Una bala inglesa silba en el oído de Pedro y milagrosamente no da en el blanco. Con solo 17 años es la primera, pero no la última vez que su vida penderá de un hilo. Su batallón continúa el asedio con todas las fuerzas, tal lo ordenado por Napoleón. Pero los cañones franceses no hacen pie en el barro.
Había llovido la noche anterior en Waterloo.
“Si obedecen mis órdenes, esta noche dormiremos en Bruselas”, dice al mediodía Bonaparte a sus tropas. Pero el sol cae y con él, también 26 mil galos. Para las 9 de la noche, los británicos y los prusianos se abrazan para festejar la victoria.
La oscuridad lo consume todo. Las únicas luces son las de las piras funerarias francesas que arden sin cesar. Los campesinos bajan por las botas, los fusiles y hasta los dientes de les blues batidos en combate. Las aves carroñeras, por su carne.
Pedro Bett, que había soñado con la gloria, no duerme esa noche en Bruselas. Su superior, Napoleón Bonaparte, tampoco. Ni esa noche, ni nunca.
Lo peor de la guerra, además de la muerte, es el después. El desprecio que viste consigo la derrota. La vuelta a Bordeaux duró muy poco. Y vagando por los muelles del puerto, Pedro Bett puso un pie en un barco con destino a América.
¿Pero cómo es que este joven soldado terminó sus días en Rosario?
En la oscuridad de Peyrano
Más de 200 años después, otra vez la oscuridad lo consume todo. Las luces de las luciérnagas son las únicas que centellean al costado del camino rural. Una lechuza en un poste le sostiene la mirada al recién llegado, como si desconfiara del camino elegido. No se ve el sendero, solo la luna y la inmensidad. Un zorro huye al sentir los pasos. Prefiere mantenerse al margen.
El colectivo interurbano no respetó horarios, pasó cuando quiso. Es medianoche y la parada está a más de cinco kilómetros del destino final. No hay taxis, no hay uber, solo un extraño, un forastero, que camina en la penumbra total.

De pronto, una sombra más oscura entre todas las sombras surge en el flanco derecho. No se ve, pero inquieta, intriga. ¿Qué es? ¿Será ganado? Se escucha llorar a un bebé. No hay familia, ni casas, ni faroles, ni nada. Bueno, nada sí hay. Todo es nada. Ante la incertidumbre, acelerar el paso. Escapar sin saber de qué ni hacia dónde.
¿Dónde dormir esta noche? En Bruselas seguro que no. ¿Se podrá dormir? El manto de sombra es más espeso, no se ven ni las propias manos. Un sudor frío recorre la columna vertebral.

De repente, como enviadas por los dioses, dos diminutas luces de linterna se alzan y brillan como dos estrellas fugaces en el horizonte. La hacienda Sagrado Corazón será el cobijo cuando concluya el tramo. El tataranieto de Pedro Bett espera despierto.
De Bordeaux a la prometedora Argentina
Alberto Ravier Bett es tataranieto de Pedro y nieto de Manuel Peyrano, el fundador del pueblo donde transcurre la escena. Tiene 94 años, es ciudadano Ilustre y consejero de por vida de la comuna. Su vida la pasó entre Capital Federal, donde ejerció como juez laboral, y en esta finca que heredó de sus anteriores.
La compró su tatarabuelo Pedro Bett, cuando aún era un puesto de vigilancia, con una torre elevada en el centro que aún conserva, y que servía para seguir al ganado y también para divisar visitas inesperadas.
“Cincuenta años de mi vida pasé estudiando al Capitán Bett”, expresa con orgullo entre sus primeras palabras. La lucidez mental y la determinación del anfitrión son admirables y se pueden notar con apenas cruzar unas palabras. Pero llega la hora del sueño.
Un silencio dominical embarga el ambiente por la mañana y Alberto se dispone a contar.

