Nadie sale vivo de aquí es el tercer disco de Andrés Calamaro. De profético título, se publicó en 1989, cuando la hiperinflación escribía capítulos cotidianos de una tierra arrasada. Casi una novela de ciencia ficción, pero sin ciencia ni ficción.
El álbum estuvo a punto de no editarse porque con “costos detonados” no había materia prima. Entonces, el músico consideró la posibilidad de recolectar teléfonos de baquelita para el prensado. Finalmente, la CBS lo publicó.
El tema 5 del lado B era “Vietnam”, canción con la que Calamaro abrió su último show en Rosario, el pasado 30 de noviembre.
Un vago recuerdo de aquella crisis asomó. Y, tal como ocurre con eso que “guardamos” en algún lugar de los conscientes, se te aparecen la foto y una sensación: la realidad de un país detonado cohabitaba en la cocina familiar. Pero tenía el vinilo.
Tal "sensación" se repitió en la noche del 7 de marzo de 2002, en la cancha de Vélez.
El "menemato" ya había tallado en las mutualidades y la Alianza, consumado la estocada final. Cinco presidentes en once días. Un país quebrado y de trueque. Se canjeaban bolsones de verduras por ropa o el arreglo de una ventana por algo de carne.
Pero la espera que organizaba mis días –y la de buena parte de las 50 mil personas que estuvieron en el estadio de Liniers– era la primera visita de Roger Waters a la Argentina; el primer Pink Floyd que tocaba por acá "en persona" (In The Flesh).
Éramos una sociedad invertebrada. Pero igual se cantó “no necesitamos educación”. En aquel momento, el Estado era un “que se vayan todos”. Y la educación, la única salida.
Claro que el lugar que ocupan las canciones en la vida de las personas habilita tantas experiencias posibles como, redundancia mediante, personas. Y aún más, porque las escuchas se resignifican con el paso del tiempo.
Algunas de esas experiencias quedan en charlas. Otras, se cuentan en libros o se plasman en películas, tal como ocurrió en Depeche Mode: Spirits in the Forest.
En el documental que dirigió Anton Corbijn –y que se estrenó el último noviembre en Rosario–, seis personas de distintas ciudades del mundo narran sus particulares vínculos con la banda inglesa.
Los relatos van de (spoiler) quien pierde la memoria por completo en un accidente pero escucha Depeche y los reconoce, hasta quien filma la réplica del video de “Enjoy the silence” en la ladera del pico más alto de Rumania (con dos reyes, porque uno “se cansó”).
No, no se trata de atribuirle toda la responsabilidad a las canciones. Hacerlo sería tan literal como tener calor y meterse en la heladera. Son sólo historias ligadas a la música. Basta con comprender que algunos estribillos puede devenir en maravillosos puntos de fuga.
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