Explican sesudamente los libros de Derecho que nuestras Constituciones tienen cláusulas pétreas en lo que respecta a sus reformas. ¿Qué quiere decir esto? Que modificar una Constitución requiere una mayoría agravada de legisladores -superior a la común- que abra la puerta y habilite, entonces, a los convencionales constituyentes a introducir las reformas.
El motivo de todo este funcionamiento se centra en el hecho de evitar que las constituciones sean modificadas por necesidades políticas, siempre apalancadas en el corto plazo. Argentina tiene una historia constitucional muy particular, entremezclada con victorias, derrotas, luz, oscuridad y mucha sangre. Desde la denominada Revolución de Mayo en 1810, pasando por la Declaración de Independencia de 1816, y hasta 1853, no tuvimos nuestra Ley Fundamental, que tuvo que esperar hasta 1860 a que el país estuviera completo. El recorrido, a partir de ese momento, no fue estable, dado el destrato que a la Constitución Nacional le hicieron las dictaduras del siglo XX.
Finalmente, en 1994, nuestro país vivenció su reforma constitucional más reciente, que introdujo una miríada de novedades jurídicas que, hoy por hoy, son deuda en Santa Fe (cuya última reforma constitucional data del 14 de abril de 1962). Como botón de muestra de dichas deudas, recáigase en la ausencia absoluta de la figura de la autonomía municipal, harto requerida por la ciudad de Rosario desde hace más de veinte años.
Es por eso que las declaraciones y el empuje político del actual gobernador Miguel Lifschitz, cuyas gestiones se iniciaron públicamente en la Apertura de las Sesiones Ordinarias de la Legislatura Provincial, podrían ser interpretadas como positivas. No obstante, el reformar la Constitución entre 2017 y 2018 conllevaría la posibilidad de que el oficialismo provincial gobierne con una nueva Carta Magna, en la que algunas cláusulas pueden resultar hechas a medida. ¿Por qué? Porque nuestra vetusta y desactualizada Constitución Provincial tiene, todavía, algo muy bueno: no permite la reelección inmediata del gobernador bajo ningún concepto. La posibilidad de que esta cláusula se reforme nos resulta preocupante, toda vez que sostenemos la necesidad opuesta: la de no extender el límite de los mandatos a intendentes, presidentes de comunas y legisladores.
Entonces, ¿qué se propone? Creemos que lo más deseable es que la reforma se convoque en las postrimerías del 2019, cercano a las elecciones de fin de mandato, operando así como una suerte de velo de ignorancia que no permita saber fehacientemente a quién le tocará gobernar con la nueva Constitución Provincial. ¿Por qué? Porque si uno no sabe qué rol le va a tocar desempeñar, intentará que cualquier modificación sea lo más beneficiosa posible para todos los involucrados y evitará que los derechos de los ciudadanos se contaminen con la coyuntura política del momento.
Una Constitución tiene que ser pensada para que dure 100 años, no para que se acomode a las necesidades accidentales de la política actual. Una imagen lo ilustrará bien: cuando todos los que estamos discutiendo esta reforma hayamos dejado hace largo tiempo este mundo la Constitución probablemente siga en pie. La reforma sobrevivirá a los reformadores. Con eso en mente es que debemos plantear la nueva Constitución ¿Qué Constitución queremos dejar como legado? En un contexto en el que se suele despreciar el largo plazo por el corto plazo, no hay nada que sea de más largo plazo que una reforma constitucional. Con eso en vista hay que legislar: con la posteridad por delante.