“Al final del camino de piedras, justo antes del precipicio, el jardín desborda como una ola inesperada. Detrás de su diseño caprichoso se impone un cielo azul brotado de nubes blancas. Asusta lo inquietante del barranco bajo el que parece estar el mundo entero. Los rosales se encadenan sin pausa. Hacia los bordes crecen los pensamientos”. Así empieza El tercer paraíso (Premio Alfaguara), la primera novela del periodista y escritor, director de Revista Anfibia y fundador de Cosecha roja, Cristian Alarcón. Cronista y maestro de cronistas.
Junto con Leila Guerriero y Martín Caparrós es uno de los grandes exponentes de la crónica latinoamericana, todo un género en sí mismo, sobre el que a veces discute por lo barroco, en contraposición a la no ficción norteamericana.
Es ahí que se identifica con José Lezama Lima y Pedro Lemebel. Es nieta de uno e hija del otro. Sin embargo, su pluma es única e inició ahora una nueva etapa de ficción. Por ahora, lejos del hampa y bunkers narco, donde por mucho tiempo se movió para sus investigaciones. Los cambió por espuelas de caballero, lirios, margaritas, narcisos, la ceremonia de plantar.
A continuación, la entrevista completa, pero recordá que la podés escuchar escuchar completa también en versión Podcast.
–Nuevo rol tuyo, si se quiere, de novelista, ¿cambió en algo, el Cristian escritor de no ficción con el Cristian novelista?
–Pasó mucho tiempo desde la publicación de mi último libro de no ficción (Un mar de castillos peronistas, 2013). “Soy lento escribiendo libros”, dice el narrador de El tercer paraíso en algún momento. Cambiaron muchísimas cosas, pasó una década, cambiamos todos y nos pasó la peste por encima. Vimos la muerte de cerca, estuvimos de algún modo ante el abismo de la soledad, debimos reconstruir nuestros círculos afectivos más cercanos, tuvimos que volver a mirar al interior de nuestra familia.
Y bueno, a mí me pasó esta experiencia que de algún modo se vuelca en El tercer paraíso que es encontrarme con eso otro, en lo no humano, lo mineral, lo vegetal, lo animal, por primera vez. Aunque sabía yo desde muy niño que allí había algún tipo de verdad. Encontré este camino insondable al principio, infinito después, laberíntico también, del vínculo con la naturaleza.
–¿Tuviste que aprender algo de botánica o eran cosas que ya sabías de antes y los volcaste en El tercer paraíso?
–Mi aprendizaje fue un aprendizaje muy ad hoc, muy dedicado digamos al alimento que necesitaba la novela, que era un narrador que se adentra en la creación de un jardín en las afueras de la ciudad de Buenos Aires como una especie de homenaje a su abuela, una campesina que cultivaba flores sobre todo dalias en el sur de Chile.
Mucha gente cree que soy un gran jardinero, lo cierto es que no, que tengo un gran jardín y una paisajista, y una cantidad de asesores botánicos. Pero mi expertise fue más por el lado de la filosofía contemporánea, vinculando la cuestión de la extinción con la botánica, y por otro lado en un aprendizaje sobre las especies, sobre la genealogía de la botánica desde los griegos hasta Gilles Clément, que de algún modo con su Manifiesto del tercer paisaje le da título a El tercer paraíso. Sobre cuestiones muy universales como la relación entre luz, agua, aire. Comprender las lógicas de la naturaleza más que eso que tienen las personas de pulgar verde, el que tiene buena mano para las plantas. No estaría haciendo mi caso, hay cosas que me salen bien, hay cosas que me salen mal. Hay cosas que emprendo solo y hay algunas en las que no, me declaro absolutamente novato aún después de la novela.
–En esta novela, hay una mirada hacia adentro, a tus propios vínculos... ¿Cómo fue construir esos personajes que tienen algo de tu propia familia, pero a la vez son otra cosa?
