicidios y que finaliza con un hecho que es otra evidencia de esa situación: los once balazos contra Televisión Litoral, 5 minutos después de que salieran de trabajar los periodistas y técnicos que hacen Telenoche, con proyectiles que impactaron a 20 centímetros de donde estaban los guardias de seguridad.
Las balas también pasaron a escasos metros del móvil policial apostado en el estacionamiento de TVL como custodia, una decisión tomada luego del primer ataque, el 12 de diciembre pasado. La imagen del patrullero estacionado allí, con los dos muy jóvenes efectivos aún adentro y muertos de miedo luego del atentado, al punto que uno de los guardias de seguridad al que uno de los tiros le pasó a centímetros salió a ver si estaban bien, es reflejo de las flaquezas del Estado: quienes nos deben cuidar se muestran impotentes, no cuentan con los recursos que se necesitan para hacer frente al delito organizado, no están a la altura de los desafíos que les imponen bandas decididas a imponer una suerte de terrorismo urbano.
El problema no son esos chicos que acaso hayan salido hace poco de la Escuela de Policía y por protocolo no pueden abandonar su puesto de custodia para perseguir a los delincuentes, pues se corre el riesgo de que luego venga otro ataque mayor. Lo fallido es todo un sistema, en el que sobresalen la falta de un plan, la desinversión, la subejecución presupuestaria y la corrupción.
Es eso lo que hace, finalmente, que las custodias en lugares atacados sean en realidad una pantomima, una especie de decorado, como si los patrulleros, en realidad, fueran de cartón. Que los anuncios de mayor presencia policial se reduzcan a eso, solo anuncios nunca palpables para una ciudadanía que es rehén de una violencia que escala y traspasa límites cada día. Que los delincuentes no sean perseguidos, porque nunca hay móviles policiales cerca de donde ocurren los hechos más graves. Y todo eso se traduce en algo que no es patrimonio de nadie, pues nos abarca a todos: un deterioro de la calidad de vida que produce desazón y hartazgo social.
Es cierto, como suelen decir desde el gobierno provincial, que esta realidad no se construyó en un año, en dos o en tres. Hace demasiado tiempo que el delito organizado irrumpió en Rosario, sin que las autoridades encontraran estrategias eficientes para hacerle frente. Que la violencia haya pasado de fenómeno a cultura es, al fin de cuentas, un fracaso compartido por los que estuvieron antes –y ahora desde la oposición critican como si no tuvieran nada que ver– y los que están ahora y pretenden depositar todas las culpas en el pasado, sin siquiera hacerse cargo de que ganaron una elección con la excluyente promesa de devolver la “paz y el orden” a esta ciudad rota.
También por los distintos estamentos y poderes de, podría decirlo Lionel Messi, un Estado bobo, que sabe recaudar pero que después, a la hora de invertir, muestra –como en toda su política de seguridad– miopía e inoperancia.
¿Cómo explicar, sino, que haya subejecución presupuestaria en el área más sensible de la gestión? ¿Que a noviembre de este año haya un superávit de 17 mil millones de pesos y que aun así sigan faltando patrulleros y que los que hay no estén en condiciones de protagonizar una persecución?
El año que se va estuvo plagado de hechos aberrantes. Las noticias de niños y niñas asesinados, de adolescentes que matan por odio o dinero, de narcos que piden “fiambres” como condición para pagarle a ese sicariato precoz, de presos que mandan a sembrar terror en las calles de la ciudad, de abuelas ultimadas mientras juegan con sus nietos en una plaza, de víctimas que pierden la vida atrapadas en balaceras ajenas, se repitieron de manera tan frustrante que hasta nos acostumbramos, pues ya nada sorprende.
Es lo que produce la cotidianidad de los hechos de violencia y también el loop informativo que se desarrolla alrededor de ellos. La situación es tan espantosa que se naturaliza lo horroroso.
La respuesta de quienes tienen que cuidarnos no está a la altura. Las políticas son erráticas, los silencios cómplices. Cuando hubo palabras, tampoco aportaron: estaban vacías.
Así, lo que finalmente transmiten quienes deben conducir el combate del delito es más de lo mismo: pura resignación.