Un presidente le habla al pueblo. “La casa está en orden y no hay sangre en la Argentina”, grita desde el balcón de la Casa Rosada. Lo aplaude la plaza de Mayo, el Monumento a la Bandera, la plaza principal de cada ciudad, de cada localidad, por más pequeña que sea. El país entero protagoniza una movilización histórica para defender un bien que considera lo suficientemente preciado como para ponerlo por encima de cualquier otro conflicto de intereses. La convicción colectiva garantiza el triunfo, aunque en ese momento algunos no lo ven –no lo vemos– como tal. El paso del tiempo modifica el punto de vista: ya pasaron 35 años del levantamiento militar de Semana Santa de 1987 y Argentina vive el período democrático más extenso de su historia. Pero hay un lado B: la casa no está en orden.
Levantamiento militar, movilización popular
En el 87, antes de que la asonada militar liderada por Aldo Rico planteara la amenaza de un golpe de Estado, la casa tampoco estaba en orden: el país vivía una fuerte crisis económica, con salarios que quedaban rezagados por la inflación, presión cambiaria, un endeudamiento externo condicionante y complejas negociaciones con los organismos multilaterales, entre ellos el Fondo Monetario Internacional (FMI). En ese contexto, el gobierno enfrentó a fin de enero el octavo paro general, que en este caso era además el primero de la CGT normalizada, y el presidente sostenía discusiones públicas con los medios. Tanto que una frase pronunciada en aquellos tiempos por Raúl Alfonsín termina de poner el moño de actualidad, de loop histórico al párrafo: “Yo soy respetuoso de la libertad de prensa pero les pido que lean el «Clarín» de hoy que parece que quisiera hacerle caer la fe y la confianza al pueblo argentino”, dijo el 13 de febrero del 87, disconforme por cómo el diario interpretaba los datos del Indec que anunciaban una baja del desempleo.
Todo eso quedó fuera de foco aquella Semana Santa, luego de que un militar de Córdoba, Ernesto “Nabo” Barreiro, se rebeló y no se presentó al juicio que afrontaba como imputado por ser responsable fundamental de las torturas y asesinatos cometidos en el centro clandestino de detención La Perla, acaso el más feroz de la provincia mediterránea.
El mayor del Ejército se amotinó en un cuartel con otros pares que se negaron a detenerlo y se desató un efecto dominó en otras dependencias castrenses del país, en una asonada que finalmente tuvo su epicentro fundamental en Campo de Mayo.
Allí se apostó el jueves 16 de abril, luego de viajar en avión desde Misiones, el teniente coronel Aldo Rico, un comando muy respetado por la tropa por su actuación en la guerra de Malvinas y sin acusaciones por terrorismo de Estado, quien resultó ser el líder del movimiento –bautizado como “carapintada” porque sus protagonistas se embetunaron los rostros como mensaje de que estaban dispuestos a dar combate– que reclamaba el fin de los juicios a los ejecutores de la represión ilegal durante la dictadura.
Sin celulares, sin internet, las noticias corrieron a otra velocidad que hoy. Pero corrieron. Alfonsín, que se había ido a descansar a una estancia cercana a su ciudad natal, Chascomús, viajó a Buenos Aires. La Casa Rosada se convirtió en un hervidero de dirigentes políticos, sindicales y también algún empresario que garantizaban un respaldo institucional inédito al poder constitucional. La calle, las calles, las plazas, las facultades, los sindicatos, los alrededores de Campo de Mayo fueron ocupadas por el pueblo, que salió a poner el cuerpo frente a la amenaza golpista.
Saúl Ubaldini, el secretario general de la CGT que encabezaba las protestas contra la política económica, fue a dar su apoyo al presidente. El titular del PJ, Antonio Cafiero, pidió que le armaran una oficina cercana al jefe del Estado radical y allí desplegó su actividad, en un mensaje claro: este no era un problema de un gobierno o de un partido. La tensión creció durante el viernes y el sábado. También la movilización popular.
Diputados radicales y peronistas corrieron juntos en autos a Campo de Mayo aquel domingo histórico de Pascuas en el que Alfonsín fue hasta el lugar a negociar una rendición de los sediciosos que los días anteriores su ministro de Defensa, Horacio Jaunarena, no había podido obtener. Los legisladores tuvieron una misión clave: contener a una multitud que se agolpaba sobre los alambrados del predio militar, desde donde los observaban amenazantes, armas en mano y con las caras pintadas, los efectivos sublevados, varios de ellos empastillados después de tres noches sin dormir. “El pueblo unido jamás será vencido”, les gritaban los manifestantes.