–Cuando uno se aleja del personaje real para emprender la reescritura literaria de ese personaje, tiene en cuenta algunos rasgos de personalidad que son fundamentales. En el caso de Nadia, por ejemplo, su altivez. Nadia es un personaje inspirado en mi madre.
Mi madre es una mujer que vive en el sur de la Argentina y que iba a leer la novela, así que era difícil olvidarme y sustraerme de esa mirada posterior, de esa reacción, que todavía está ocurriendo, por cierto. Pero yo no tuve miedo de calar hondo en cada uno, en ella, en Alba, que está inspirada en la abuela; en Elías, el abuelo; en Pedro, en el propio niño que está inspirado en el niño que fui.
Y fui, no diría exagerando, sino subrayando, contorneando como una escultura, como el escultor ante un borde que quiere resaltar porque necesita un determinado volumen. Y no es un retrato, definitivamente está muy lejos del retrato. Es más un Picasso que un Miguel Ángel. No hay perfección en estos personajes, son personajes cubistas en donde estallan los caracteres y sus emociones y sus padeceres, sus sentires y sus dolores de modo muy singular, y lejos, quizás muy lejos de lo que pudo haber sido real. El pacto de lectura de la novela te permite esta aventura de avanzar hacia incluso lo onírico por momentos. La novela se permite trabajar con los sueños.
El otro día me preguntaban por los sueños y yo realmente no recuerdo si lo soñé o no: tuve una conversación con mi gurú espiritual. El más sabio de los hombres que conozco me dio una serie de lecciones sobre la distinción entre sueño y realidad. Lo soñado y lo creado en la visión holística hinduista no estaría dejando de ser lo mismo: lo soñado y lo creado como algo que uno no puede distinguir, me parece una idea feliz para definir la creación en el caso de esta novela.
–¿Qué cambia a esta altura de tu carrera el premio Alfaguara de novela?
–Una conciencia de la industria editorial porque te convertis en un engranaje de esa industria y tenés que circular sin parar por una serie de ciudades y países hablando permanentemente de tu texto y de la creación de tu texto. Eso se vuelve un poco tedioso para algunos escritores, que lo han ganado, o escritoras. Ha sido insoportable y han abandonado en la mitad de la gira, se han vuelto a acurrucar en sus camas y por momentos te da muchas ganas de hacer eso.
Ya tengo 51 años y siempre me gustó viajar y siempre viajé, no es novedad para mí. Yo en algún momento tuve que parar también con las giras que hacía como cronista y como maestro de cronistas porque era demasiado.
Porque el viaje castiga mucho el cuerpo y no estar en tu vida cotidiana o ausentarte de tus afectos o ausentarte de tu rutina, yo tuve que desligarme absolutamente de mi jardín. En principio de mi hijo no, porque viajó conmigo los primeros viajes, pero ahora me cuesta dejarlo. Dirijo una revista, dirijo un grupo de periodistas. Estamos abriendo cosas en otros países... tengo una vida y esa vida está muy, muy trastocada por el premio.
Ahora, la conciencia también es la conciencia de una circulación internacional, de la diferencia de caracteres que tienen cada uno de los países, de cómo van cambiando los lectores en esta América Latina que parece ser que está muy vinculada. En cada país uno va encontrando lo andino, lo caribeño, lo pampeano, estos caracteres que surgen también de la geografía y luego uno entiende cómo es distinto, sentarse a hablar ante lectores de México, ante lectores de Colombia, de España, del sur de Chile y de la Argentina.
Y es un aprendizaje infinito porque realmente ahí vos estás desnudo con tu obra, con tu texto, escuchando las devoluciones. Me gustan mucho los encuentros con los lectores, por eso me resonaba muy bien lo del Club de Lectura.
Creo que hay espacios nuevos de compartir, de unos lectores nuevos también que abandonan la pretensión del lector avezado, del lector hipercrítico, y tienen una entrega distinta. Y también son muy espontáneos en la crítica, de modo que el premio te convierte en un sujeto más consciente de ese entorno literario, de lo que significa esta industria que es también la literatura.
