Qué raro suenan esas dos palabras encadenadas “murió Maradona”. Cuando una figura muere, los medios se llenan de autoreferencias y las redes, de fotos personales con el héroe en desgracia. Con Diego Maradona no podía ocurrir otra cosa. Pasará el tiempo y todos recordaremos qué estábamos haciendo cuando murió Maradona. Así como todos recuerdan, los que lo vivieron, que estaban haciendo cuando Diego estuvo más vivo que nunca: cuando Maradona se consagró como poeta del fútbol.
Yo no lo recuerdo porque tenía menos de 4 años, pero mi infancia se reduce a sentarme en el piso debajo de la mesa de la casa de mis padres a ver Héroes. Aquella película, que se estrenó en el cine a fines del 86 y que retrataba no solo el mítico mundial de México sino la sobrenatural actuación de un tipito que tenía la camiseta argentina con el número 10 en la espalda, llegó a mis manos gracias a un amigo de mi viejo, que la había comprado en VHS.
Un día estábamos en la casa de Alberto cenando y la empezaron a mirar. No sé de qué manera le habré hecho notar a mi viejo que la quería volver a ver y mi viejo se la pidió prestada. En casa estuvo no menos de 3 meses y pasó por la videocasetera más de mil veces. Se apagaba el último grito de Valeria Lynch en su “Me das cada día más” y yo con apenas 5 años sabía que tenía que presionar “rewind” y después “play” otra vez.
Conocí a Platini, a Lineker, a Butragueño, a Rummenigge, supe del histórico Francia vs Brasil. Y también conocí un tipo de emoción que no sabía que existía. No era una emoción hija de la victoria. El título del mundo ya había ocurrido al menos un año antes cuando yo debajo de la mesa sentado en el suelo reveía esas imágenes. Había algo que transmitía ese tipito que saltaba y se sostenía en el aire contra Italia, que hacía equilibrio contra Bélgica, que se movía como un barrilete contra Uruguay, antes de transformarse en cósmico. Y aunque no podría describirlo del todo, se que estaba más vinculado con el arte que con el triunfalismo. Un chico de 5 años no sabe que significa ser campeón del mundo. No entiende qué importancia tiene ser el mejor. Y tampoco tiene noción de qué significa “el mundo”.
Quien haya disfrutado al escuchar a Mercedes Sosa, quien haya leído a Miguel Hernández, quien haya pisado el estadio azteca vacío después del aura que dejó Diego habrá notado esa corriente eléctrica que se produce sin explicación cuando el arte hace su trabajo.
Pasó el tiempo, cambiaron los escenarios, aparecieron los escándalos, los infiernos se materializaron, pero esa corriente eléctrica seguía. Sobre todo cuando se trataba de juntar brasileños para asistir a un rubio de pelo largo en Italia o cuando había que construir paredes con el 5 del Real Madrid en Estados Unidos para desautorizar a un griego que solía hablar con humildad y decir “De fútbol lo sé todo”.
Fue tan inmenso poeta que ni los errores de su vida personal, ni sus propios infiernos, ni la lupa inquisidora con la que se lo miró (y juzgó) pudieron erosionar del todo el afecto de quienes fueron felices gracias a él, porque como expresó Pablo Aimar que debe haber visto Héroes: "Quisimos ser como él antes que un superhéroe"
El escritor austriaco Rainer María Rilke escribió que "la patria del hombre es la infancia". Y Maradona para muchos no solo fue la patria futbolera, también fue nuestra infancia. Quizá propició el abrazo más apretado que recuerdes con tu viejo o con tu hijo. Entonces no se trata de él, se trata de vos, se trata de mí. Por eso lo queríamos tanto.
Maradona fue una máquina de producir emociones. Jugó mejor que nadie el juego al que todos queríamos saber jugar. Hizo lo que nadie le pidió que hiciera mejor que ninguno y lo hizo con un sentido estético incalculable, con una belleza desbordante. Y por si fuera poco dejó frases grandiosas para sus biógrafos o detractores.
Se fue el mejor artista de la pelota, nos dejó la nostalgia de las emociones. A pesar de sus bemoles, de sus contradicciones, de sus pies de barro, no habrá otro como él. Será necesario, entonces, recordarlo como pretende Alejandro Dolina: “Al poeta se lo debe juzgar por sus mejores versos”.