Flavia y Malú Krsticevic son dos rosarinas, madre e hija, que vivían en una ciudad universitaria de Israel llamada Rejovot, donde Flavia investigaba el genoma de los mosquitos para frenar la malaria. Desde el ataque terrorista de Hamas, vivieron encerradas en su casa una semana, en un refugio antimisiles con sus vecinos, y luego se fueron con lo puesto y dos valijas a Dinamarca, dejando sus gatos, su casa y todas sus pertenencias. Allí se encuentran desde entonces, sin trabajo ni escuela, en busca de una nueva vida.
“Salimos sin saber a qué país nos íbamos. Pensábamos ir a Croacia, donde tenemos familiares y la ciudadanía. Pero terminamos en Dinamarca, donde todavía nos asusta cuando escuchamos un ruido fuerte del estrés por las alarmas y los misiles”, fueron las primeras palabras que resumieron la "odisea" que vivieron estas semanas.
El primer objetivo de Flavia era llevarse a su hija de Israel a un país donde no hubiera riesgo de vida, y dentro de un mes volverá a su casa israelí para desmontarla, vender su auto y hacer los trámites para poder llevarse a los dos gatos que dejaron al cuidado de amigos.
Flavia es genetista, y realizaba un pos doctorado en Senior Bioinformática en el Departamento de Entomología del laboratorio de Phi Papathanos. Y cuando se terminara su visa de estudiante, pensaba conseguir una visa laboral para continuar con sus investigaciones allí. Otra opción era continuar su carrera científica en otra ciudad del mundo, como acostumbró toda su vida: Río de Janeiro, Misiones, Rosario. Pero los planes le estallaron. “El ataque fue un cachetazo así: ¡Paf!”, precisó.
En el anochecer gélido de Copenhagen, Flavia compartió por teléfono con Rosario3 sus reflexiones sobre todo lo sucedido y cómo lo vivió: “En pocos días tuve que aceptar esto tan abrupto, tan triste, que está pasando. Costó dejar un país que me abrió sus puertas como nunca antes me pasó, y con dolor de ver que en muchos países apoyan a los terroristas que mataron a inocentes. No soy judía, pero me duelen las mentiras que se difunden, cuando los terroristas se gastaron todo el dinero que tenían en misiles, y son todo lo oscuro respecto de los derechos humanos con sus mujeres, con la comunidad LGBT, y el odio que tienen a los judíos que no se entiende ni por qué”.
Recordó que cuando llegó a Israel con su hija de y dos valijas en enero de 2019, hace cuatro años y nueve meses, alguien difundió en Facebook sobre su arribo, y la comunidad las recibió con generosidad: “Nos regalaron ropa, camas, electrodomésticos, dinero y hasta paquetes de toallitas femeninas. Me amueblaron el departamento. Nadie nos preguntó si eramos judías, y en seguida hicimos amigos en la escuela, en el trabajo y en el vecindario”.
Entonces Rosario3 quiso saber cómo lleva el asunto de la distancia, a poco más de una semana de haberse tenido que ir abruptamente. “Extraño a todos. Pero hablamos bastante seguido. Una compañera de trabajo quedó a cargo de mis documentos y de mi auto. Amigos cuidan los gatos en mi casa. Me preocupa que ellos siguen allá con esta incertidumbre, porque hasta el dia que nos fuimos sonaban las alarmas anti misiles”.
En Israel hay un sistema al que llaman “domo de hierro” que detecta cualquier ingreso por aire de un misil, y además de dar aviso georreferenciado a la población cercana, en pocos minutos explota en el aire la mayoría de esos ingresos. Flavia, como muchos ciudadanos allí, tenía en su celular una aplicación que suena como alarma (con un sonido estridente como sirena) cada vez que el domo detecta un misil. “Es un sonido horrible que da taquicardia y paraliza el cuerpo. Las alarmas sonaron hasta cuando estábamos arriba del avión con Malú por embarcar, y no sabíamos si tirarnos al suelo”, precisó, en el que sería su último recuerdo de la vida que tenía ese país.
La comunidad educativa de la Universidad Hebrea de Jerusalén, como casi todo en ese país por estos días, tiene interrumpidas sus clases, que justo estaban por comenzar tras aquel fin de semana fatídico. “Hay estudiantes rehenes, fallecidos, y muchos se fueron como reserva al Ejército”, consignó. Y luego precisó sobre sus colegas científicos: “Varios compañeros de trabajo se fueron a sus países. Una chica hindú que vivía sola la estuve recibiendo en mi casa porque tenía ataques de pánico. Otra compañera no se fue y entendí su postura, decía que se sentía traidora con el resto si se iba. Varios se llevaron los estudios de los mosquitos del laboratorio a sus casas, para continuar desde allí”.
