Un viejo lavarropas de carga superior emana calor. La gente pasa, pone sus manos un rato, saluda y sigue su camino. El frío se siente con fuerza en la plaza Pocho Lepratti; la tierra reseca y su escasa vegetación muestran un paisaje hostil, casi el mismo que viven a diario los vecinos de Ludueña.
A media mañana, el movimiento de la plaza es mucho, pero pausado. Los tablones se van ubicando uno pegado al otro y la mercadería se vuelca sobre las maderas. Entre ropa, antigüedades, comida y productos de primera necesidad, la feria va tomando forma y de a poco empiezan a aparecer posibles compradores.
“Yo vengo acá hace tres años, vendo el choripán a 350 pesos y también las bandejitas de falda para compartir, trato de mantener los precios cuidados porque trabajo más que nada con los demás puesteros”, cuenta Luis, ex combatiente de Malvinas, cocinero, dueño del tacho que le brinda algo de calor a los demás feriantes y que él utiliza como brasero.
El hombre vive a seis cuadras de la plaza y asegura que se siente cómodo trabajando en el lugar. Eso sí, sabe que la jornada laboral no puede extenderse mucho más de las tres o cuatro de la tarde. “Antes de las 18 ya estoy adentro. Después de esa hora no sabés qué puede pasar, anoche tiraron al lado de casa”, sostiene con naturalidad.
El límite horario de las 18 se repite entre la mayoría de los vendedores y vecinos del barrio. Cuando el sol empieza a caer, es mejor estar en casa y resguardado. “Los gendarmes están, pero a la tarde se las toman y acá no queda nadie”. El que habla ahora es Vicente, vende medias y toallas en el corazón de la plaza. Justamente una enfermedad cardíaca le impidió seguir con su trabajo y ahora "para la olla" con lo que se lleva de la feria. “Sobrevivimos, que no es poco”, destaca mientras intenta esbozar algo similar a una sonrisa.
“Peor es quedarme en casa haciendo nada”, asevera una mujer. Delante suyo hay un tablón repleto de pañuelos, remeras coloridas y algunos calzados. “La mano está dura, pero entre esto y lo que saco de ir a vender gaseosas en la cancha hago la diaria”, remarca.
Justamente su trabajo en ambos estadios de la ciudad es lo que más complicaciones le genera porque generalmente el horario de los partidos dista del que se impuso como "seguro" en el barrio. “La verdad es que me arriesgo yendo, pero no me queda otra, lo necesito. El otro día estuve hasta las 2 de la mañana en Pueyrredón y Pellegrini esperando un taxi que me trajera al barrio”, recuerda la mujer que luego se olvida de la charla e intenta convencer a una vecina para que se lleve unos zapatos “prácticamente nuevos”.
“Arriesgarse” y “sobrevivir” son dos conceptos que definen casi a la perfección lo que ocurre en Ludueña. Pese a la violencia, la desidia estatal y la crisis económica, los vecinos se la rebuscan y sobreviven. Las balaceras son parte de la cotidianidad del barrio pero el que no se “arriesga” y sale a trabajar, muchas veces, no come.
Alrededor de la plaza Claudio “Pocho Lepratti” hay murales que recuerdan al militante social asesinado durante la represión estatal de 2001. Su trabajo, al igual que el del padre Edgardo Montaldo, calaron hondo entre los vecinos de Ludueña. “Pocho vive, Edgardo está”, reza una de las paredes.
“En la lógica de la Iglesia, los que planteaba Edgardo era crear comunidades eclesiales de base. Nosotros, en la continuidad de su trabajo pero por fuera de la iglesia, hablamos de comunidades barriales”, explica Matías, militante social y al que todos en el barrio conocen como el Canario. La premisa de esas comunidades es que “los vecinos sean protagonistas de prácticas liberadoras”, repite casi como un mantra.
Durante la pandemia, la necesidad dio surgimiento a nuevos espacios que ahora se están reconfigurando. Uno de ellos es “Solidaries”, que actualmente ofrece apoyo escolar y talleres de manicura y carpintería. “Vienen unos 30 chicos, los ayudamos con las cosas de la escuela. Pero últimamente nos encontramos con que no les mandan tarea y no tenemos qué darles”, comenta Yoana.
Junto a Sergio, su pareja, y un grupo de vecinos, llevan adelante ese espacio con el que tratan de contener a los más chiquitos y ofrecer una salida laboral a los jóvenes. “Ya se nos recibió la primera camada de manicuras, están todas muy entusiasmadas buscando seguir capacitándose y buscando trabajo”, sostiene.
Pese a que nunca se imaginó dando apoyo escolar, la joven asegura que le obsesiona el pensar actividades para que los chicos se entretengan pero al mismo tiempo sigan aprendiendo y se sientan contenidos.
“Ahora estamos pensando en armar un cuaderno para que los chicos lleven a la escuela y le muestren a las maestras. Lo que queremos es que sepan que están viniendo acá, que tienen un acompañamiento y que nos digan lo que necesitan reforzar y manden más actividades”, remarca.