“Pedro Bett Pourriol nació con el nombre de Pierre Bett, en Lauzun, Lot-et-Garonne, cerca de Bordeaux, en Francia. Y con 17 años peleó en Waterloo. Después se embarca a Estados Unidos, está unos meses y el mismo año, en 1815, viene a la Argentina. Con un socio ponen una empresa de monturas y herraduras para caballos. Les va bien y hacen bastante dinero”, cuenta Alberto.
Una década después, Pedro decide volver a Francia. Su capital era tan grande que la policía del rey Luis XVIII lo espía, le interesa saber sus intenciones. Un acta policial que aún se conserva da cuenta de ello. También de que Bett no tiene ninguna voluntad de contraponerse a la realeza.
En el viaje, conoce a una joven, se casan. Celestina pertenecía a la aristocracia francesa de la zona de Bordeaux.
“Sus padres no autorizaron el casamiento con un soldado. En la época de los reyes, que alguien de la nobleza se casara con un soldado era un horror. Pero como era mayor, lo hizo igual. Automáticamente la familia la desheredó”, sigue su tataranieto.
El flamante matrimonio intenta llegar a la Argentina, pero encuentra el puerto de Buenos Aires cerrado. Se radican en Montevideo, pero un tremendo incendio arrasa con todas sus pertenencias. Argentina le abre otra vez sus brazos, a partir de uno de sus hijos pródigos.
El ángel salvador de Vicente López y Planes
Bett lo había perdido todo. El capital conseguido en base al trabajo se había reducido a cenizas, literalmente. Así que buscó auxilio en uno de sus amigos, el creador del Himno Nacional Argentino, Vicente López y Planes.
Vicente responde al llamado de auxilio e invita a Pedro a quedarse en su casa, cosa que el francés realiza con gusto. “Artemisa y Herminia fueron las dos primeras hijas que nacieron en la casa de López y Planes, en Buenos Aires”, relata Alberto Ravier Peyrano.
Las cosas empiezan a irle bien otra vez, y con el apoyo de López y Planes puede montar otra vez su negocio de herraduras (conocía el oficio, sus padres habían sido herreros) y hacerse de una buena fortuna. Pero el destino lo pondría nuevamente a prueba.
La persecución de Rosas
El sol litoraleño resquebraja la tierra. Afuera, las decenas de vacas buscan el refugio que da la sombra de unos tilos y robles. En sus copas, cientos de cotorras parlotean interrumpiendo la siesta. Son plaga. Unos chimangos y aguiluchos emprenden vuelos rasantes buscando quedarse con alguna. Por fin, uno de ellos consigue hacerse con su presa. Los trajeron hace unos años, para evitar la multiplicación de cotorras, que aún atentan contra las plantaciones.
Por una mala praxis Alberto perdió su pierna hace algunos años. Lo que más lamenta es no poder esquiar en el sur del país., hábito que conservó incluso siendo un octogenario. Después de la siesta, vuelve a su silla y retoma la charla.
En 1838 la armada francesa bloqueó el puerto de Buenos Aires y atacó la isla Martín García. “Juan Manuel de Rosas respondió persiguiendo a los residentes franceses en Buenos Aires. Una tarde, un sirviente de Bett escucha a una patrulla rosista ‘marcar’ la casa y agendarse volver a la noche.

