No hacen falta evaluaciones especiales ni preguntas sorpresa al alumnado de Argentina para darse cuenta de que en educación primaria y secundaria, al menos, estamos lejos de lo deseable. Lo notan madres y padres y lo advierten los propios maestros y profesores, algo que se refleja en la encuesta sobre el estado de la educación realizada por Rosario3 y MEC Consultores. Dónde está la clave. Por dónde empezar a reparar un edificio que parece tambalear. Lo más lógico es volver a fortalecer los cimientos, que –en pos de correr detrás de lo nuevo para no estar desfasados de las exigencias del siglo XXI– quizás quedaron algo descuidados.
Julieta cumplió seis años, hace unos días. Está a punto de comenzar las clases de su primer grado. Son los 90 y ella al igual que todos los chicos y chicas de la Argentina, ingresará al primer año del primer ciclo de la Educación General Básica (EGB). Después vendrán el segundo y el tercer ciclo que la habilitarán para cursar el Polimodal.
Empieza el año académico y su maestra les pide que escriban su propio nombre y el de una persona que quieran y que luego dibujen a ambos. Pasa el primer mes de clases y excepto la fecha copiada del pizarrón y algunas palabras sueltas, no hay señales de avance en el proceso de lecto-estritura.
Julieta quiere leer. Hasta juega que lo hace. Como muchos niños de su edad, de esa y de otras épocas, toma los libros y da vuelta las páginas contando lo que se dice en ellas porque se los aprendió de memoria. Pero sabe que no está leyendo y quiere aprender en serio. Empezó la escuela muy motivada porque entendió que allí le iban a enseñar a leer y a escribir, algo que la deslumbra, pero los tiempos curriculares son otros.
Un día de otoño, sale de la escuela protestando porque se aburre en clases. Cuando llega a su casa va en busca de sus cuentos, toma uno y le pide a su madre que le enseñe a leer. La madre apela al método silábico que es la forma en que ella aprendió cuando era chica y leen no uno sino varios cuentos. Al cabo de una semana, la nena (junto a su madre y su padre) leyeron casi todos los cuentos de su biblioteca. Entonces viene la siguiente etapa: Julieta quiere crear cuentos infantiles. Busca papeles, fibras de colores y empieza a inventar personajes e historias, que va describiendo poco a poco. Muchas veces pregunta, sobre todo cuando quiere escribir sílabas compuestas. No sabe la diferencia entre “j” y “g”; tampoco entre “s”, “z” y “c”, ni entiende el enigma de la “h”, pero ya escribe y lee como puede. Toneladas de cuentos creados, escritos con letras grandes, que agrega a su pequeña biblioteca.
Un día, a la salida de clases, la maestra llama a la madre de Julieta y le pregunta quién le está enseñando a leer y a escribir, porque no para de hacerlo y se desajusta un poco de las pautas para lo previsto a esa altura del año. La madre explica la situación temiendo ser reprendida por la docente, pero se encuentra con una actitud distinta. La maestra –una mujer con extensa trayectoria en la docencia– le dice por lo bajo que si ella no avanza más rápido con el programa de estudio, es porque así lo establece el Ministerio de Educación, pero que siga estimulando el aprendizaje de su hija, porque sería un contrasentido impedírselo justo en esa etapa.
De común acuerdo, habilitan un cuaderno aparte, en el que Julieta vuelca entusiasmada sus producciones y lo lleva semanalmante a su maestra para que se lo corrija y le ponga un sellito. Con la validación de quien para ella es su autoridad educativa formal y la motivación propia, la niña transita el resto del tiempo hasta que el calendario escolar permite la incorporación de vocales, consonantes, el abecedario completo y entonces el tiempo académico y su tiempo personal empiezan a hacerse amigos.
