“Fue en los comienzos de septiembre de 1664 cuando, mezclado entre los demás vecinos, escuché durante una charla habitual que la peste había vuelto a Holanda”. Así comienza “Diario del año de la peste”, la obra literaria del británico Daniel Defoe, más conocido por aquella fabulosa historia de náufrago de “Robinson Crusoe”. En ese texto, el escritor retrató la peste bubónica que asoló a Londres hace más de 350 años, entre 1664 y 1666. En aquel tiempo, la población entró en crisis, las autoridades londinenses recurrieron al confinamiento obligatorio en las viviendas y la muerte se paseó por las calles desoladas. Varios siglos después, en un contexto absolutamente modificado por el hombre, el coronavirus transformó al 2020 en el nuevo año de la peste. Y hubo que contarlo.
Defoe fue un extraordinario narrador, historiador y periodista. Solo con ese talento pudo reconstruir un hecho que sucedió cuando él apenas tenía cuatro años (nació en 1660). Ese libro fue el más buscado este año pandémico en las librerías de todo el planeta, junto con “La Peste”, de Albert Camus. ¿Autoflagelación? Sí; como los que tienen terror a volar y devoran documentales de catástrofes aéreas antes de subirse a un avión.
En el prólogo de una de las ediciones del “Diario del año de la peste”, el filósofo español José Calles Vales apunta que “el lector que se asoma ahora al Diario... reconoce de inmediato en sus páginas la habilidad del gacetillero, más que la del novelista. Es el periodista el que selecciona las anécdotas emocionantes, dramáticas, sentimentales, moralizantes e incluso humorísticas, el que exige responsabilidades al gobernante, el que sugiere hipótesis, el que describe las calles vacías de Londres y el que propone -naturalmente- los medios adecuados para sobrevivir en caso de nueva epidemia”. Esa mirada analítica, a veces casquivana y atropellada, es la que debieron asumir los cronistas de esta nueva pandemia.
Defoe empieza su relato haciendo un recuento de los muertos, semana a semana (Londres perdió una quinta parte de su población y hubo semanas en que llegaron a morir siete mil personas). Usaba una fórmula muy parecida a la que hoy utilizan los diarios digitales. Y ante la ausencia de periódicos, los chismes corrían como corren hoy en las redes sociales.
“Mi amigo el doctor Heath decía -y la experiencia lo probaba- que la enfermedad seguía siendo tan contagiosa como antes y que el número de casos era el mismo; lo único que afirmaba es que causaba menos muertos”, relata Defoe. ¿El antídoto?: encerrarse en las casas y barrer los umbrales, las veredas y las calles para que la peste no avanzara, según las creencias de esa época en la que a Pasteur le faltaban todavía 200 años para salir del vientre de su madre.
“Y añadió que empezaba a tener esperanzas, e incluso más que esperanzas: la crisis de la infección había pasado y ésta, señaló, se iba. Y las cosas ocurrieron así. El registro de la semana siguiente, la última de septiembre, indicó una disminución de dos mil, por lo menos”, continúa el escritor. ¿Coincidencias con la actual relajación? Entonces esperen a leer el siguiente párrafo: “Fue así que el rumor se desvaneció y la gente empezó a olvidarlo, como se olvida una cosa que nos incumbe muy poco, y cuya falsedad esperamos”.
El periodismo en tiempos del coronavirus
Hacer un diario digital en este año tan particular también fue un gran desafío. Informar de la manera más rápida, honesta y abarcativa posible, siempre lo es. Pero mucho más cuando esa masa crítica de lectores está desorientada, angustiada, aburrida, encerrada y, en el peor de los casos, desesperada. Para los y las periodistas que hacemos Rosario3 también fue un gran aprendizaje. Todas las sensaciones y los impulsos periodísticos, por largos meses debimos administrarlos en nuestras casas, donde también había incertezas, llantos, saturación de lavandina y clases por zoom.
