Demian saca yuyos con una azada de su pequeña parcela sembrada. Remueve los tallos verdes pero los deja sobre la superficie. Dice que es para que la tierra conserve mejor la humedad, como un techito. Tiene 16 años y se sumó a un curso de oficios inédito, de huerteros agroecológicos con salida certificada para buscar trabajo. Se juntan tres veces por semana a la tarde en un lugar que conjuga distintas experiencias e historias. Es en la parte alta del bar Sunderland donde la huerta se expande hacia los costados, entre un ex basural y escombros de casas demolidas. Buscan consolidar un nuevo espacio verde mixto (público y privado) en República de La Sexta.
La idea fue del pionero de la agricultura urbana, el ingeniero agrónomo Antonio Lattuca. Nació en 2023 con un grupo que ya terminó el primer año de taller y consiguió su título. Como el trabajo en la tierra y la producción de alimentos suele estar asociada al campo de la acción y la práctica, esta experiencia con teoría y acompañamiento de distintos profesores ofrece una rareza en este tipo de espacios: un certificado de “Promotor agroecológico” del Centro de Educación Agropecuaria (CEA) de San Genaro. En esta edición 2024, los alumnos y las alumnas recibirán también la validación de curso de oficio de la Universidad Nacional de Rosario (UNR).
Antonio empezó en la década de 1980 con las primeras huertas comunitarias en El Mangrullo y después de varias experiencias creó el Programa de Agricultura Urbana (PAU). Ese espacio premiado de la Municipalidad de Rosario ya suma ocho parques huertas, 40 hectáreas de producción, 350 trabajadores y más de 20 años de recorrido. El gestor cree que “Huerta arriba” en La Sexta es un nuevo paso en la construcción de soberanía alimentaria y conexión de las personas de menos recursos con la naturaleza y un oficio. “El título habilita para poder trabajar en centros comunitarios, escuelas, instituciones. También hay personas que tienen tierra y me piden que les haga una huerta. Yo no puedo pero ahora, con estas capacitaciones, estas personas pueden hacer esos trabajos”, explica.
"La agricultura urbana sigue siendo poco conocida y creo que es el futuro", dice el hombre de 74 años, referente local y nacional, en un “Mes de la Agroecología” distinto. Es el décimo año que se usa noviembre para celebrar y generar conciencia de los proyectos que impulsa la Red Nacional de Municipios y Comunidades que Fomentan la Agroecología (Renama), que dirige Eduardo Cerdá. Pero, aunque las experiencias se multiplican, el Estado nacional desfinanció o eliminó las áreas de apoyo. El propio Cerdá es ex titular de la extinguida Dirección Nacional de Agroecología. Otros espacios públicos, como los programas ProHuerta del Inta, con tres décadas de desarrollo, o Agricultura Familiar, perdieron financiamiento con este gobierno libertario.
De todas formas, para Antonio “cada vez más gente ingresa a esta red” y eso es vital. “Hace casi 40 años que estoy con esto. Para una vida es mucho tiempo pero para el desarrollo de una idea es muy poco. A mi me decían cuando yo hacía la huerta que era un agrónomo fracasado que me dedicaba a la «huertita», como algo menor. Después esto progresó, hice una maestría y eso cambió la forma de ver lo que hago. Pero seguimos muy lejos. Falta mucho”, agrega.
“Vivimos en una sociedad esquizofrénica. Porque la naturaleza nos da los alimentos, las plantas medicinales, las fibras para la ropa o la madera para el hábitat pero el trabajo en la tierra sigue considerado como en la escala social más baja”, diagnostica y reivindica la figura de las campesinas y los campesinos que comparten conocimientos y nutren buena parte de los cordones verdes.
Jesica, la mamá de Demian que sigue con la azada y los yuyos, coincide con el creador del programa en que la huerta es un espacio transformador. Aunque no es fácil. Ella empezó el curso en abril de 2023. Eran 20 y al final del año quedaron diez. Primero estuvo enferma y después descubrió que estaba embarazada. Casi al mismo tiempo su compañera Mónica falleció. Dice que en el dispensario la dejaron estar y cuando la internaron fue demasiado tarde. Otros abandonaron pero ella siguió hasta el final y este año volvió. Con 34 años, es "la vieja" por su experiencia en el lugar. Lo cuenta con Emiliano, su bebé de seis meses en brazo. El quinto hijo.
–¿Qué aprendieron en este curso?
–¡¿Qué no aprendimos?! Primero, a trabajar en grupo. A ser varios en una sola persona.
–¿Cómo es eso?
–En general uno trabaja para uno y acá tenés que hacer con los demás. Las cosas se hacen entre todos. Tenemos que ser un solo cuerpo. Porque no es solo tirar la semilla a la tierra y esperar que crezca. Hay que nutrirla, alimentarla, y está la fase lunar también. Es aprender a darle valor a la vida, a los alimentos y a la naturaleza.
Del basural al cedrón
El espacio está en construcción. Se accede por avenida Belgrano al 2000, desde el tradicional restorán rosarino. Se sube por una escalera que da a la huerta propia del emprendimiento gastronómico. Antes la cuidaba Doña Irma, una mujer que vivía en esa parte alta del Sunderland. El año pasado, limpiaron el basural que estaba al lado. Además, lo que eran casillas de La Sexta ahora son escombros porque avanza la reubicación de familias en esa zona.
