Listo, tocamos fondo. La sensación es que no se puede estar peor. Pero, al mismo tiempo, tampoco hay señales de que la situación pueda mejorar. Porque las acciones del Estado para frenar la ola de violencia y muerte que conmueve a Rosario, y afecta día a día la calidad de vida de sus ciudadanos, fracasan sistemáticamente. 

Las cifras son escalofriantes. El número de homicidios en lo que va del año llegó a 170 y se encamina a superar el récord de los 264 crímenes de 2013, cuando estalló la guerra narco que se estira hasta hoy. De las víctimas fatales, 18 eran menores. Agosto lleva más asesinatos que días. El número de heridos de bala es abrumador: 492 en los primeros 7 meses de 2022. 

Las historias también estremecen. En estos días se habló mucho de la de Zoe Romero, la adolescente de 15 años asesinada que estudiaba en la escuela Normal 3 y junto a su novio habían puesto una granjita en barrio Hipotecario, en la zona suroeste de la ciudad, con la que buscaban algo que debería ser simple pero se volvió absolutamente complejo, sobre todo en entornos tan violentos: trabajar, ganarse la vida. Y de Lucas, el chico de 13 años al que mataron en barrio Emaús, zona noroeste, que jugaba en las inferiores de Rosario Central y soñaba con llegar a primera para que su familia se pudiera mudar a un lugar más seguro. 

Junto a él estaban su hermano y dos amigos de 15 años que resultaron heridos. A uno de ellos le tuvieron que amputar una pierna. Hay varios casos similares entre los heridos de bala que deja el reguero de ataques armados que se repiten en los barrios, donde las secuelas de estos hechos son dolorosamente visibles: jóvenes que sobrevivieron pero quedan afectados en sus posibilidades de por vida, ánimos de venganza que generan nuevos ataques y calles en muchos momentos desiertas porque en tierra de nadie reinan la violencia y también el miedo.

Las heridas no son solo físicas. Las balas desgarran también las subjetividades de estos adolescentes que crecen en medio de esta ola criminal que alimenta dolor, culpas y es caldo de cultivo del odio. “Por qué, mi amor; por qué a vos si no molestabas a nadie. Te pido perdón por no protegerte”, escribió en redes sociales el novio de Zoe, su socio en el sueño de la granjita propia.

Zoe Romero junto a su novio.

¿Qué futuro le damos a estos chicos? ¿Qué futuro tenemos como sociedad con este nivel de desintegración social? ¿Qué mensaje reciben quienes en un país que no les da oportunidades, y rodeados de violencia y dolor, aun así se resisten a ser parte de la falsa prosperidad que les ofrece ser parte del delito, y se proponen estudiar, trabajar e incluso jugar al fútbol para forjar un mañana mejor para ellos y su familia?

  

Nuestra parte

La situación interpela, una vez más, al Estado en todos sus niveles y estamentos. A las dirigencias en su conjunto. 

Lo cierto es que se vuelcan recursos al combate del delito, cada uno dice hacer su parte –como reza el eslogan de la Municipalidad de Rosario–, pero eso hasta ahora no alcanza. Es decir, hay que hacer más. O hacer otra cosa.

Claro, cada cual tiene su explicación, sus argumentos. Y pone en dudas los del otro.

El intendente dice que quienes nos tienen que cuidar no lo hacen, reclama al gobierno nacional, y asegura que su administración hace su aporte con mejora de infraestructura urbana, por ejemplo mediante la iluminación de los sectores peligrosos. Exige también que lo dejen elegir al jefe de Policía y definir cómo se distribuyen geográficamente las tropas. 

Nación responde que invierte en Santa Fe diez veces más que en Córdoba en materia de seguridad, que en los barrios donde está Gendarmería la situación mejoró (aunque también en esos lugares siguen los crímenes) y que cuando llegaron las tropas federales se encontraron con calles a oscuras que tuvieron que relevar, porque ni la Intendencia ni la provincia lo habían hecho. "Esto se arregla con trabajo y no con chamuyo", les dijo el ministro Aníbal Fernández a los senadores Dionisio Scarpín y Carolina Losada, que lo cuestionaron durante una reunión de comisión en el Congreso. 