En la Plaza de Mayo, decenas de miles de personas esperaban los resultados de las negociaciones que llevaba adelante Alfonsín. Lo mismo pasaba en las plazas de todo el país. En Rosario, el Monumento a la Bandera se desbordó aquellos días, mientras en el Concejo Municipal se instaló la plana mayor de la política local, con el gobernador José María Vernet y los principales representantes de todos los partidos a la cabeza, y con una ausencia insólita: la del intendente Horacio Usandizaga, que prefirió no interrumpir su fin de semana largo de asados y descanso en Funes.
La escena dramática se completaba en el camino de Rosario a Buenos Aires, recorrido a paso de tortuga por las tropas comandadas por el titular del II Cuerpo del Ejército, el general Alais, que tenían la misión de reprimir a los rebeldes. La marcha de los pocos efectivos que aceptaron acompañar al ya fallecido jefe castrense, que se ralentizaba a medida que la gente más los alentaba a cumplir su misión, quedó grabada como símbolo de lo tragicómico en la historia argentina (situación a la que Alais contribuyó fuerte cuando consultado por un periodista sobre el tema, casi llegando a Campo de Mayo después de recorrer menos de 300 kilómetros en cuatro días, responde: “No estoy comunicativo, a partir de ahora estoy en combate”). Aunque tiene también valor de síntoma de lo que pasaba dentro de las Fuerzas Armadas: había enorme malestar y el germen golpista debía aún ser desactivado.
La rendición, la plaza y después
Alfonsín escuchó a Rico. Le dijo que no a una amnistía generalizada, pero puso sobre la mesa una convicción propia para la cual comprometió una solución política. A su criterio había tres niveles de responsabilidad en la represión que él mismo sintetizó en un libro que publicó en 2004, llamado “Memoria política”: “Los que habían dado las órdenes, los que la habían cumplido en un clima de horror y coerción, los que se habían excedido en el cumplimiento”. Ese fue el sustento ideológico de la hoy derogada ley de obediencia debida, y que según varias fuentes ya estaba en los planes del gobierno radical antes del levantamiento carapintada.
Al rato, el jefe del motín militar le comunicó que deponían su actitud. Mientras Alfonsín esperaba esa respuesta en una oficina de Campo de Mayo, un capitán del Ejército, Gustavo Breide Obeid, pidió hablar con él. “Señor presidente, comprenda usted nuestra situación. Nos llevaron a la guerra contra la subversión, convenciéndonos de que defendíamos a la sociedad contra una agresión. Tuvimos que librar así una lucha para la que no estábamos preparados, nos hicieron hacer cosas que nunca habríamos imaginado como militares, argumentando que defendíamos a nuestras familias. Nos llevaron a la guerra de Malvinas en pésimas condiciones materiales y sin planeamiento adecuado. Después de aguantar el frío, los bombardeos y la prisión inglesa, fuimos traídos de vuelta y escondidos como si fuéramos delincuentes. Después de eso no defendieron la dignidad del Ejército ni hicieron las reformas que pedíamos”, le dijo el militar sublevado, según cuenta Juan Robledo en su libro “Felices Pascuas-Breve historia de los carapintadas”.
El helicóptero parte de regreso hacia la Casa Rosada. El presidente llega, baja de la nave y va directo hacia el balcón, donde lo esperan sus funcionarios y representantes de otros partidos, como los peronistas Cafiero, Ramón Saadi y un jovencísimo José Luis Manzano. El presidente le dice al pueblo que los amotinados se rindieron, que algunos de ellos son héroes de Malvinas, y que vuelvan a sus casas, que besen a sus hijos, que la democracia y la libertad están aseguradas, que “la casa está en orden y no hay derramamiento de sangre en la Argentina” (*).
En ese mismo instante el frente monolítico que estaba desde el jueves movilizado empieza a resquebrajarse. Desde el balcón se escucha que un grupo de manifestantes le pasa factura al gobierno: “Esto pasa por el punto final”, canta en referencia a la ley sancionada en 1986 y que le puso un tope temporal a los juicios a los represores. “Alfonsín, Alfonsín”, tapa la más numerosa columna de la Juventud Radical (la escena la rescata una película documental que se llama "Esto no es un golpe", que se encuentra en la plataforma Cine.ar, y relata toda esta historia).
En junio, se sanciona la ley de obediencia debida que limita la responsabilidades judiciales por violaciones a los derechos humanos, salvo en caso de apropiación de niños, de coronel para arriba. Así, se normatizan los tres niveles de responsabilidad de los que hablaba Alfonsín. La primavera democrática llega a su fin.