–Sos maestro de cronistas, ¿quiénes son tus maestros en la literatura de no ficción?
–Es muy ecléctica mi formación como lector porque yo al principio solo leía latinoamericanos, así que toda mi adolescencia es el boom latinoamericano. Yo creo que de todos ellos, José Donoso fue el que más me marcó porque lo leí muy tempranamente, incluso sin comprenderlo. Yo leí dos o tres veces El obceno pájaro de la noche, El jardín de al lado, su libro sobre el exilio, pero sobre todo, El lugar sin límites, como la novela, quizás más importante para mí, de Chile de aquellos años y que planteaba y plantaba bandera antes que los grandes cronistas y escritores de lo queer, de una sexualidad disidente en el medio de la opresión de un pueblo que tiene mucho de parecido al pueblo que yo pinto en esta novela.
Después vino la lectura de lo universal y en algún momento me di cuenta de que no había pasado por determinados países y que tenía que meterme con los rusos y con los ingleses y con los románticos ingleses y con los franceses.
Pero el gran, gran descubrimiento para mí estuvo en el sur de los Estados Unidos, Erskine Caldwell fue quizás mi último gran descubrimiento con El camino del tabaco, pero antes fue (William) Faulkner y fue Carson McCullers, y fue Flannery O'connor y otros autores que lo que hacen es quizás una narrativa que yo creo que tiene todo que ver con la crónica latinoamericana, con cierta crónica latinoamericana, que romantiza menos que lo latinoamericano.
Para mí ha sido una batalla siempre tratar de alejarme del barroco que me habita. Me siento como una nieta marica de Lezama Lima y una hija trola de Pedro Lemebel, entonces en esa identidad uno trata de pulir la búsqueda de un lenguaje... no sé si la palabra es más austero o más masculino, porque hasta ahora... qué difícil es usar la palabra masculino, pero me gustó usarla. Más seco, más hosco, menos lúbrico. Y esa ha sido la pelea, quizás en El tercer paraíso lo que me termina de ocurrir es que encuentro un tono que ya no depende de mi voluntad estilística, sino que está más vinculado a la idea de la estructura de una novela y cómo gobierna una estructura un texto y cómo demanda un uso específico del lenguaje. En este caso, un ahorro y en algunos casos también esto otro que es una especie de avalancha, de sismo que ocurre en algunas escenas donde dejo que se prenda esta cierta potencia ígnea del texto y que avance como de un modo irrefrenable en la creación de sensaciones que voy trabajando dentro del lector para que el lector pueda sentirse allí.
Y vivir con el narrador aquello que hasta que lo está leyendo, era un absoluto secreto.
–¿Qué es lo que hace que un periodista de una redacción se convierta en algo más? Leila Guerriero nos dijo que era mostrar lo imprevisible...
–Ahora todos mis alumnos de crónica me van a odiar y me van a decir que los engañé toda la vida, pero la verdad es que conozco pocos narradores que hayan persistido, que no se hayan sentido o querido ser escritores o poetas antes de ser periodistas.
Leila Guerriero que es mi amiga y la amo, comenzó mandando un texto desde su pueblo Junín a Página 12 que fue leído por (Jorge) Lanata creo y la publican, no hizo una investigación, no cubrió una noticia, nunca le importó y no le importa. Y está bien.
La condición periodística, la verdad, es un sayo que te ponen porque hay que encasillarte de algún modo. Yo nunca me sentí menos o más escritor por ser periodista porque yo quise ser escritor desde que tenía 14 años. O sea, escribí mis primeras obras de teatro entre los 14 y los 18. Después negocié estudiar periodismo porque necesitaba trabajar, esto era igual en el siglo XIX.
Es un trabajo el periodismo, un trabajo por el que nos pagan muy mal, pero es un trabajo. Entonces, para que te des una idea, cuando yo entré en Página 12, con todo lo bien que me había ido... porque me gané la beca Clarín y en aquella época del año '94, '95, ganarte la beca Clarín era todo, porque Clarín primero que no era el infierno que es ahora, era un lugar donde estaba bueno trabajar y los mejores periodistas estaban ahí.
