El amor no tiene prisa, él puede esperar en silencio
Chico Buarque
¿Cuántas visiones hay del mundo? ¿Cuántos mundos caben en el mismísimo mundo? ¡¡¡¡Uuuulitmo momento!!!!: estalló una bomba; hay sangre, gritos, sirenas, muerte, dolor inconmensurable. Justo al mismo tiempo una mujer da a luz, alguien despierta de un sueño dulce, otro huele una flor; o toma un helado.
El dolor es parte de la vida, nunca el todo. ¿Para qué salir a buscarlo si él sabe llegar solito?
El maestro taoísta leninista Vladimir Ilich Tao Tse Tung estaba admirado. Gal Bosta, la heredera de Don Bosta y nueva dueña del crucero Eugenio B, tenía una filosofía simple y clara. "Acá no hay guerra", decía, y así marcaba el espíritu del barco. Dejar de escapar. Despejar la idea de peligro, aunque nunca nadie se siente seguro del todo.
Es cierto. El riesgo existe. Somos mortales. Abusivamente mortales. Cómo no advertirlo en un mundo en guerra.
¿Pero vale la pena recordarlo todo el tiempo?. Sí, decía Gal Bosta: ese era motivo suficiente para no hacerse problema por lo que no está, por lo menos hasta que llegue. El Eugenio B tenía que ser un mundo feliz, aunque nada sea para siempre. Esta columna lo repite y lo repite: todos vamos a morir.
Gal se levantaba temprano. Hablaba con todos en el Eugenio B. En los tiempos de preparación antes de la partida de Brasil, con la tripulación. Luego, cuando el crucero empezó a recorrer la ruta Río de Janeiro-Buenos Aires, Buenos Aires-Río de Janeiro (en lo que fue el alumbramiento de uno de los productos más perdurables del turismo universal) también con los pasajeros.
Unos y otros quedaban fascinados cuando la cruzaban en los pasillos o en el comedor del barco. Pero mucho más cuando, por las noches, la escuchaban cantar en el teatro, junto a Vito Nebbia y el creador de la bossa nostra, Vincenzo Di Moranti.
Vladimir Ilich Tao Tse Tung sintió que tenerla cerca lo enriquecía. Se hizo amigo. Habló con Gal acaso como no lo hizo con ninguna otra persona en su vida. Eso lo ayudó a nadar en aguas profundas. Porque se escucharon. Y nunca llegás tan lejos como cuando escuchás y sos escuchado.
Solían encontrarse al amanecer, cuando el barco estaba en navegación. Ambos salían a cubierta; de frente al sol. Gal le decía que era momento de agradecer y plantar deseos. ¿Qué querés hacer, quién querés ser, Vladimir?
Vladimir quería ser ese momento. O mejor dicho, él mismo en ese momento. Mirar el amanecer, conversar, pensar, conocer, conocerse, sentir la brisa del mar. Eso. Nada más que eso.
Pero trabajaba de mozo y tenía que ir a servir el desayuno. Vladimir le agreadeció a Gal. Le dijo que le gustaba hablar con ella. Recibió una sonrisa suave, reposada, como respuesta.
A Gal le iba bien con el crucero. Sabía manejarlo; tenía ideas, talento, voluntad, decisión. Y por las noches recibía una recompensa que la colmaba como nada: cantar para un público que siempre la aclamaba, las canciones que tocaban Vito Nebbia y Vincenzo Di Moranti.
¿Quién puede pensar en guerras si está en un momento así?
Vladimir, sentado en la primera fila, embelesado como todos y todas, claro que fantaseaba con más. Pero Gal no quería complicarse la vida y él aceptó que ella tenía razón.
La serenidad de las cosas tal como son. Que sigan los amaneceres, las conversaciones, los pensamientos.
Sí, pero también estaba Vincenzo Di Moranti.