Damián Schwarzstein
No, haber llegado a destino no implica descanso. Ya son más de las doce, pero la de San Lorenzo será otra noche en vela. El calor es sofocante, mucho más debajo de ese uniforme pensado para estar protegido, no fresco. Aun para un correntino, acostumbrado a temperaturas más altas, pero no a tanta ropa. Las botas aprietan tanto como los nervios. El suave viento del norte, el mismo que detuvo a la flota realista en su avance hacia Santa Fe, no hace más que espesar aún más el aire. Y ni siquiera la cercanía del río trae alivio.
La orden es que hay que estar preparados. Nada de hablar en voz alta ni de encender fuego. Es que no hay que dar chance a que el enemigo pueda adivinar la presencia de los granaderos detrás de los muros del convento semivacío. Hasta por los suaves golpes para sacarse el polvo del uniforme los oficiales piden silencio.
No habrá mates esta noche para alivianar la espera, que se hace tensa. Todo es quietud, también en el incipiente rancherío que se erige hacia el norte del convento, aún no terminado de construir. Desde este lado del muro no se ven los barcos del enemigo y conviene no asomarse. Pero sí llega el ruido, un rumor que el viento norte acerca hasta el convento. Está claro: tampoco los españoles descansan esta noche.
El coronel sube al campanario para observar desde allí los movimientos de las tropas realistas. Lo que ve reafirma su convicción: el desembarco es inminente. Reúne a los oficiales para que preparen todo para el ataque. Un susurro corre entre los granaderos: “El coronel dice que nos superan en número, pero que se llevarán tremenda sorpresa”.
Un mosquito zumbón se ensaña con el oído derecho de Juan Bautista y dificulta su intento por repasar mentalmente lo que aprendió en los escasos dos meses y medio de instrucción militar que recibió desde que llegó al regimiento; los consejos que el propio San Martín les daba a sus soldados para mantener su vida a salvo durante el combate. Saca la lanza, la mira. Cree saber usarla mejor que el sable que no tiene por la simple razón de que no alcanzaban para todos, y la prioridad la tienen los oficiales y los granaderos que atacarán en la primera fila.
A medida que pasa el tiempo, la tensión le gana espacio al cansancio. Pero lo tranquiliza saber que el caballo que le dieron en la última posta antes de llegar a San Lorenzo está fresco. Le gusta ese animal, confía en él.
No será el mejor soldado, le faltará experiencia, pero tiene una certeza: arriba de un caballo siempre sabrá cómo desenvolverse.
Los primeros atisbos de claridad permiten verificar lo que de noche ya se vislumbraba: la inmensa llanura verde, apenas surcada por el camino polvoriento que los granaderos transitaron hace apenas unas horas. El canto de los pájaros se hace más intenso. También los sonidos que llegan desde el río, producidos por los movimientos del enemigo inminente.
Son cerca de las 5 de la mañana. Los oficiales ordenan a todo el mundo alistarse en el patio del convento. Forman dos columnas de unos 60 hombres cada una, siempre con movimientos lo más sigilosos posibles. A ese correntino de piel oscura con poca instrucción militar pero con mucho coraje le toca ir en la de la derecha, que comanda el capitán Justo Bermúdez.
El coronel sube una vez más a los techos del convento y esta vez baja a toda velocidad. Algo le dice a John Parish Robertson, el inglés que se sumó en la última posta antes de llegar al convento y que se convertirá en uno de los testigos fundamentales de lo que está por ocurrir. Adentro del convento, para defenderlo en caso de que hasta allí lleguen los españoles, toman posiciones los casi 70 milicianos rosarinos comandados por Celedonio Escalada, el mismo que durante la marcha de Buenos Aires a San Lorenzo se ocupó de mantener informado a San Martín sobre los movimientos de la flota realista.
Los sonidos que llegan desde el río se hacen más cercanos. Primero son las lanchas de desembarco que empiezan a tocar tierra, luego se oye también un batir de tambores.
El campanario es un lugar ideal desde donde seguir los movimientos y conducir al ejército que se apresta a recibir su bautismo de fuego. Pero el coronel está dispuesto a poner el cuerpo. Sube a su caballo y sin levantar demasiado la voz arenga a sus soldados primero, y luego da una orden: no disparar ni un solo tiro; más vale valerse de los sables y las lanzas. Su temor es que el uso de las armas de fuego provoque víctimas en las propias filas.
Son las 5.30 y la noche ya cedió su lugar al día. Cerca de 250 hombres marchan en dirección suroeste hacia el convento que creen a su merced para llevarse los víveres que allí encuentren. Avanzan livianamente, sin obstáculos a la vista, rumbo a un objetivo que aparenta demasiado sencillo.
El coronel da las últimas órdenes a Bermúdez –le dice que ataque por el flanco derecho y que luego le dará nuevas instrucciones– y se pone al frente de la columna de la izquierda.
Suena el clarín y por ambos lados del monasterio salen los granaderos a enfrentar a los realistas, que se encuentran a unos 200 metros del convento. El galope es enérgico y furioso. “A degüello”, gritan los oficiales y lo que hace un instante parecía la llanura más calma del universo, se convierte en un infierno de polvo y gritos.