Yo aprendí mucho en Clarín, conocí gente increíble dentro de la redacción que además vio en mí algún talento y me ungió y me permitió incluso, siendo becario, escribir. Y después entré en Página 12, pero yo en ese momento lo único que quería era terminar de leer lo que no había leído, tener tiempo para terminar mis novelas decimonónicas que me resultaban una carga en la espalda porque no las había leído, conocer la ciudad ser ciudadano, ser ciudadano metropolitano que no me lo había podido permitir porque venía de La Plata, entonces yo era un personaje de Manhattan transfer (John Dos Passos) en Buenos Aires. O sea, buscaba en la realidad de la literatura. Comenzaban mis primeros escarceos con varones y tenía mi novelita juvenil que escribía paso a paso detrás de una 286 de Página 12 siguiendo el ejemplo de Soriano que hacía lo mismo escondiéndose detrás de la Remington en la redacción de los diarios de los '70, de La Opinión. Dicen que Soriano no quería saber nada con ser periodista.
Y yo me escondía para que no me lloviera una nota. Escribía mi novelita que perdí después porque esa máquina se la llevaron y un día no existió más. Pero la voluntad de ser escritor yo creo que la tuviste, entonces después, se trata de alimentarlo. Pasa que es muy difícil siendo periodista alimentarlo, porque el periodismo te saca el tiempo, hasta la última gota. Antes te lo sacaba porque yo tenía una voracidad que para escribir Cuando me muerta trabajaba 14 horas por día porque me iba a la villa a la mañana y después, cuando salía me iba al diario y salía a las 23 y después me iba de joda. Dormía cinco horas por día. Pero bueno, la maravillosa juventud.
Ahora (los escritores/periodistas) tienen que trabajar en tres, cuatro lugares. No queda tiempo para leer, entonces si vos no hacés un esfuerzo por generarte tiempo para ser escritor leyendo, difícilmente vas a poder volverte escritor escribiendo.
Ahora también es cierto que puede defenderse la literatura en el cotidiano y yo lo hice en Página 12. Hay un proyecto de ahora publicar toda mi obra periodística, que me da pánico porque imagínate que vos vas a leer lo que escribiste a los 25 años seguramente era pésimo, pero no deja de ser bonita la idea de ver toda la producción como una obra. Yo tenía una ambición tan fuerte por distinguirme con mi estilo que todo lo que escribía, así fuera un Pirulo, chiquito, así de diez líneas, algo de literatura trataba de que tuviera.
–Dijiste que estabas peleado con la crónica, ¿cuáles son los límites de la crónica latinoamericana hoy?
–Yo vengo trabajando con la performance hace ya más de cinco años y eso fue parte de una performance que montamos con las chicas que organizaban el Festival basado en hechos reales en el CCK. En su primera edición hubo un debate muy divertido para mí con Leila Guerriero, justamente que se llamaba duelo de cronistas, entonces yo allí fui dispuesto. Le dije “agarrate porque acá tenemos que hacer de antagonistas, basta de hacernos los amigos”.
Fue muy hermosa y hay una foto que estamos entrando los dos, estaba lleno, había, no sé 600 personas en el Salón Dorado, y la gente no había entrado y entonces todos los jóvenes que habían venido de muchas provincias, de otras ciudades, sentados en el piso, en el hall gigantesco con esos techos y grandes pantallas gigantes reproduciendo lo que iba a ocurrir adentro... Y con Leila quedamos los dos como ¿qué es esto? Y yo le decía “Somos Patti Smith y Roberto Maplethorpe, boluda”.