La postura de Flavia fue la de irse para comenzar de nuevo una vida en otro país, buscar trabajo fuera del riesgo de guerra, y contar cómo vivió inserta todos estos años. “Voy a defenderlo cada día hasta que me muera. Es injusta la propaganda desviada que hay en el mundo que apoya a los terroristas. Estamos hablando de un nivel de maldad que mataron hasta a los perros”.
Los últimos días en Oriente: la playa feliz, el reencuentro con Malú y la semana sin dormir
Flavia relató especialmente cómo fueron esos días antes y luego del ataque de Hamas a poblaciones de la zona del Negev, que desató la situación de conflicto bélico desde entonces, con miles de muertos y heridos de ambos lados, israelíes rehenes en Gaza y ciudadanos desplazados de sus hogares.
El viernes anterior al ataque ella estaba vacacionando en Eilat, una ciudad costera en el extremo sur junto a varios amigos, mientras su hija Malú acampaba con otros 100 niños y adolescentes en el norte cerca de la ciudad de Haifa, entre bosques y montes.
“Estaba viviendo unos días de los más felices: hicimos snorkeling, tomamos sol, salimos a bailar, cenamos rico, y nos acostamos a la madrugada. Y a las 6.30 nos empezaron a sonar nuestras alarmas dando el aviso de misiles que llegaban a Rejovot, nuestra ciudad. Y sonaban cada 10 minutos, era algo alarmante. Entonces empezamos a ver las noticias y no entendíamos nada”, recordó sobre aquel sábado 7 de octubre.
Al comprender el panorama, fue difícil decidir para Flavia: ella estaba en el extremo sur. En el centro se dispersaban terroristas infiltrados por varias ciudades, y su hija se encontraba en el norte, donde podía llegar a haber ataques desde Cisjordania o algun país limítrofe. Su instinto materno primó ante la razón, cuando su amiga en Eilat le dijo: “No podés irte ahora a buscarla, porque no es segura la ruta”. Sabía que el colectivo debía pasar por las ciudades atacadas, como Beer Sheva y Sderot. Pero debía encontrarse con su hija, y eso hizo.
Las viviendas en Israel cuentan con un cuarto reforzado, al que en castellano se llamaría “refugio”. El refugio en el edificio de Flavia y Malú es comunitario, y es allí donde deben ir en caso de sonar los alertas de misiles. Esto ocurre en todo el territorio israelí, y en tiempo récord, los ciudadanos se resguardan. Así, tras los primeros ataques terroristas, la ciudadanía vivió –y vive– en el encierro total en sus viviendas, como en tiempos de cuarentena pandémica mundial.
Malú llegó ese sábado a las 17 a su casa, sana y salva, traída por los coordinadores como todo el resto de los chicos. Habló con una amiga, cenó temprano, y debió correr en cuatro ocasiones al refugio junto a los vecinos. Flavia les había advertido a ellos que la niña llegaría antes que ella, y como asumía que estaría cansada y estresada con todo lo del ataque, les conminó que la buscaran al sonar las alertas, porque quizás ella iba a estar tan dormida que no las iba a escuchar. Entonces eso hicieron. Cuando al fin llegó Flavia a su hogar se encontró con su hija durmiendo en el sofá profundamente y no la quiso despertar. Eran las tres de la madrugada del domingo, y ya estaban juntas.
Los siguientes tres días Flavia no durmió entre pensamientos y las noticias. Las alertas de misiles sonaron cada día, “siempre por la mañana y por la noche, y nos íbamos al refugio con los vecinos, donde por suerte está bien condicionado, tiene baño y agua”, destacó.
Fue durante todos esos días que ella evaluó las opciones. No quería que su hija corra riesgo de vida. Pero tenían una vida juntas, construida todos estos años, llena llena de amigos y proyectos. “Fue una semana de intranquilidad. Nuestra ciudad no estaba cerca de ninguna frontera y eso daba tranquilidad, pero en las noticias vimos que apareció Irán apoyando el ataque de Hamas, y temí que tirara una bomba nuclear acá. Ya el jueves, cuando empezaron las trifulcas de Israel con Siria, el Líbano y Cisjordania, sentí que estamos rodeados, y nos teníamos que ir"
Flavia y Malú tienen ciudadanía argentina, croata y también brasilera, ya que allí vivieron durante años cuando trabajaba en Río de Janeiro. En Israel hay muchos argentinos y brasileños, no así croatas. Y cuando Flavia decidió irse llamó a las tres embajadas. La brasilera nunca respondió, la de Argentina le respondió cuando ya se encontraba en Europa.