El gobernador plantea que el poder narco creció y se consolidó durante muchos años y que un fenómeno como el que atraviesa Rosario no se desarma de la noche a la mañana, no se frena "apretando un botón". En esa línea, considera que son “hipócritas” los opositores que critican a su gestión pero fueron parte de las anteriores, justamente durante las cuales comenzó y se ramificó hasta niveles inimaginables la violencia que todo los días se profundiza por número y gravedad de los hechos. Desde la administración provincial, también dicen que los movimientos en la conducción local de la Policía y cómo se realizan los operativos de prevención del delito se definen en consulta con el intendente, que aún así reclama más injerencia.   

Un negocio, dos puntas

¿Y entonces? ¿Por qué la situación empeora si cada uno hace su parte?

La lectura desde la provincia, cuya Policía –como señaló esta semana el juez de la Corte santafesina Daniel Erbetta– es parte fundamental del problema, es que los niveles de violencia crecen y saltan día a día un nuevo límite en gran parte porque las fuerzas de seguridad recuperaron control en barrios muy conflictivos, lo que a su vez produce un corrimiento del negocio narco –que con la detención de primeras y segundas líneas quedó en manos de referentes más jóvenes y más marginales, que se manejan en contacto con la cárcel– hacia otros sectores. Eso abre, entienden desde la gestión, nuevas disputas territoriales.

Operativo de Gendarmería en un barrio de Rosario. (Foto: Alan Monzón / Rosario3)

Quienes esgrimen esta explicación se apoyan en datos como la cantidad de detenciones –la Policía santafesina realizó casi diez mil el año pasado en el Gran Rosario– y el secuestro de armas, que desde el Ministerio de Seguridad de la provincia esperan que este año supere el récord de 2020: 3.698.

Apuntan, además, contra ciertas demoras y rigideces de la Justicia, fundamentalmente la federal, que generan postergaciones de allanamientos y le dan tiempo a los delincuentes para reubicar la evidencia y sus bocas de expendio. Eso complica, sostienen, un objetivo de este tiempo. "Sí, los jefes fueron detenidos, pero a las bandas nunca se las desarticuló. En eso estamos", sostuvo una alta fuente del gobierno provincial. 

En esta lógica, la explicación sería: el narcomenudeo se relocaliza por el cerco que supone la saturación de fuerzas de seguridad en determinadas zonas. Pero el negocio del comercio de drogas sostiene su intensidad porque sus dos puntas están absolutamente activas: los que venden, que buscan nuevas locaciones a sangre y fuego, y los que consumen, que mantienen una demanda que, como la violencia, no deja de crecer.

Ningún pibe nace sicario

Todo esto lleva a repensar: ¿cuál es realmente la parte que le toca a cada uno? 

Para simplificarlo en un ejemplo: si el consumo crece –si alguien quiere comprar algo, siempre va a haber otro dispuesto a vendérselo a como dé lugar– es porque los jóvenes no ven un horizonte que les ofrezca una perspectiva, una razón para no caer o para salir de la droga, y porque fracasa o no hay una política sostenida de prevención de adicciones.

Si en los barrios el delito se convierte en la opción para salir de la miseria, si el narcotráfico y los nuevos rubros que sus protagonistas exploran, como la extorsión, son el motor económico principal en esos lugares, hay una falla del Estado en su conjunto en una de sus misiones básicas: tender a la igualdad de oportunidades.

La experiencia de estos días lo muestra con toda claridad. Sí, se necesitan más gendarmes para pacificar esas zonas donde mataron a Zoe y a Lucas. Mejorar la infraestructura carcelaria y el control en los penales para que no se conviertan en callcenters desde donde se ordenan balaceras ni en centros de entrenamiento de delincuentes. Incorporar tecnología de punta para que la Policía tenga más y mejores herramientas para cumplir su trabajo y capacitar a los agentes. Agilizar y profundizar las investigaciones judiciales para desterrar la idea de que no hay ley, porque lo que se impone es la impunidad.    

Pero no alcanza con eso. La presencia del Estado en los barrios no se puede reducir a un mayor despliegue de fuerzas de seguridad. Esa respuesta no solo se muestra insuficiente para la represión y la prevención del delito: de hecho, desde 2015 nunca hubo tantos gendarmes como ahora pero aun así hay récord de homicidios. Tampoco va a las cuestiones de fondo: la desigualdad, la falta de perspectiva de futuro que lleva a que los chicos cada vez más chicos dejen la escuela y se conviertan en mano de obra del narcotráfico, aun a riesgo de que su propia vida se esfume demasiado rápido, una posibilidad que saben muy alta. Una nueva simplificación: nadie nace sicario.