Y entonces estamos entrando los dos ella con su campera de cuero, yo estaba también lookeado en negro y hay una foto que estamos pasando como dos divas del rock and roll, muy gracioso. Y luego entramos, el pobre Ezequiel Martínez, que ahora dirige la Feria del Libro, coordinaba esa mesa y no sabía qué decir porque yo lo que hacía era pullarla, pullarla y pullarla todo el tiempo, provocándola y diciéndole que no veía dónde estaban los nuevos cronistas, que me dijera después de todos estos años de talleres, dónde está la nueva generación de la crónica latinoamericana, porque nos estábamos volviendo viejas y no la estaba viendo.
Imaginate que yo formé, por lo menos dos o tres generaciones de cronistas argentinos y algunos latinoamericanos también. Sé que los míos han publicado libros, porque yo tengo una colección donde se publicaban esos libros y porque los he mandado con otros editores a publicarlo y algunos de ellos siguen publicando, pero yo la acusaba un poco de no tener hijos. Decía, “Bueno, a ver ¿dónde están los pibitos?”.
Y ahí dije “¡Basta con este verso, vamos a enterrar la crónica! Y es ahora que la estamos enterrando”. Entonces hice como una especie de ceremonia chamánica de entierro de la crónica, pero fue una performance que trataba de decir lo siguiente: creo que sí, el género llegó a sus límites estilísticos, que se encerró en una vida muy endogámica, producto de que los circuitos son muy pequeños y que a nivel latinoamericano la escena fue copada por mis amigos de la Fundación García Márquez, y que los maestros de la Fundación García Márquez eran unos señores que fueron creciendo –ya eran señores, cuando comenzaron, quizá fui el primer alumno que se convirtió en maestro hace unos 15 años–, con lo cual yo ya también soy un señorón, y la renovación no terminó de producirse, a pesar de un premio prestigiante.
Y yo creo que ahí la crónica entra en esa ambivalencia que la hace quedarse más del lado del periodismo, que de la literatura. Entonces, tiene como una serie de obligaciones: porque entonces la crónica tiene que ser chonga, y tiene que ser masculina, y tiene que ser binaria; y si es muy sentimental, está mal; y si experimenta con el lenguaje, entonces no termina de ser periodismo.
Transa, que es un libro de voces, tiene voces inventadas. No inventadas, porque yo pasé seis años con los narcos. Pero eso, para un periodista con una visión clásica de la crónica, es decir, con una visión aglosajona de la crónica es insoportable y es considerado... Jonn Anderson me dijo una vez “eres un impostor”. ¿Con todo lo que yo lo quiero a John! Por Transa. Yo pongo en la mesa mi texto Transa, que ponga él en la mesa su texto sobre Río de Janeiro y su vida en las favelas, después conversamos sobre qué es lo uno y qué es lo otro.
Definitivamente la crónica latinoamericana es más literatura porque nace en los grandes periódicos del siglo XIX, dando cuenta de lo real desde la poesía modernista. Por eso, para nosotros las fronteras son mucho más lábiles. Nosotros somos la frontera, somos quienes vivimos y habitamos la frontera. No nos resulta desconocida, no es aquello que está en la lontananza, es el lugar donde estamos. ¡Me planteás el tema y me hace enganchar! –Nos hizo cambiar el diseño que teníamos, que era un diseño que todo el mundo amaba y que después pasó a imitar medio mundo también, con esa gran tapa y esas imágenes importantes, y ese blanco alrededor para darle aire a la posibilidad de la lectura incluso en el celular y no era suficiente. Así que tenemos un diseño que acompaña de otro modo la lectura, que te permite dejar y volver porque tenés grandes destacados en el medio. Está muy pensado el modo en que intervienen las imágenes, el juego entre las imágenes y el texto. Está repensada la tipografía, la combinación cromática. Hay una cantidad de pequeños detalles, que por supuesto son imperceptibles en una primera mirada, pero nos llevaron más de dos años. Fue un rediseño muy complejo. El tema del diseño es fundamental. En Rosario, nosotros hicimos el rediseño con Ezequiel Black, que es es un genio y un artista además, el rediseño de El Ciudadano y ahí vas a ver... Bueno, no trabajé con Rosario3, cuando quieran les hacemos el rediseño. Lo hicimos con los compañeros del diario cooperativa y fue hermoso porque también se puede hacer con un diario. A mi me gusta mucho trabajar con el arte y con los diseñadores, es lo único que no termino nunca de soltar el control. Todavía me muestran algunos flyers porque saben que voy a decir “¡esto no sirve! ¡es horrible!”