Entonces recordó que “en la embajada de Croacia respondieron enseguida, y la directiva fue que nos alistemos para ser evacuadas, y que armáramos dos valijas rápidamente. Pensé que llegaba a hacer el trámite para mis gatos, pero me llamaron cuando iba a la veterinaria, y los iba a tener que dejar”.
En el aeropuerto Ben Gurión esperaron cuatro horas, pensando que viajarían hacia Croacia. La embajadora croata las recibió amablemente, les dio tranquilidad. Subieron al avión del ejército de Alemania, que acordó con varios países la evacuación de sus ciudadanos. “Había un español, nosotras, y todo el resto holandeses y alemanes. Llegamos a un aeropuerto militar de Holanda, donde nos enteramos que nadie se haría cargo de nuestro viaje a Croacia, y yo viajé sin plata, a mitad de mes y sin sueldo que me alcanzara para volar hasta allá”.
Se quedaron en Holanda unos días para descansar, y a la distancia, recordó, aún estaban perturbadas del sonido ensordecedor de los alertas anti misiles. “Nos buscaron unos amigos de mi hermana que viven allá, y nos hospedaron gentilmente. Malú durmió dos de los tres días”.
Flavia decidió entonces probar vida en Dinamarca, “lejos de cualquier guerra”, ya que ella había aplicado para un trabajo allí. “No tenemos casa, trabajo, amigos ni familia, pero tenemos un techo, comida, y estamos juntas. Y cuando lo hablamos con mi hija ella me respondió: «Yo voy a abrazar el lugar donde vayamos»”.
Los primeros días en Dinamarca madre e hija sintieron lo que hacía dos semanas se les había arrancado de un momento al otro. “Paseamos por una plaza con un lago y patos que se bañaban, sin pensar por un rato que podía caernos un misil. Estamos bien juntas y en paz”.
Piensa en su futuro, pero no con urgencia. No la convence la poca calidez de los dinamarqueses, por lo que baraja aplicar para investigar en laboratorios de Nueva Zelanda, Noruega, Alemania, Austria u Holanda. “Ahora busco un nuevo trabajo en Europa occidental, empezando de cero aunque sea de esta forma inesperada y angustiosa, con convicción de que algo vamos a encontrar. No somos judías, pero vivimos en Israel y lo defendemos, por lo que hay ciudades donde el antisemitismo es alto y prefiero no ir”, confió.
Flavia tiene un carrerón en sus espaldas: estudió en la Universidad Nacional de Misiones y en la Universidad Nacional de Rosario. Luego hizo maestría y doctorado en la Universidad de Río de Janeiro, donde fue parte del primer equipo que secuenció el genoma de la mosca drosophila melanogaster. Volvió a Rosario para investigar en el Cifasis (Centro Internacional Franco-Argentino de Ciencias de la Información y de Sistemas), donde crearon la empresa Argentac y una patente, dentro del grupo de Agrobio informática. Allí estuvo cuatro años trabajando con la directora Elisabet Tapia. Pero cuando Mauricio Macri asumió la presidencia de la Nación, muchos científicos quedaron en la calle por los recortes aplicados al presupuesto de Ciencia y tecnología. Trabajó en Concepción del Uruguay, Buenos Aires, Bahía Blanca, Posadas, Castelar e Iguazú.
Finalmente encontró trabajo en el Departamento de Entomología del laboratorio de Phi Papathanos, de la Universidad Hebrea de Jerusalem, donde en estos últimos años avanzaba en secuenciar el genoma del mosquito de la malaria, con fondos de Melinda Gates.
Ahora desempleada, y a pesar de la experiencia, Flavia aseguró que no le será fácil reinsertarse, ya que “cada puesto laboral suele tener entre 100 y 200 postulantes, y hay que ver lo que busca cada laboratorio, y los exámenes que toma”. Pero se tiene fe: “Malú ya aprendió cuatro idiomas y se exilió de una guerra. Y me acompaña adonde encuentre”.
En Argentina saben que tienen hogar, donde hay familia y amigos. “Hablo todos los días con mi papá, y voy a visitar pronto. Pero no quiero volver a trabajar con bajos recursos, y también sería difícil reinsertarme”, analizó al ser consultada sobre la posibilidad de repatriación.
Más información