Esa prehistoria asoma entre las hileras de verdura que trabaja Evelin, una de las talleristas de 20 años. Retira restos de vidrio, frascos o fragmentos de cerámica para abrirle paso a los alimentos que vendrán. Rellenan las zonas con compost que generan en el lugar. No es la primera vez que ella entra en contacto con este universo. Su padre es huertero en el Parque Oeste. Dice que le gusta ver cómo una semilla se transforma en planta y después da sus frutos.
Mirko se toma dos colectivos desde la zona oeste hasta la Huerta arriba. Se sumó en marzo de este año. Tiene 22 y retomó los estudios para terminar la secundaria en un Eempa. La vida se puso cuesta arriba en su adolescencia, dice que se desvío de su camino pero ahora se enfoca en retomar eso que él cree es su sendero. El rectángulo con su nombre, de tres metros de largo por un metro, le da apio, acelga, lechuga y espera sobre todo unas berenjenas que empiezan a asomar.
La albahaca, explica, ahuyenta insectos que pueden ser perjudiciales para las otras plantas y eso teje un sistema de relaciones. Una lógica para evitar el uso de químicos y fomentar la producción asociada. Ese es uno de los principios de la agroecología pero no el único. Otro eje de esa disciplina es lo que le pasa a él: la huerta lo cambió, le abrió otras dimensiones.
“No sabía nada de esto y acá los profesores y profesoras nos enseñan muchas cosas, no solo de agroecología. Es muy lindo comer lo que sembraste, con todo el trabajo que le pusiste y además la comida tiene otro sabor. La probás y decís: «Tenían razón, estamos comiendo veneno y esto es sano»”, cuenta
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Mirko cruza la ciudad los lunes, miércoles y viernes a las 14.30 porque este espacio le permite salir de la violencia que proponen muchas veces las calles en los barrios y desconectarse de las pantallas. “Mi generación no está tan conectada con la tierra. Quiero terminar el secundario y me gustaría llevar este taller a mi barrio”, proyecta.
El curso tiene una beca que sustentan padrinos (Claudio Tedeschi, dueño del Sunderland y concejales, entre otros) y que les permite cobrar 60 mil pesos por mes para gastos o viáticos. También les dan una merienda cuando terminan el trabajo. Además, pueden llevarse sus verduras (a Mirko le encanta el apio, hace buenas tartas con sus acelgas, además de aprovechar la lechuga y el brócoli), venderlas en ferias y, sobre todo, constatar que se pueden hacer cosas transformadoras de realidades.
Un poco más atrás, Nicole de 24 y Morena de 15 pelean con una caña para armar lo que ellas definen como “la casita” de los tomates. El plantín aún es chico pero cuando crezca esa estructura de dos tirantes cruzados le servirá de soporte. La más grande de la chicas vive en el barrio. Al principio no le prestaba mucha atención a la actividad pero ahora le gusta: “No sabía qué plantas de acá se podían comer y cuáles no y ahora sí. También aprendí de las medicinales”.
Nicole dice que descubrió la planta de cedrón. Le contaron que se podía hacer un té que sirve para relajar y bajar el estrés. Una noche que estaba alterada lo probó.
–¿Y, te tranquilizó?
–Sí, funciona.
El eneldo y un caso testigo
El chef del clásico bar y restorán, Diego Hugolini, necesita más eneldo, un condimento para el pescado. Cree que le hará falta sobre todo para las fiestas de fin de año. Antonio Lattuca tomó nota y trajo unos plantines para aumentar la producción. Además de las parcelas de los jóvenes productores, mantienen un espacio común que es para abastecer a la cocina del lugar. Esa asociación entre huerteros comunitarios y comercio llevó al concejal Mariano Roca a presentar un proyecto para replicar esa dinámica en otros espacios de la ciudad.
Antonio sube la escalera que conecta el bajo con el fondo La Sexta, la zona de Ituzaingó y Convención. Al costado del predio privado, están los escombros de las casillas demolidas. Las familias ya fueron reubicadas en medio del plan de urbanización. El ingeniero proyecta profundizar el proyecto: quiere ganar una hectárea de esos terrenos aledaños que quedaron desocupados y son de la Universidad Nacional de Rosario (UNR).
No está solo en la aventura. Hay tres ingenieros agrónomos, uno por día de encuentro, y otros docentes y coordinadores. Este viernes que Rosario3 recorre la iniciativa, Marcela Useglio es la especialista en agroecología y se suman Graciela Carnevale, artista del grupo “El levante”, y Dora Mantello, médica.
Entre las tres explican las múltiples capas de la iniciativa. “No solo aprenden haciendo, desde la práctica, se genera una conciencia y una sensibilidad en el trabajo con la tierra. Afianza las relaciones humanas, nos conocemos y además la pasamos bien”, dice la ingeniera agrónoma. “También damos perspectivas distintas que amplían el campo de saberes y vemos cómo se transforman ellos y nosotros”, agrega Graciela. Para Dora, “la medicina antroposófica tiene muchos puntos de contacto con lo que hacemos acá, hablamos de cómo sembrar para que una planta sea fuerte y saludable, que nos aporte una nutrición completa y cuáles son las propiedades que tienen; este es un fenómeno de encuentro más allá de la evasión”.
Como dice Jesica con sus dos hijos, mientras el grupo prepara unos plantines: “Acá podés crear tus verduras, que están carísimas, el otro día me vendieron brócoli a 3.500 pesos de menos calidad. Pero no solo es lo económico, podés ser tu propio patrón y además estamos todos unidos”. Ella, que debió irse del barrio porque una banda narco le usurpó la casa y en pandemia no tuvo ni para darle de comer a sus hijos, reflexiona: “Hay otra forma de vivir pero si no te la muestran no lo sabés”.