. Tengo una obsesión por lo visual desde siempre. Así como quise ser escritor, quise ser curador de arte cuando tenía 19, entonces mi relación con el arte es muy intensa. Luego, no se puede ofrecer solo crónicas. Nosotros ofrecemos crónicas. Hay un éxito impresionante de nuestras web stories, que fue un acuerdo con Google, que hizo Google con muchos medios para financiar la experiencia de la web stories, y ahora hay directamente textos nuestros, por ejemplo, las críticas de series, directamente son leídos en las webstories. Pero donde no resignamos profundidad, ni estilo y mucho menos estética. Julia Mengolini me decía en una entrevista de Futuro Rock, “¿por qué es todo tan lindo? Todo lo que hacés es hermoso”. Y bueno, trabajamos un montón. Es caro, es caro. Ese es un problema: es caro porque es mucha gente, muchos artistas, muchos colaboradores. Además todo vence porque como son colaboraciones, llamás a un artista, te publica tres veces y ya empezó a publicar en La Nación, en Clarín, no se que, lo ve todo el mundo, lo llaman las agencias, a los cuatro meses no te manda más obra porque ya está en otra. Entonces, es un trabajo de renovación del staff permanente. Lo mismo nos pasó con los cornistas: nuestros cronistas se fueron al Diario AR a escribir por la mitad del dinero, textos de un cuarto de tamaño. Allá ellos. Me toca salir a buscar nuevos, formarlos, editarlos, tocarles los textos, pelearme por los títulos, que se acostumbren al método de edición. Por eso tambiñen hay algo de la renovación permanente. Y después tenés las redes sociales. También hay una presión por Instagram, nuestros posteos, nuestros videos, hilos de tuits. Todo está pensado para que la narrativa habite en múltiples planos y no te llegue solo por la crónica. Si yo me tengo que guiar por el que me termina de leer la crónica, me tengo que pegar un tiro, tengo que cerrar la revista, digo “basta, no existe más el lector”. Mentira, son múltiples, algunos la leen toda, otros la mitad, otros el final. La literatura es igual, ¿quién lee todo un libro? La gente miente, la gente no termina los libros. Leen los tres primeros capítulos, se quedan dormidos, se van a ver una serie, y después le cuentan a todos sus amigos “¡qué interesante el libro!”. Yo no le creo a nadie, entonces no me puedo amargar, por eso. –“¿Porque... no hay algo de tu novela que se emparenta con Macbeth?”. Y vos decís, no leyó Macbeth. ¡Es televisión y le están diciendo por la chicharra cualquiera! Es hermoso, somos ficción en ese sentido. Todos nos investimos de lo que nos gustaría ser y no está mal, o sea, no necesariamente tenemos que ser todo. Es imposible, seríamos monstruosos. Y ahí con nuestra falta, vamos tratando de zafar, para seducir gente, en general. –Ahora estoy con el libro de Jaime Rodríguez que me entusiasma muchísimo el español, que lo quiero publicar. No quiero spoilear demasiado porque tengo que venderlo a la editorial que quiero que la publique, pero es es una obra de una intimidad profunda sobre la sobre la masculinidad contemporánea. Estoy metiéndome en esos temas por momentos. Por momentos me dan ganas de escribir una distopía, por momentos tengo ganas de escribir un manifiesto sobre la masculinidad después de lo no binario. ¿Qué más estoy leyendo? el libro de Virginia Cano (Po/éticas afectivas. Apuntes para una reeducación sentimental) que acaba de salir, que bueno