El consenso de ayer, las grietas de hoy
Esa democracia, defendida en 1987 de manera eficaz por una movilización sin precedentes y una convocatoria política sin grietas, se acerca a los 40 años y no goza justamente de buena salud. Si bien no hay amenazas golpistas en puerta, atraviesa una nueva crisis sistémica porque sus ejecutores, sus dirigentes, no consiguen crear condiciones que mejoren la calidad de vida de la mayoría de las personas. Muchos de los problemas estructurales de hace 35 años, heredados del modelo económico de la dictadura, continúan hoy, agravados por decisiones propias y contextos internacionales desfavorables, más un deterioro social que se acentúa con el paso del tiempo.
En aquellos días, hubo, al decir del entonces legislador alfonsinista y ahora kirchnerista Leopoldo Moreau, una “consigna parteaguas” que relegó las diferencias, las tensiones normales de una sociedad en la que conviven intereses contrapuestos: “Democracia o dictadura”.
Y si bien es cierto que en ese domingo del felices pascuas alfonsinista muchos se fueron decepcionados porque esperaban más rigor con los militares amotinados y se encontraron a la vuelta de la esquina con la obediencia debida y unas cuadras más adelante, durante el menemismo, con los indultos, también lo es que la propia democracia que se garantizó aquel día bajo la conducción de Alfonsín encontró finalmente, en el siglo siguiente, la forma para cerrar el camino de la impunidad para los responsables del terrorismo de Estado.
El tiempo, ya se dijo, siempre amplía la perspectiva. Es la metáfora de la foto y la película.
La foto de hoy, con el frente militar ya cerrado, nos muestra una Argentina fragmentada, disociada, donde no parece haber ningún bien superior que ponga freno a las tensiones y ordene conflictos de intereses que por momentos son desenfrenados y mezquinos.
Claro, el consenso es fácil cuando las situaciones son tan claras como en la Semana Santa de 1987. Si la pelea es del bien (en ese caso una sociedad democrática que buscaba garantizar la libertad y la Justicia) contra el mal (insubordinados armados que buscaban, de mínima, imponer por la fuerza condiciones al diseño de esa sociedad democrática) alinear es simple.
Pero son otros tiempos, otra realidad. ¿Podrá encontrar la sociedad argentina del siglo XXI y su dirigencia una nueva bandera, un nuevo objetivo alrededor del cual aglutinar voluntades y construir acuerdos que superen no la grieta sino las grietas, en plural, que la resquebrajan?
En las últimas semanas se conoció que más de la mitad de los niños argentinos viven en hogares pobres, situación que seguramente hoy ya es más grave, con los índices de inflación conocidos el último miércoles. ¿Acaso abordar con claras políticas de Estado ese problema no podría ser el disparador de un nuevo “nunca más” que se ponga por encima de intereses sectoriales y particulares?
Felices pascuas
(*) Nota al pie/Disgresión personal: En el año 87 era estudiante de Comunicación Social y, conmovido por la insurrección militar y el riesgo de golpe de Estado, participé de las movilizaciones y de la toma de facultades de aquella Semana Santa en defensa de la democracia. No me simpatizaba el gobierno radical. Uno de mis cantos preferidos de la época era: “Ya todos saben que Alfonsín no tiene bolas, son dos tapitas de Coca Cola”. Para la producción de este artículo sumé lecturas y me conmovió particularmente un artículo publicado por Sandra Russo el 4 de abril de 2009 en Página 12, en el que abordaba como una injusticia histórica que “la casa está en orden” fuera la frase de Alfonsín que “le cayera a su figura pública como un poncho, como una red, como un yeso”, cuando en realidad le falta una parte al textual del ex presidente: “... y no hay sangre en la Argentina”. Vale la pena transcribir el último párrafo de la nota de Sandra Russo sobre aquella frase: “La memoria colectiva recortó el final. Pero yo escucho sobre todo ese final. Quizá sea que se murió. La muerte no debe canonizar a nadie, pero es inevitable pasar en limpio, poner en foco. Yo escucho «... y no hay sangre en la Argentina», porque son palabras importantes. No se puede saber qué habría pasado si las cosas hubieran sido otras, pero algo es completamente cierto: Alfonsín nunca fue un líder revolucionario, y esta sociedad jamás podría haber tenido uno. No estamos llamados a esos cambios bruscos, sino al lento fluir de un sistema que nos evita el derramamiento de sangre. Alfonsín enfrentó aquel terrible dilema de los carapintada atrincherados y la multitud en la Plaza con su confeso y nítido punto de vista radical. Optó por asegurarse la continuidad de un sistema que ahora se encarga de esos juicios. Sería justo que de ahora en adelante recordáramos, al menos, la frase completa”.
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