Juan Bautista va en la tercera fila del escuadrón de la derecha, que hace un rodeo mayor y llega más tarde que el de la izquierda en su carga sobre el enemigo. Son segundos, pero parecen una vida.
Unos metros adelante suyo, ya casi sobre la posición del enemigo, ve caer el caballo del coronel, víctima de un disparo de la Artillería enemiga, y que se arma un entrevero a su alrededor. Un jefe realista intenta herir de muerte a San Martín, que desde el piso, con una pierna atrapada debajo del animal ya sin vida, consigue esquivar el sablazo, que igual lo corta apenas en una mejilla.
Mientras el ataque de los granaderos ya perfora las líneas enemigas y empieza a definir a poco de empezado el combate a su favor, otro soldado español marcha resuelto a clavar con su bayoneta al coronel caído, al mismo tiempo que muchos de sus compañeros aprovechan el espacio que les deja la demora de Bermúdez para escapar hacia la barranca. Pero no, un granadero, el puntano Baigorria, lo enfrenta y lo traspasa con su lanza, que maneja con maestría.
La escena transcurre en las narices de Juan Bautista, que salta a tierra para sacar a San Martín. El coronel se retuerce de dolor y no consigue salir por el peso del caballo muerto sobre su pierna.
El correntino de piel oscura abraza al coronel de la cintura y con fuerza pero también con maña consigue sacarlo de aquel aprieto y lo arrastra unos metros. Hasta que dos balazos lo dejan tendido en el piso, mientras sangra a borbotones.
Allí, en medio de ese infierno, ya sin posibilidad de levantarse por sus propios medios, algo dice Juan Bautista, en esa mezcla que tiene más de guaraní que de español que se habla en su tierra natal. Algo que sólo el coronel –que al fin de cuentas conoce esa forma de hablar desde la infancia– parece entender.
Alguien más ayuda a San Martín, que, aturdido por el dolor, consigue retirarse del centro de la escena, cubierto por los disparos de los hombres de Escalada, que salieron del convento para dar su apoyo a los granaderos.
Pero, aunque pasaron apenas un puñado de minutos, la batalla ya está definida. Mientras el alférez Hipólito Bouchard arrebata a los españoles su bandera, los granaderos, ahora comandados por Bermúdez, lanzan una nueva carga sobre los soldados que escapan hacia la barranca. En la desesperación, muchos se caen y otros directamente se arrojan hacia el río. También se precipita el teniente Manuel Díaz Vélez, que no puede sostenerse sobre su caballo que se paró en seco cuando perseguía al comandante español Zabala ya sobre la barranca y lo hizo seguir de largo. Mientras, el propio Bermúdez es alcanzado, y herido mortalmente, por uno de los disparos con los que los españoles cubren la retirada.
Dolorido por la rodada, preocupado por la suerte de Díaz Vélez –que es tomado prisionero por los realistas– y Bermúdez, pero satisfecho por la victoria, San Martín se interioriza de las tareas posteriores al combate. Al mismo tiempo que ordena que se asista a los heridos y se busque un lugar para los prisioneros, no quiere descuidarse y sube un par de veces más a los techos para echar un vistazo desde el campanario: la flota enemiga cuenta aún con hombres frescos que no entraron en combate.
En la llanura que hace minutos fue el campo de batalla el verde ya pierde su predominio. Los gritos de la guerra dejan paso a los lamentos del dolor y el olor de la sangre se mezcla con el de la pólvora. El calor y la humedad hacen hasta del aire una carga pesada.
El panorama es desolador. Los cuerpos sembrados entre el convento y el río permiten descubrir una verdad incómoda: en ambos bandos hay criollos.
Los mismos granaderos que hace apenas un rato eran bestias furiosas, deseosas de clavar su sable o su lanza en la humanidad del enemigo, intentan ahora sostener y asistir a sus camaradas heridos.
Allí está Juan Bautista, al que llevan al lugar elegido para la atención médica, el comedor de los frailes del convento.
No, no hay un doctor, la tarea está a cargo del cura párroco de Rosario, Julián Navarro, que se desdobla pero no puede con todo.
“Ya va a venir un médico”, promete el sacerdote, que envió el pedido para que manden un profesional desde Santa Fe.
Pero no hay mucho que hacer. Ni siquiera dolor siente ya el correntino, absolutamente bañado en sudor, recostado sobre una de las mesas de madera. Los mosquitos que invaden el ambiente se hacen un verdadero banquete.
La muerte está frente a sus narices. Mientras, dolorido en todo su cuerpo, sin poder mover un brazo, San Martín busca un lugar donde recostarse y dictarle a Mariano Necochea el parte de la batalla para informar lo más rápido posible lo ocurrido en San Lorenzo para acallar de una vez y para siempre las voces que en Buenos Aires lo acusan de ser un espía español, el correntino de piel oscura repite aquellas palabras que el coronel escuchó en el campo de batalla. Luego cierra los ojos y se proyectan en su mente los recuerdos de una vida corta pero intensa. Todo es confusión para Juan Bautista Cabral.