La Argentina tiene un problema de foco. Lo tiene la política y esto se traslada a toda la sociedad. Todo es corto plazo. Y en el corto plazo todo es conflicto. Atrapados en la polarización, navegamos desde hace demasiado tiempo de una dirección a otra sin llegar a costa alguna. Inflación, desigualdad, empobrecimiento, violencia cotidiana son, al fin de cuentas, síntomas de un problema de vieja data, que se consolidó con la exacerbación de la grieta en los últimos años: la falta de un proyecto de desarrollo realista, sustentable y sostenible en el tiempo. Así se configura la Argentina inviable, la Argentina punk, un país donde la idea de que no hay futuro, o de que lo hay para cada vez menos personas, se consolida día a día.

El esquema de representación surgido luego de la implosión de 2001 –el bicoalicionismo que hoy encarnan el Frente de Todos y Juntos por el Cambio– muestra claros signos de agotamiento. La grieta, finalmente, fue un negocio político que le rindió por años a quienes la protagonizaron y aún sostienen –gracias al temor que infunden de que vuelva el otro– expectativas de poder. Pero, mientras tanto, cada vez son más quienes caen al precipicio.

“No se hace un país con medio país”, suele comentar un ex diputado nacional santafesino como conclusión sobre estos últimos años en los que ambas coaliciones decepcionaron la confianza de al menos sectores amplios de las mayorías circunstanciales que los eligieron. 

La promesa que no fue

En un tiempo en el que, pandemia mediante, ya parece de la prehistoria, la candidatura de Alberto Fernández encarnó la esperanza de la construcción de una nueva mayoría política, pero también de un nuevo “contrato social”. 

De hecho, cuando en 2019 Cristina Kirchner decidió que él y no ella debía ser el candidato a presidente imaginó que el Frente de Todos –el peronismo reunificado– no solo iba a ser un instrumento electoral eficaz para desalojar a Mauricio Macri del poder sino que además se iba a convertir en el eje articulador de los acuerdos necesarios para gobernar un país en crisis terminal, empobrecido, con la industria y el empleo malheridos, condicionado por una deuda externa gigantesca herencia de la gestión macrista, y _como la misma vicepresidenta dijo este viernes_ tensionada por constantes conflictos de intereses. 

Cristina y Alberto en el Monumento, en uno de los cierres de campaña de 2019. (Alan Monzón)

Caído el “vamos por todo” que la propia ex mandataria pronunció en el Monumento a la Bandera del 27 de febrero de 2012 –tras ser reelecta con el 54% en 2011 y en coincidencia con el inicio de una brusca desaceleración del crecimiento económico que marcó el cierre de lo que su sector llamó “la década ganada”– , hacia adentro el kirchnerismo justificó el plan en la idea de que “con Cristina no alcanza, pero sin ella no se puede”. Así, sumó la adhesión de casi todo el peronismo, incluso de quienes se habían ido para darle pelea a la actual vicepresidenta desde afuera, como Sergio Massa y el propio Alberto Fernández. Fue un nuevo fiasco, una nueva decepción.

Hoy el Frente de Todos cruje con cada movimiento y el presidente desmiente día a día, con su discurso, la moderación que parecía representar. Pero en algún momento, antes del Covid, la fiesta de cumpleaños en Olivos, la derrota electoral de medio término, la inflación desbocada y el acuerdo con el FMI –el hecho político que le dio a Cristina la excusa final para casi retirarle el saludo a su ex protegido–, se leyó desde allí que los nuevos tiempos pedían la necesidad de un viraje político hacia el centro y una instancia institucional de diálogo con los distintos sectores sociales y económicos.

La propia plataforma electoral del Frente de Todos, presentada hace exactamente tres años, planteaba que para iniciar un proceso de “desarrollo con equidad” era necesario trabajar en "acuerdos amplios con los acreedores" de la deuda y convocar a una "mesa de concertación" sobre precios y salarios para hacer frente al crecimiento de la inflación y la pobreza. 

La situación no ha cambiado. O si lo hizo no fue para mejor: entre la impericia propia y un contexto internacional complejo –en el que la guerra convirtió la inflación en un problema no solo argentino sino mundial– la crisis se agravó y, aunque no con las características de 2001, amenaza con convertirse en sistémica. Ya no es solo la grieta entre el peronismo y el no peronismo –o entre el macrismo y el antimacrismo–, sino también la de las dirigencias de ambos sectores con la sociedad. 

La política atiende sus propias urgencias y se concentra en la disputa de los espacios de poder. Esa agenda consolida la idea de casta, la tierra fértil de la que se alimentan opciones lunáticas como la de Javier Milei, cuyas propuestas de destrucción masiva son inviables y peligrosas. El enojo y el desencanto generalizados dan lugar a la irracionalidad, el delirio: el economista ya planteó la liberación del mercado de órganos y, como decían Reynaldo Sietecase y Ernesto Tenembaum el viernes, no debería sorprender que proponga liberar el mercado de niños.