La cultura de las balas

El cóctel es explosivo. Los hechos de estos días lo dejan en claro: el “se matan entre ellos” no existe, no hay forma que esa violencia cada vez más lesiva no alcance a la sociedad toda. 

Familiares y amigos de Virginia, la joven baleada junto a su madre, que falleció en el ataque en una parada de colectivos. (Foto: Alan Monzón / Rosario3)

La cultura de las balas penetra, gana terreno. La idea de que cualquier conflicto se puede resolver a los tiros toma cuerpo en distintos ámbitos. En los barrios es una certeza que cada ataque tiene un vuelto. Pero el uso de armas es también cada vez más frecuentes en otros tipos de diferendos, como pasó en dos empresas, La Virginia y Razzini Materiales, blancos de balaceras en el marco de conflictos gremiales.

Aparece allí otro hueco del Estado, alguien más que no hace su parte. “Es fenomenal la facilidad con que se accede a una arma en cualquier barrio de Rosario”, denunció este viernes el diputado provincial Carlos del Frade, que reclamó “que la Nación controle la venta de armas, tanto en el mercado legal como ilegal”, pues entiende que es impresionante el avance del contrabando de pistolas y municiones. 

El organismo encargado del circuito legal de armas es la Administración Nacional de Materiales Controlados (Anmac), que según definen fuentes provinciales es “muy celosa” con la información, algo que pudo comprobar Rosario3: el intento de contactar a su titular para esta nota fue infructuoso, a pesar de que se siguió el “protocolo” que indicó el encargado de prensa.

El problema es que tampoco el Ministerio de Seguridad y la Justicia de Santa Fe encuentran respuestas de ese organismo del gobierno nacional, que podría aportar datos que en ambos estamentos consideran importantes: cuántos y quiénes son los legítimos usuarios de armas, las licencias vencidas de pistolas que en muchos casos se supone que terminan en el circuito ilegal, cómo se controlan –si se controlan– las armerías.

Puede parecer poco importante en un marco tan complejo, pero es un síntoma de otro de los problemas fundamentales: cada cual puede estar haciendo su parte, pero esas acciones pierden efectividad si no se trabajan de manera integrada con el resto de los actores estatales involucrados en la cuestión.

La era del miedo

Mientras tanto, a la par del avance de la criminalidad, crece el miedo, que abarca a todo y a todos. Hay más robos en los sectores de clase media, y la sensación de que nadie, absolutamente nadie, está a salvo afecta la vida cotidiana de la ciudad entera. Eso alimenta un sentimiento colectivo peligroso: el miedo. 

El miedo separa, fragmenta. Nos aleja del otro; lo pone en forma permanente en un lugar de sospecha. El miedo es padre del odio. Es decir, desintegra aún más a una sociedad que necesita todo lo contrario para salir de este atolladero sin fin.

El problema, al fin de cuentas, es demasiado grande y complejo. Y lo hecho hasta acá, es evidente, no ha sido suficiente ni acertado para vislumbrar una salida.

Para situaciones extraordinarias se necesitan respuestas extraordinarias”, reclamó este viernes en De 12 a 14 un comerciante de Juan José Paso al 6500, una de las zonas donde la inseguridad desplazó cualquier otra preocupación.

Deberían escucharlo las dirigencias. Dejar de lado mezquindades, trabajar realmente en conjunto, poner definitivamente toda la carne y los recursos al asador para trazar una política de Estado integral, ese enunciado tantas veces repetido y nunca cumplido: que afronte las necesidades de corto plazo, pero también planifique el mediano y el largo. Proyectos que trasciendan una gestión, que el gobernante que llega no los anule porque la pensó el que se va. Que apunten a la represión del delito, pero también a generar las condiciones para que los jóvenes tengan oportunidades por fuera de él. Eso sí que sería extraordinario.

Parece pedir mucho, sobre todo porque se viene un año electoral y se sabe que nunca son fáciles los consensos cuando el poder está en disputa. Pero la sensación es que ya no hay margen para más, que nadie puede tirar de la cuerda. La afirmación vale para la crítica que no es constructiva, la que solo busca sacar provecho. También para la formulación de promesas que luego son imposibles de cumplir.