que es también como un insumo más teórico. Siempre estoy como entre una cosa y la otra. Cuando comienza a Cosecha edito todo yo; cuando comienza Anfibia, edito con mis editores y mis editores eran mis alumnos... Martín Ale que es el gran editor sobre todo de textos de Sociedad y Política, que dejó su marca en su paso importantísimo por Anfibia. Luego se nos fue como gerente de Comunicación de la Unsam y ha transformado las narrativas de la Unsam. Junto a mi hermano, Andrés Alarcón, han hecho un trabajo que ha convertido a la Universidad de San Martín en un hit absoluto. Los alumnos de la Universidad aman su universidad porque han logrado empatizar a través de las redes sociales de un modo increíble. Editábamos juntos, y claro nos habíamos criado junts, yo como maestro y él como alumno. Y dejó de escribir Martín, habiendo sido la voz más singular de todos los alumnos que pasaron por mi taller que fueron cientos. Pero el que abraza la tarea del editor es de una generosidad increíble, es una tarea de una enorme generosidad, ser implacable y ser amoroso al mismo tiempo que es el método de algún modo con el que yo siempre trabajé. No hay ningún texto perfecto, no existe el texto perfecto, pero tampoco existe el texto imposible para nosotros. Vos podés traer algo que no tiene pies ni cabeza, algo cuyos verbos están totalmente mal escritos, donde no hay concordancia, donde faltan conectores, donde sobran los adjetivos, y el editor sabrá ver el diamante en bruto que hay en ese texto y dónde está esa frase que es la que te va a dar el tono para toda tu narración. Y cómo es la voz narrativa que vas a construir y cómo empieza a jugarse con las palabras hasta encontrar un modo de ser y estar, y un modo de la acción y cómo se aprende en el camino el peso de las palabras. Y ese trabajo entre matemático y poético que es el trabajo con el lenguaje, es una tarea del editor infinitamente placentera. Yo lo hice durante un tiempo hasta que me fui convirtiendo cada vez más en director porque tuve alguien, no recuerdo nunca quién, me dijo cuidado con entregarte a la tarea del director que es editor, redactor, Community Manager... porque acá ha habido con el proceso de deterioro de nuestro trabajo, el abuso dentro de las redacciones para que una persona encarne cinco roles. Entonces, si yo lo hubiera permitido, quizás Anfibia hubiera sido mucho más pequeña, no hubiera tenido un director de arte, un segundo, un tercero, 400 colaboradores, personas de redes, personas de producción... O sea, somos un equipo que tiene roles muy distintos dentro del equipo por más de que hemos sido pequeños, ahora somos más grandes porque con Cronos nos permitimos crecer porque tenemos la posibilidad de conseguir financiamientos internacionales que nos permiten delirar con proyectos de otro orden. Yo quise ser director y un director define la línea estratégica, supervisa que todo tenga un nivel de calidad, es el sommelier de una revista. Yo puedo probarlo todo y decir “mmm, esta agua no es de Suiza, no es Evian, me engañaron. ¡Quiero mi Evian, me metieron un Sierra de los Padres!”. La calidad de algo en periodismo, no se puede juzgar solamente por “el texto”. Yo detesto esa mirada finisecular, careta, de lo que está perfecto. ¡Es periodismo! O sea, a veces está muy bueno, otras veces está bueno. No puede estar más o menos en Anfibia, tiene un estandar de calidad muy alto. Pero ya el músculo de los editores está muy entrenado y los colaboradores son muy agradecidos de ese trabajo y se van metiendo de tal modo en las lógicas de producción, que el que lo consigue obviamente ya no sufre. Sufrís las primeras veces. –Anita Cheín, que es una académica tucumana, que trabaja de un modo formidable el género de la crónica y organiza ese maravilloso Congreso que hacen con los salteños todos los años en el norte argentino, y que es cada vez más masivo, y un éxito, y al que han ido mis este anfibios más de una vez. Yo no fui nunca, me invitaba este