El intento de magnicidio contra Cristina Fernández de Kirchner (CFK), además de mostrar las fallas de una custodia que al momento del ataque—y a posterior— estaba en Narnia, genera dudas, tanto en la capacidad profesional de los oficiales a cargo de la seguridad de la vicepresidenta, como sobre las tareas de ciberpatrullaje e inteligencia criminal de la Policía Federal, Agencia Federal de Inteligencia (AFI) y demás fuerzas federales para identificar a personas como Fernando Sabag Montiel y la red de complicidades que investiga la Justicia federal.
Un recuento rápido de los últimos jefes de la inteligencia argentina son elocuentes. Durante la administración anterior el Señor Cinco fue Sergio Arribas, un representante de futbolistas, cuyo antecedente era la confianza que le profesa el ex presidente Mauricio Macri. El gobierno de Alberto Fernández intervino el organismo apenas asumió con la fiscal Cristina Caamaño y en este momento el jefe de los espías es un político de carrera como Agustín Rossi. Ninguno de los tres da cuenta de tener formación profesional en el área, al menos de conocimiento público, para liderar un sector que se ocupa (o debería) de detectar amenazas para la seguridad nacional. Ser un cuadro político leal y probado en la gestión o ser una persona de confianza de un presidente no transmite los saberes de un arte oscuro que es tan delicado como necesario.
El hasta ahora injustificable reseteo del teléfono de Sabag Montiel ubica las especulaciones en el escenario del terror metafísico, tanto sea por la impericia de quienes lo manipularon o porque la acción haya sido deliberada. La segunda opción directamente hace del Estado de derecho una ficción y la paz social una obra del destino. La primera no inquieta menos ya que pone en debate el tipo de perfiles que se seleccionan para las áreas de peritaje e investigación en el universo de la ciberseguridad –justicia incluida–. Qué capacidades técnicas y formativas tienen los auxiliares de la justicia, con qué equipamiento cuentan y un factor central: cuánto le paga el Estado a un perfil de este tipo. Un especialista en seguridad informática de rango medio cobra entre $2500 y $3500 dólares mensuales en el sector privado y puede trabajar remoto desde su casa para empresas de todo el mundo.
Los ciclos de crisis económica de Argentina no pueden ser la única excusa para sostener este escenario. Es también un problema de visión estratégica del sistema político lo que justifica esta precariedad presupuestaria. El caso del Ministerio Público de la Acusación (MPA) de Santa Fe, por citar un ejemplo cercano, tiene causas en las que debe solicitar asistencia técnica a fuerzas federales para abrir cierto tipo de teléfonos porque el costo de las licencias para las Ufed (Universal Forensic Extraction Device) de las que dispone, no brindan soporte para “romper” el sistema operativo de esos dispositivos.
Las características poco sofisticadas que se conocen hasta ahora del hombre que gatilló contra la cara de la vicepresidenta, su novia, el grupo de vendedores de algodones de azúcar y otros actores que se van sumando a la investigación –por más que algunos sectores insistan en lo contrario– pone a la seguridad interna en un marco de indefensión y precariedad alarmantes.
Tanto Sabag Montiel como Brenda Uliarte son –hasta lo que se sabe– trabajadores informales que se dedican a la venta ambulante, con actividad frecuente en espacios de extrema derecha en redes sociales y participación en manifestaciones anti gobierno de grupos como Revolución Federal. Algo que el personal de ciberpatrullaje de la Policía Federal no detectó o no le dio la importancia que merecía, pese a que ya había realizado detenciones por amenazas en redes contra Mauricio Macri durante su presidencia.
La hipótesis de que hayan sido manipulados por servicios de inteligencia o por una fuerza política opositora al gobierno –en el mundo físico, en el ciberespacio– hablaría de la buena salud de la que gozan los sótanos de la democracia. Y también de la dimensión superficial que maneja la política –que es quien lidera a las fuerzas de seguridad– sobre la capacidad de organizar comunidades, sembrar ideas e influencia de las plataformas tecnológicas sobre las acciones de las personas.
La necesidad de poner el foco sobre los discursos en el ciberespacio es una cuestión de supervivencia para la democracia. A diferencia de los medios de comunicación –dueños desmedidos de la atención del sistema–, en las redes sociales, foros y chats los individuos crean sentido en red, refuerzan ideas y un porcentaje se radicaliza. Para lo que además cuentan con razones atendibles: una realidad política, económica y cultural (global) de incertidumbre que colisiona contra las pantallas de los teléfonos donde la dictadura de la felicidad, la autorealización sin comunidad y la mercantilización de los vínculos afectivos proliferan. No dimensionar esta problemática es igual de peligroso que no contar con un presupuesto adecuado para recursos humanos, formación y herramientas tecnológicas.
La Unión Europea, Estados Unidos, China, Rusia, India y los países del Índico cada día toman mayor conciencia del peligro que esto representa para sus formas de gobierno y organización social y actúan. Algunos limitan el acceso semanal de los menores a redes sociales, prohíben aplicaciones, solicitan su remoción de los app stores, exigen regulaciones y mantienen un monitoreo constante sobre grupos y actividades que puedan derivar en delitos o conmoción social. ¿Ese camino es la solución para evitar un cambio de sistema que hasta ahora parece irreversible? ¿Está dentro del contrato democrático occidental en el que se posiciona Argentina? El debate es complejo pero necesario. Algo es incuestionable: hay naciones que accionan mientras discuten cuáles son los mejores abordajes y otras que no.
Estados Unidos, el sueño mojado de las derechas y sectores del progresismo argentino, estuvo al borde de un golpe de Estado nutrido por personas que se cebaban en foros de Reddit y 4chan con teorías conspirativas antisistema. Esos discursos se expandieron por el mundo y tienen sus terminales locales, o que son agrupaciones como Revolución Federal o el Centro Cultural Kyle Rittenhouse de La Plata.
Sabag Montiel logró hacerse con un arma antigua y rústica pero en condiciones de disparar, tuvo acceso a munición ilegal; al parecer la probó antes y llegó a hacer inteligencia previa del domicilio de la Recoleta de CFK donde el metro cuadrado ronda los 3.000 dólares. Por más que existan problemas de jurisdicción entre la Policía de la Ciudad y la Federal, llama la atención que personas con este aparente nivel de precariedad puedan llevar a cabo una acción de conmoción interna como un intento de magnicidio que no se concretó de milagro.
El atentado contra la vicepresidenta –y las inimaginables consecuencias de haberse concretado por lo que representa para millones de argentinos– por un grupo de personas que contó con equipos tecnológicos mediocres y un arma de la década del 70 debe encender todas las alarmas. Tengan o no una red de respaldo y financiación detrás.
El Estado y la política tienen que repensar cómo se relacionan con la seguridad interior y estas nuevas formas de radicalización que habilitó Internet. Pero antes debe ordenarse intra sistema para terminar con esta forma de convivencia demencial que construyó. El resto de las naciones observa este tipo de situaciones y las emplea para medir fortalezas y vulnerabilidades de países rivales, al igual que organizaciones criminales trasnacionales.
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