Julieta no es una niña superdotada; es una nena inquieta –como muchos de su edad– con ganas de aprender, que no entiende de módulos ni de la gradualidad impuesta por la currícula. Es una pequeña de seis años que si hubiera nacido tres décadas antes (qué ironía) habría podido aprender lo que desea en la escuela, con su maestra y sus compañeros; en vez de tener que hacerlo en su casa, con sus padres, a la espera de los tiempos ministeriales, que han decidido retardar el momento de la lectoescritura.
De aquellas primarias, estas secundarias
Seguro habrá argumentos a favor de que el ritmo del aprendizaje de la lectura y la escritura se hayan ralentizado en nuestro sistema educativo. También habrá quienes se escandalicen porque alguien emplee el antiguo método silábico (como la madre de Julieta) para enseñar a leer, en vez de echar mano a la revolucionaria psicogénesis o al encumbrado constructivismo.
Pero lo cierto es que mientras unas corrientes y otras luchan por su permanencia en la arena educativa, pujando por ver quién se impone y desbanca al “adversario”, por “demodé”, generaciones de niñas y niños cursan la primaria y llegan a la adolescencia con serias dificultades de expresión oral y escrita, notoria pobreza de vocabulario e inconvenientes para interpretar lo que leen, retenerlo y contarlo en voz alta. Ni siquiera hablamos de “lección con vocablos técnicos”, bajo una mirada evaluativa, sino simplemente, de contar lo leído con sus propias palabras. Madres y padres son conscientes de esto y lo pusieron de manifiesto en el sondeo realizado por Rosario3.
¿Por qué un estudiante de seis años no puede hoy, año 2023, aprender a escribir las palabras en letra imprenta mayúscula, imprenta minúscula y manuscrita en simultáneo? ¿Por qué se retrasa la introducción –sobre todo de la manuscrita y su continuidad gráfica– sabiendo lo útil que resulta para poder delimitar las palabras, hilvanar ideas y descubrir el sentido dentro de la oración? ¿Se toma como algo natural que se escriba con errores de ortografía al finalizar la primaria? ¿Por qué cayeron en desuso los signos de puntuación en los textos escolares, imprescindibles para entender qué se dice, aunque en WhatsApp usemos abreviaturas, símbolos, emoticones, stickers y ninguna coma? “Si corregimos todo, habría aplazos masivos”, dicen varias maestras confidencialmente.
Entonces, un buen día (ya no hay EGB ni Polimodal) los chicos terminan séptimo y desembarcan en la tan ansiada secundaria con un bagaje importante de procesos cognitivos y de aprendizajes básicos (los cimientos) no afianzados.
Y la profesora de Matemática, por ejemplo, les dicta el enunciado de un problema y muchos no lo entienden. Lo que no entienden no es el problema, sino el enunciado. La dificultad de fondo es idiomática. La docente les pide que lean el planteo en voz alta, pero al no usar puntos ni comas (ni escritos, ni mentales) no pueden descifrar el sentido de la frase. Y lo mismo pasa con el resto de las materias.
Los conocimientos del siglo XX que sí sirven en el siglo XXI
Claro que la vida va para adelante; es de sentido común. Y la escuela no puede quedar al margen. Es más: la escuela es la primera que debe traccionar hacia el futuro –incorporando tecnologías renovables y herramientas de informática– porque se entiende que es allí donde niñas, niños y adolescentes aprenden contenidos, vivencian valores, desarrollan habilidades y destrezas y resuelven procedimientos de menor a mayor complejidad que les permitirán vivir en sociedad, avanzar hacia estudios superiores e insertarse en el competitivo mercado laboral. No hay dudas sobre ello.
Pero este objetivo no debe soslayar los aprendizajes básicos que funcionan como cimientos y columnas y sostienen el andamiaje posterior. Tanto en el siglo pasado como en el presente.
Es esencial, en la primaria, dedicarle a cada tema el tiempo suficiente. El que conlleva cada grupo en particular. Porque es sabido que no hay dos cusos idénticos. Explicarlo, ejercitarlo mucho, aplicarlo a situaciones nuevas y distintas para chequear que se haya aprendido y sólo entonces, pasar al siguiente tema, cuando el anterior esté comprendido y aprendido.