Como nunca antes, el vínculo con los lectores fue intenso, fuerte, sostenido. La demanda de información fue descomunal y la oferta siempre intentó estar a la altura. Nos metimos en el área covid del Carrasco, en la UTI del Parque, en el área de tratamiento de coronavirus del Hospital de Niños Zona Norte.
Intentamos describir el dolor abrumador de un velatorio sin abrazos ni hombros para llorar, hablamos con los familiares de los muertos covid -para que no quede todo en un frio número-, acompañamos a los buscadores de casos en las barriadas más vulnerables y procuramos contar la soledad que pasea por los pasillos de los griátricos.
La coyuntura nos llevó a sensibilizar la oreja para escuchar a los que tenían miedo de contagiarse, pero a la vez le tenían pánico al hambre, a la pérdida del trabajo, al negocio fundido, a la pequeña empresa parada. También se necesitó de un oído selectivo para esquivar a los que se aprovecharon de la crisis sanitaria para alimentar la nauseabunda grieta política. Los que reclamaban normalidad en tiempos absolutamente anormales.
Al mismo tiempo, porque la otra agenda nunca se detiene, hubo que ir a la isla a registrar el infierno del ecocidio, mientras de este lado del río los rosarinos tosían el humo absurdo de los piromaníacos con fines de lucro y de la política y la Justicia pasa-pelota.
La inseguridad, los robos, los crímenes, tampoco se detuvieron. Un dedo pandémico les puso pausa cuando la cuarentena metió a (casi) todos adentro. Pero ese mismo dedo, digitado por la epidemia del narcotráfico y el sicariato, volvió a apretar el gatillo con furia cuando el virus empezó a dar tregua.
Hubo decenas de muertes brutales, maquilladas con el siempre vidrioso “se matan entre ellos”, que no hace otra cosa que tapar la “industria del sicariato” que existe en Rosario, como describió el propio ministro de Seguridad de la provincia, Marcelo Sain (gran comentarista de una realidad que necesita más acción que palabras).
Y hubo muertes devastadoras, como la de Ticiana, la adolescente de 14 años que recibió un balazo en la cabeza mientras lavaba los platos. La de Lian, un bebé de apenas 8 meses (sí, de 8 meses) que recibió un tiro cuando estaba en brazos de su madre en barrio Godoy. O el conmocionante asesinato del Oso Cejas para robarle el auto cuando acompañaba a su papá -que luego falleció de tristeza- a hacerse diálisis en el hospital Español.
En un año sobrevolado por la muerte, la partida de Diego Maradona (¿en serio se murió Diego?) fue la más conmocionante y universal de todas. Se fue el que parecía que nunca se iba a ir. Pero su arte (sí, lo que hacía con la pelota era arte) quedará por siempre en la memoria colectiva del pueblo. Y también se fue el Trinche, nuestro Maradona arrabalero de Tablada, ángel de la bicicleta, gambeteador de famas. O mejor dicho, nos lo quitaron en otra esquina desnuda de seguridad.
También se fueron de gira Quino con su Mafalda; el Les Luthiers Marcos Mundstock; el Groncho de Hugo Arana; Los Hijos de Fierro de Pino Solanas; todo el talento de Rosario Bléfari; la docencia imprescindible de Patricia Larguía; la música de Gabo Ferro. No estarán, pero se quedarán.
Como si a la agenda le hubieran faltado temas, casi cayéndose del almanaque apareció el macabro caso de los hombres que fueron descuartizados y repartidos en pedazos en contenedores de basura de zona sur, corriendo un poco más el límite de la brutalidad en la criminalidad de Rosario. Y la marea verde, finalmente, creció con la fuerza de las gestas históricas y conquistó la legalización del aborto en la Argentina.
En resumen, para muchos fue el año más raro, confuso, intenso, desconcertante. El 2020 ya pasó y el 2021 llega cargado de dudas, pero también de esperanzas. Todas las actividades, incluido el periodismo, necesitan un reseteo, una mirada hacia adentro, un volver a empezar. Y aprovechando que se viene un año con muchas preguntas, que tal si empezamos por la primera: ¿hasta qué punto estamos dispuestos a retornar a la realidad tal cual la conocíamos?
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