Al mismo tiempo, desde Solidaries también tratan de mejorar el barrio en cuestiones de higiene. Aunque ahí la buena voluntad se choca con la inentendible burocracia estatal. Un ejemplo de esto tiene que ver con la recolección de residuos. Resulta que por cuestiones de registro el camión recolector junta la basura de un lado del barrio y no del otro.
Ante la falta de recolección, los vecinos se vieron en la obligación de tirar la basura en una esquina donde se terminó formando un gran basural. En los últimos meses ese espacio se fue limpiando y hasta lograron gestionar que el municipio ponga contenedores.
Pero cuando los tachos llegaron, la empresa encargada de la recolección dejó de pasar por el barrio y los vecinos a los que desde siempre le retiraban la basura volvieron a reclamar. La solución del municipio fue retirar los contenedores y una vez cada tanto enviar un camión a juntar la basura que se acumula en la esquina.
Este tipo de situaciones donde el Estado no es capaz de dar respuesta a cuestiones diarias de los vecinos se repiten por todo el barrio. Otro de los problemas frecuentes tiene que ver con las cloacas. Según cuentan, hubo una falla cuando construyeron uno de los caños maestros que debería desagotar buena parte de los efluentes cloacales de la zona.
“Algo hicieron mal y se tapa, entonces empieza a rebalsar y tenemos toda el agua podrida acá a la vista". La que habla ahora es Pabla, integrante de Fenix, otra de las organizaciones que empezó durante la pandemia y ya se convirtió en uno espacio de contención necesario para los vecinos.
Por su ubicación, a escasos metros de la escuela que construyó el padre Montaldo y que ahora planean amurallar para proteger a la comunidad de los balazos, se puede decir que está en una zona caliente de violencia dentro del barrio más caliente en cuanto a violencia de la ciudad.
A esa situación, le suma que tiene las aguas servidas no solo en el ingreso a su casa, sino que también en el patio donde dos veces a la semana reciben a los chicos para darles la merienda y mantenerlos entretenidos en lo que ellos llaman “la hora feliz”, pero que generalmente dura más que 60 minutos.
“Esta semana lo tuvimos que suspender porque así no podemos traer a los chicos”, lamenta la mujer. “Acá vienen se divierten, hasta logramos que dejen el teléfono celular un rato”, añade y remarca la importancia de poder generar esos momentos de esparcimiento para quienes muchas veces están atravesados por historias familiares complejas.
Pero el agua servida y la promesa incumplida de Aguas Santafesinas de ir a desagotar el ingreso no es la única causa por la que a veces tienen que suspender los encuentros con los nenes del barrio. “Nos llegan mensajes donde nos avisan «hoy no se junten porque van a tirar». Entonces nosotros suspendemos y al ratito nomás escuchamos los tiros”, detalla. “Ahora, con los allanamientos de hace dos semanas se había calmado, pero ya se volvieron escuchar los tiros de nuevo”, sostiene.
Su relato coincide con el que, el día después de los allanamientos, dio en Radio 2 el fiscal Pablo Socca. En pocas palabras, lo que el funcionario había advertido en ese entonces era que él había detenido a unas 30 personas, pero que si el Estado no intervenía desde lo social, nada de eso iba a servir, porque las bandas recuperan rápidamente su mano de obra y vuelven a estar operativas.
El Ministerio Público de la Acusación que integra Socca es parte de una mesa de coordinación, en la que participan también provincia y Municipalidad, que desde hace cerca de un año trabaja sobre la problemática de la violencia en barrio Ludueña. Allí se definió un operativo multiagencial que comenzó hace unos diez días (reflejado en una nota publicada este sábado por Rosario3), con base en el playón ubicado detrás de la comisaría 12, justamente para realizar un abordaje integral de la problemática. ¿Será el inicio de una nueva etapa para revertir la histórica ausencia estatal que denuncian los vecinos y que es también factor del avance narco?
El fiscal entiende que el trabajo que hay que hacer es profundo y tiene que ser sostenido, porque debe ir al hueso del asunto: la crisis social combinada con la cultura de la violencia. “No soy sociólogo, pero esos chicos vienen de generaciones de familiares delincuentes, entienden que eso es lo normal o lo que tienen que hacer. Estos chicos terminan o presos o muertos y yo pienso que no les importa, que es un destino que aceptan con tal de por un tiempo disfrutar de la «fama del narco»”, expresó el funcionario judicial en el programa Radiópolis.
Pese a las coincidencias del diagnóstico, el mensaje de Pabla es más esperanzador: “Estamos pensando en armar algunos talleres para capacitar a los chicos. Nosotros los vemos, sabemos lo que hacen. Pero también vemos cómo se nos acercan y nos piden que los ayudemos a salir. Tenemos que actuar rápido para darles una alternativa”, sostiene entusiasmada.
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