La revolución de los moderados

 

La Argentina necesita efectivamente sacudirse. Un rumbo, un nuevo paradigma. Pero es un oxímoron: la revolución posible es la de la moderación, justo lo que hoy parece faltar. 

Y para eso hay que salir de las identidades políticas y sociales que se definen por la oposición, el miedo o el odio al otro. 

No hay plan estratégico de desarrollo posible si no se consigue trabajar en una misma dirección durante muchos años. Eso no implica que los períodos de gestión son cortos o que hay que impulsar las reelecciones eternas, sino que las líneas directrices se deben establecer mediante acuerdos sostenibles. Hacia allí debería apuntar sus esfuerzos la dirigencia política. Para traccionar luego al resto de los actores. 

La misión de encontrar los instrumentos para salir de la crisis, para generar condiciones de estabilización, refundación y desarrollo de la economía, solo será posible si se dibuja un camino de concordia entre los diversos integrantes de la compleja trama económica y política argentinas: gremios, empresarios, sectores productivos, provincias, movimientos sociales. La amenaza de que todo estalle por los aires no va a desaparecer por arte de magia, sobre todo si la inflación se acerca a los tres dígitos, la exclusión social se profundiza y no hay posibilidad de que el gobierno –tanto este como el que lo suceda– tenga el suficiente poder político propio como para definir por sí medidas que puedan poner freno a la debacle.

Y ese, si bien es un problema político, no le compete solo a la política. El poder, está claro, lo componen múltiples sectores que, en una coyuntura como la actual, deberían tomar conciencia de que no hay margen para que cada cual se preocupe solo por su propia suerte y se desentienda de la del resto.

Situaciones como las que se vivieron estos últimos días en Rosario, con la toma de un terreno en zona oeste, la orden de desalojo, y la tensión y los forcejeos entre la policía y los ocupantes en medio de la avenida Circunvalación trajeron imágenes que hacía tiempo no se veían. 

Debería ser un llamado de atención, más allá de si la toma está o no operada y de que ocupar un terreno privado es un delito. Porque habla de necesidades básicas insatisfechas, de las promesas de la política, y de las tensiones que produce la falta de respuestas del Estado. También del desamparo que habita una enorme proporción de la población que está por fuera del país formal. 

“Queremos un lugarcito, lo que el gobierno nos prometió. Fuimos a votar, nos prometieron un pedacito de tierra. Todos necesitamos un techo. Yo tengo dos hijos y estoy viviendo de prestado. Como peón de albañil gano una miseria. Fui a trabajar una quincena y me pagaron 24 mil pesos. ¿Cómo le pago la leche, los pañales, el abrigo a mis hijos?”, fue el crudo testimonio de uno de los vecinos que buscaba instalarse en ese predio, un baldío que con el correr de los años se convirtió en un basural.

Las palabras de este hombre que habló el viernes a la mañana con Radio 2 plantean un problema clave, incluso para atender el fenómeno de la violencia que atormenta a Rosario: ni siquiera conseguir un trabajo le genera la expectativa de superar sus penurias. ¿Realmente alguien cree que son cuestiones que se resuelven con la policía? 

   

La crisis, la oportunidad

A la par del proceso electoral de 2019 que terminó con la asunción de Alberto Fernández, Chile –con una economía mucho más sana que la argentina en términos macroeconómicos– vivió un estallido social sin precedentes que se desató a partir de un hecho que en este lado de la cordillera, inflación mediante, es algo demasiado frecuente: un aumento en la tarifa del transporte público.

Protestas en Chile durante la gestión de Sebastián Piñera.

Con las movilizaciones populares y los enfrentamientos como marco, se conoció un audio en el que la entonces primera dama del país trasandino –Cecilia Morel, esposa de Sebastián Piñera– advertía a la clase alta que integra: “Vamos a tener que disminuir nuestros privilegios y compartir con los demás”.

A un año y medio de la elección presidencial de 2023, el escenario político argentino es tan incierto como el de 2018, cuando Alberto Fernández era una opción inimaginable: nadie está en condiciones de decir quiénes serán los candidatos a presidente con chances reales de ocupar el despacho principal de la Casa Rosada y ni siquiera si las actuales coaliciones mayoritarias de hoy seguirán en pie a la hora de los comicios. 

Como suele decirse, la crisis también abre oportunidades. ¿Habrá espacio para quienes realmente apuesten a terminar con las grietas y habiliten esas instancias de concertación que el actual gobierno dejó solo en promesas y la actual oposición petardeó?  

La democracia argentina necesita reinventarse. Convertirse no solo en un sistema de gobierno sino también de convivencia, de gestión de las diferencias de todo tipo que existen en la sociedad. Sin negar los conflictos, intentar administrarlos. Eso implica negociación y diálogo permanentes, justo lo que hoy falta, para establecer –y cambiar cuando sea necesario– las nuevas reglas, las nuevas líneas directrices. 

Un país no se hace con medio país. Y ese enunciado habla de la política, pero no solo de ella.