Que los narcos van a matar a cualquiera que circule por un barrio determinado si no aparece un cargamento de droga que les robaron, que en toda una zona de la ciudad los delincuentes imponen su ley y decretaron un “toque de queda” así que nada de salir de casa después de las 22, que lo mismo va a pasar en una localidad vecina.
El terror circula por Whatsapp y se corporiza en la vida cotidiana de los rosarinos. Las habitantes de los barrios supuestamente amenazados efectivamente vacían las calles cuando la luz del sol se apaga.
La ola expansiva va más allá. Alguien que tiene que cargar nafta pasa a la noche por una estación de servicio cercana a su casa decide seguir de largo: mejor hacerlo de día, por las dudas. Un grupo de mujeres que programa un desayuno de domingo en un bar frente al río, en zona norte, se pregunta si no se pondrán en riesgo frente a los rumores que sostiene que está dentro del área amenazada.
El miedo no es zonzo. La operación de terrorismo urbano de la que Rosario es víctima tampoco. Los audios deliberadamente viralizados, los videos de crímenes que ocurrieron hace mucho pero que se presentan como actuales, los reclamos a los medios porque “ocultan” en lugar de difundir estos mensajes sin autores identificados ni bases ciertas, se montan sobre una realidad innegable: el fracaso del Estado en su tarea de proteger a los ciudadanos y combatir el delito, su ausencia en aquellos lugares donde efectivamente el narco impone su ley a sangre y fuego, la cultura de la violencia que nos atraviesa como sociedad a partir de su naturalización como forma para dirimir cualquier diferencia.
Para decirlo simple. Si ya mataron a 122 personas en lo que va del año, ¿por qué no creer que hubo otro doble crimen? No fue anoche, pero puede ser mañana. Si ya balearon estaciones de servicio, ¿por qué no temer cuando voy a cargar nafta? Si los narcos corren todo los días cualquier límite imaginable. Si ya mataron a chicos en la puerta de quioscos, a abuelas que jugaban con sus nietas en la plaza, a mujeres que esperaban sentadas en la parada de colectivos. Si balearon escuelas, supermercados, edificios del Estado. ¿Por qué no sentir tal desamparo como para creer verosímil cualquier tipo de amenaza?
Eso es lo verdaderamente siniestro: el contexto real sobre el que se montan los mensajes falsos. Que no es casual que se conviertan en una verdadera ola aterrorizante en plena campaña electoral. Con la palabra de la política y de las instituciones devaluadas por los eslóganes vacíos y las promesas incumplidas, el negocio es producir daño y miedo.
El miedo separa, resquebraja el tejido social. Nos aleja del otro al ponerlo en un lugar de sospecha. Es padre del odio. Cualquier noción de comunidad es inviable cuando se impone el terror. Porque desestabiliza.
Y, a la vez, no se puede tapar el sol con las manos. La realidad es angustiante. La crisis que atravesamos solo parece agravarse y no hay horizonte de salida a la vista. El clima que genera la ola de mensajes de esta semana, cuya usina aún es desconocida, solo ayuda a alejar las soluciones, pues alimenta un círculo vicioso en el que estamos inmersos desde hace tiempo: el de la fragmentación social.