De lo contrario, si se pone el foco exclusivamente en avanzar en el programa, se corre el riesgo de que sólo dos o tres del grupo sigan el temario al día. Cuando el objetivo es que lo logren todos. Además, si se da por aprendido el tema sin chequearlo (y no hablo sólo de evaluaciones con calificación) y se pasa al tema siguiente (que en ocasiones se basa en el conocimiento del anterior) habrá alumnos que ya no entenderán de qué se habla (sea la materia que fuere) y se desvincularán poco a poco del curso, ya sea física o mentalmente. Ni hablar de las dificultades que tendrán al pasar al año siguiente sin esos conocimientos aprendidos.
Todo aprendizaje debe ser significativo y tener anclaje con la realidad porque partir desde lo concreto (la vida cotidiana) es la mejor forma de avanzar con todo el grupo junto hacia lo que se pretende enseñar. Y si lo que se enseña, ayuda a resolver un interrogante doméstico de la vida diaria, ese contenido cobra valor ante los ojos y oídos de quien aprende y hay más chances de que se abran las puertas de la atención y del interés. Esto se experimenta con mayor claridad en la etapa en que los estudiantes van pasando del estadio lógico concreto al lógico abstracto. Algo que no todos hacen al mismo tiempo, aún dentro del mismo curso.
Pruebas a la vista, tampoco resulta útil llenar la currícula de contenidos irrelevantes que quitan tiempo de valor al “abc” sobre el que se asentará el resto. ¿De qué le sirve a un alumno de cuarto grado de primaria adentrarse en el periodismo y saber cuáles son las partes de la noticia, si todavía no terminó de aprender a expresarse en su lengua natal? ¿Por qué no aprovechar ese tiempo de la escuela primaria para practicar lectura silenciosa, lectura con postas, interpretación, comentario, escritura, argumentación, entre otras actividades, que sí son fundamentales para lo que vendrá? Todos juntos, en voz alta, todos los días, para que las fortalezas y debilidades propias se mezclen con las de los demás. Alentando la participación, sin ponerles nota por cada palabra bien o mal dicha. Enseñando que del error también se aprende.
El uso de calculadoras es lógico para cursos superiores que realizan operaciones complejas donde el cálculo matemático básico significa una pérdida de tiempo injustificable; pero en los primeros años, cuando aún no se aprendió a multiplicar (repetir) y a dividir (repartir) y cuando las tablas no están estudiadas ni aprendidas, apelar a la calculadora significa saltar una etapa importante en la que el cerebro está sumamente maleable para desarrollar el cálculo mental. Es en ese momento. Es en la primaria. El después, el más tarde, a veces no llega nunca.
Y todo esto es más factible de gestionar si los maestros que están frente al curso trabajan en equipo y reciben formación de parte de docentes que además de capacitación pedagógica teórica, tengan experiencia en el aula, con los problemas y condicionantes del aquí y ahora. Es decir: que quienes capaciten a los maestros, también sean maestros.
Preparar a los chicos para el futuro no se agota en alistarlos para pasar con éxito los exámenes de ingreso a los colegios secundarios que cuentan con ese requisito; implica agudizar el ingenio, desafiar en cada clase la propia didáctica para ver de qué forma se presentará un nuevo contenido y atender a la diversidad dentro del aula. Todo eso en ámbitos de abundancia o de pobreza de recursos materiales; de ideal clima de aprendizaje y también de contextos inseguros, destemplados, donde, a pesar de eso, el edificio escolar es al mismo tiempo, para muchos, no sólo el lugar donde aprenden, sino además, el sitio donde desayunan y almuerzan, el espacio donde pueden hablar de sexualidad, género, el cuerpo y sus afectos, y el refugio en el que sobreviven más o menos a salvo, en este tecnológico, demandante y turbulento siglo XXI.
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