Enterado de esto, Pedro consulta al cónsul británico, que le sugiere poner una bandera inglesa (Argentina en ese momento tenía buenas relaciones con los residentes británicos) en la puerta para poder despistar a los soldados de Rosas. Cuando efectivamente a la noche llegan a la casa de Bett, al ver la bandera inglesa se retiran y así salva su vida”, continúa Alberto.
Bett y su familia tuvieron que irse temprano en la mañana, porque el ardid salvador no duraría mucho. Así es que deciden tomar sus cosas y marcharse a San Nicolás.
Guardián de Rosario: la resistencia contra los malones
Las paredes de la estancia Sagrado Corazón son en realidad un testimonio del paso del tiempo. Decenas de artículos las decoran y funcionan como un ancla en la memoria: amarran un viaje, un momento, un recuerdo. Una colorida pared guarda un tesoro familiar, los retratos de todo el árbol genealógico. Desde una descendiente de Güemes, hasta Manuel Peyrano. Y por supuesto, allí están ellos: Pedro y Celestina.
Pedro y Celestina se establecen en San Nicolás de los Arroyos, a 70 kilómetros de Rosario. En los sillones propiedad de la pareja, tiene lugar el Acuerdo de San Nicolás en 1852. Trece provincias firmaron una intención de Carta Magna compuesta por dieciocho artículos con el objetivo de sentar las bases de la organización nacional. Sirvió como precedente de la Constitución de 1853.
El sol empieza a menguar sobre las tierras de Peyrano, aquellas que en las que se posaron los ojos visionarios de Pedro Bett. Alberto, su tataranieto, retoma la historia: “Pedro empieza a mirar hacia Santa Fe, le interesa esta región. Y compra dos campos, uno en lo que hoy sería Pavón Arriba. A la estancia le ponen Sebastopol, por la emblemática batalla ganada por los franceses. El otro es este, en lo que será con el tiempo Peyrano. Era un puesto de vigilancia, con una torre (aún se conserva)”.
El año 1857 tuvo para Pedro dos hechos trascendentales. Primero, se traslada a vivir Rosario, donde ya se había mudado una de sus hijas y tiene cerca sus tierras. Y segundo, le toca volver a Francia para cobrar la herencia de su suegro, que se arrepiente de desheredar anteriormente a su hija y le deja 19 hectáreas en la zona de los castañares de Bordeux. Pero su vida ya era en Argentina y vuelve al sur de América.

Aunque uno no quiera, hay cosas que nos persiguen toda la vida y con más de 60 años se ve obligado a tomar nuevamente un rifle. Como en Waterloo.
Es el año 1864 y los malones de indios azotan el sur de Santa Fe y empiezan peligrosamente a acercarse a Rosario. Los malones eran operaciones rápidas que culminaban en una veloz retirada llevando ganado y cautivos.
Así que Pedro Bett, que ya había tenido experiencia militar, se puso la grave situación al hombro. Organizó a los habitantes de la zona, los dotó de conocimientos militares y financió la provisión de armas. De allí es que se ganara el título de Capitán de milicia. Se libraron muchos combates.
“Los indios ya estaban cerca y llegaron a las puertas de la estancia de Sebastopol, donde hoy está Pavón Arriba. Arribaron justo cuando las mujeres estaban solas. Pero ellas tuvieron una idea muy buena, subieron un cañón que se usaba para la mazorca al techo de la hacienda. Los indios creyeron que era un cañón de metralla y retrocedieron y nunca más volvieron”, cuenta Alberto Ravier Peyrano.
Así, gracias a la organización del capitán Bett, las mujeres de su familia y los estancieros del Litoral, se frenó la avanzada más violenta de los indios, que tenía como objetivo Rosario.
Su última batalla fue lejos de aquel frío y triste Waterloo. En las puertas de Rosario, aquellas que defendió con el brillo de su acero, para por fin y en el ocaso de su vida terrenal, gritar una victoria inmortal.
El descanso eterno en el cementerio El Salvador
Pedro Bett falleció en 1861 en Rosario. En 1874, en el Cementerio El Salvador, se inauguró un panteón de mármoles de carrara y bardiglio, grises y blancos, con una calavera y dos tibias cruzadas talladas a los costados del ingreso.
“En el año 2014 el cementerio comienza un proceso de restauración. Se ponen en contacto con Alberto Ravier Bett, quien decide costear la obra con prestigiosos profesionales. El espíritu del trabajo fue el de restaurar con los materiales y los conceptos originales y fue reinaugurado dos años más tarde en 2016. Como los restos descansan en el mausoleo de su hija Artemisa Bett (el más grande de El Salvador), este panteón ahora es un cenotafio”, cuenta Jessica Contreras Galarza, guía profesional de turismo, que realiza los recorridos por el camposanto.

Cae el sol, y la noche empieza a ganar otra vez esa batalla histórica al día. Las estrellas se alzan en lo alto de un interminable azul al sur de la invencible Santa Fe. Hay un apretón de manos y una promesa de regresar. En la caminata que desanda el camino, justo al cruzar la tranquera, la mirada se vuelve hacia atrás. Alberto también mira y saluda con la mano derecha desde su silla. Se abrió, contó esa historia que guardaba en la mente y el corazón, una gran historia. Acaso se haya abierto también la puerta de una nueva amistad.


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