año y yo voy a estar no sé dónde, pero no en el país. Le dije el año que viene voy por las provincias a caballo como la Lore Vega en Las cautivas. Y entonces me dice que va a publicar un texto mío que se llama algo así como “Arrodillesé, señor diputado”. Es un texto que es casi lo único que publiqué de mi larguísima investigación de seis años sobre los guerrilleros chilenos del Movimiento de Izquierda revolucionario que intentaron derrocar a Pinochet en 1981 y la mayoría de ellos fueron fusilados, asesinados en la montaña, perseguidos por 2 mil militares y perros hambrientos durante meses. Yo tengo toda esa historia aquí, en el piso superior de este edificio de San Cristóbal, en varias cajas: expedientes judiciales, cientos de entrevistas... Seis años, 18 viajes. Escribí tres capítulos de ese libro: el primer capítulo de ese libro es casi al final exacto de mi novela. Fue regurgitado, fue reutilizado. ¿Qué haré con eso? Definitivamente hoy te diría: no haría una crónica. Solo mi cabeza funciona pensando: ¿elijo a los soldados que los perseguían, que eran jóvenes de 18 años entrenados para matar después de haber sido campesinos y sin conocer ni siquiera una ciudad, eran comandos antiguerrilla? ¿Eñijos las escenas de Cuba donde otros jóvenes campesinos, que habían vivido en Oslo, en Amsterdam, después de haber vivido solo en un pueblo de mil habitantes en el sur de Chile, fueron entrenados en Cuba durante un año? ¿Elijo las escenas de Cuba? No volvería a escribir la novela rusa que era ese libro porque mi ambición periodística bajó. No me emociona la idea de dar cuenta del todo. Ese libro eera un libro de 600 páginas que empezaba con el '68 y el Che Guevara, y terminaba en el 81 para después volver a los hijos que estaban en la actualidad. No tengo esa ambición totalizante que tuve con Transas, por ejemplo. Transas es un libro donde tenés 13 capítulos que te encierran como 18 años de enfrentamientos narcos. De modo que creo que estoy más para la experimentación, un tiempo más por lo menos. En algún momento volverá ese ímpetu que tuvo en mí la crónica y va a ser con alguna historia que no voy a poder dejar de contar. No sé si con las que tengo este prescritas en mi cabeza. Esas me parece que las voy a usar para mentir de lo lindo.–Hablando de lo que pasa con la crónica y con los tiempos de ahora, Anfibia tiene textos muy largos, ¿cómo sostener eso hoy en día donde la gente lee todo corto?
–Nos ha pasado en el Club de Lectura que dicen que han leído el Ulises de James Joyce y después confiesan que no...
–Nos gusta decir que leemos pero no el trabajo de leer, parece. ¿Qué estás leyendo vos ahora?
–Quiero llevarte a tu rol de editor, una figura sumamemente importante en cualquier texto, pero invisible. ¿Cuál es el mayor desafío que encontrás al intervenir el trabajo de otro?
–Yo fui muy editor en un momento de transición, entre mi condición de redactor. Yo fui redactor de trinchera, me negué a ser editor en los periódicos, en los diarios, nunca acepté un puesto de editor, pero ofrecieron varias veces pude haber sido el editor de Soy y finalmente no quise, del suplemento gay de Página. En TXT era hermoso porque para robarme de Página, en épocas en que el periodismo había dinero todavía, tuvieron que duplicarme o más el sueldo. Llevarme de Página era carísimo, entonces los O'Donnell me nombraron editor de Especiales y yo tenía un escritorio gigante de editor en el centro de la redacción, pero yo nunca edité un texto. Solo me pagaban como editor para que yo escribiera, era precioso, creo que fue el mejor momento de mi carrera. ¿Por qué no quería ser editor? Porque yo veía que mis compañeros editores no escribían y no escribían más y desaparecían de la escena. Y yo todo lo que quería era escribir, nunca quise otra cosa.
También puedo decir: “Es un Sierra de los Padres, pero sabés como pasa, como piña. Y pegó en las redes y tiene otros...”.
–¿Vas a volver a la no ficción o te entusiasmaste con la ficción?