“¡Allá! ¡Detrás de la rompiente!". "¿Que rompiente?”. "¡Allá!". Detrás de la espuma, una línea negra salía a la superficie y desaparecía. Dos horas después, más cerca de la costa de Punta Norte (Península Valdés, Chubut), del lado del mirador de turistas, esa línea se vería más nítida: eran orcas que jugaban en las olas. Barrenaban. Saltaban. Se tocaban. Golpeaban sus aletas contra el agua. Se acercaban a tierra y volvían. Mientras, despreocupados, los lobitos marinos dormían, nadaban, gritaban su característico quejido grave, como si a metros nomás no acechara su depredador natural. Como si el día anterior algunos de ellos no hubieran quedado atrapados en sus mandíbulas.
El viernes 7 de abril, Viernes Santo, viernes de Via Crucis submarino en Puerto Madryn, se volvieron a ver orcas después de once días en la Lobería Punta Norte, a poco más de 160 kilómetros de la ciudad, el equivalente de dos horas y media en auto, por asfalto y ripio y sin ni una rayita de señal en el celular.
Verlas en su hábitat ya es una rareza por la cual turistas, fotógrafos y documentalistas hacen miles de kilómetros, a veces gastan varios miles de dólares y dedican horas y horas de espera. De santa espera. Y no siempre el milagro ocurre.
Verlas alimentarse, encallar sus cuerpos en el canto rodado y atrapar a un lobo o elefante distraído, también es difícil.
Y verlas surfear como el sábado santo, casi una experiencia religiosa.
Oriundo de Trelew, donde trabajó en policiales y accidentes de tránsito, el reportero gráfico Maximiliano Jonas se reconvirtió en Madryn en paparazzi de ballenas y orcas. El año pasado tuvo repercusión mundial el video que hizo de una ballena empujando a una paddlesurfista en la costa, frente al monumento del Indio Tehuelche.
Hace 13 temporadas que se somete a los tiempos de la marea para entrar y salir del “corralito” natural que usan los fotógrafos y equipos de filmación en el llamado canal de ataque, alejado de la pasarela de madera desde donde miran los turistas.
Pocos pueden entrar ahí. No más de seis personas por vez. Para acceder, son necesarios varios permisos que se tramitan con hasta un año de anticipación. Hay que pagar una tarifa -diferencial para extranjeros- y respetar algunas reglas de conducta y de trabajo, bajo la estricta mirada del veedor provincial. Héctor Casin es uno de ellos.
Desde hace 32 años su trabajo consiste en ayudar a los profesionales a conseguir la mejor toma posible: les señala dónde ver y cuándo. La semana pasada recibió a un grupo británico de National Geographic y en estos días le daba la bienvenida a un fotógrafo de La Pampa. Pero sobre todo, su trabajo consiste en vigilar que nadie haga nada que no deba.
“Tratamos que los equipos de filmación tengan las mejores imágenes, pero siempre el objetivo principal es la conservación y el cuidado de los animales. A ellos se les va avisando ya con seis meses de anticipación qué es lo que pueden hacer y qué no”, explicó Casin, el “Turco”.
Los siete mandamientos
Una vez conseguidos los permisos y abonado el canon –que va de los 250 a 300 dólares por día para extranjeros; y de los 15 a 20 mil pesos para argentinos–, se ingresa a la zona del canal acompañado del veedor, unas tres horas antes de la marea alta. Se entra arrodillado o agachado, primer mandamiento. Con ropa oscura, segundo. Y sin demasiada comida ni bebida, apenas algunas galletitas y mate (te o café, según la nacionalidad del paladar), tercero.
Para “ir al baño” habrá que pedir permiso, cuarto. No se usarán cámaras submarinas ni drones, a no ser que el veedor lo permita, pero no podrán volar a menos de 50 metros sobre el nivel del mar, quinto. No se navegará en la zona, sexto. Y jamás de los jamases se entrará al agua, séptimo.
Pero no siempre las reglas fueron así de claras. Se perfeccionaron con el tiempo y a medida que fueron llegando más cámaras. La primera vez que fueron equipos de filmación a registrar los varamientos de orcas fue en la década del 70. En aquel entonces aterrizó desde Buenos Aires en la Península Valdés el equipo de La Aventura del Hombre, el famoso programa de los domingos y lunes de El Trece que mostraba los paisajes y culturas de diferentes regiones de Argentina y Suramérica, con la primera conducción –santa coincidencia–, del padre Ismael Quiles.
Y después, en la década siguiente fue la BBC de Londres, pero todavía la frecuencia de los equipos que llegaban para filmar a las orcas era “cada tanto”. “Recién comenzaron a venir más a partir de la década del 90, cuando ya se empezaba a hablar de la conservación, de los varamientos, y se hizo conocido a nivel mundial. Entonces, a partir de ahí se empezó a tener más presencia de grupos de filmación y de fotógrafos, principalmente extranjeros”, contó Casin.
Santa paciencia
“Parece un aeropuerto, escuchás todos los idiomas”, describió Jonas que este año cursa su decimotercera temporada de orcas y entre este marzo y lo que va de abril ya se hizo unos 5 mil kilómetros yendo y viniendo de Madryn a Penínsulas Valdés. “Y las vi solo en tres oportunidades, viernes y sábado (7 y 8 de abril) y el 28 de marzo”, contó. En sus dos primeras temporadas, incluso, no vio ninguna. “Lleva mucho tiempo, mucho trabajo”, acotó.
Mucha paciencia. No hay señal de celular y los horarios los imponen las mareas. La alta es el mejor momento para ver orcas. Por día, hay dos y otras dos bajas, con un periodo intermedio de 20 minutos aproximadamente y se van corriendo todos los días, entre otros 20 minutos y algo más de una hora respecto al día anterior. De modo que la jornada, contando el viaje hasta la Lobería arranca tempranísimo y termina casi igual de tarde.
La espera se vive con modorra y excitación. Se intercalan “siestas tremendas” y debates apasionados en inglés sobre –qué otra cosa puede ser– orcas. Con el tiempo, el cuerpo se acomoda y los ojos miran distinto.
“Empezás a ver. Empezás a ver pájaros, a ver la fauna. No sabés dónde está el teléfono, no mirás el reloj. Y te hacés adicto a eso”, dijo.
Y cuando el milagro ocurre, y las orcas aparecen, el tiempo vuela. “Te dan otra adrenalina. A las ballenas, en temporada, las ves desde la ventana. Es un trámite, son 15 minutos. En temporada sabés que las ves. La orca no, es la figurita difícil”, comparó.
Por eso ese viernes santo, Jonás, que trabaja principalmente para los medios locales y como corresponsal de Télam, lamentó tener que volverse a Madryn para el Via Crucis submarino. Si no tenía trabajo en la ciudad, se quedaba.
Y por eso también, lo que pasó el sábado lo dejó perplejo. “Fue el mejor día de orcas en la historia de Punta Norte. Hace 28 años que vengo y nunca en la vida vi este compartimiento tan increíble delante del mirador”, aseguró.
“Tres orcas surfeando al mismo tiempo no lo habíamos visto nunca”, sumó Casin y sus 32 años de veedor.
El viernes se habían visto siete orcas, el sábado fue el doble. Eran dos familias distintas que se reencontraron y parecieron “ponerse al día”.
“No estaban cazando, estaban socializando. Eran 14 y había una actitud de juego, había un grupo que hace mucho que no se veían. Surfeaban las olas, hacían prácticas de varamiento, corrían de un lado al otro. Se la pasaron boludeando en el agua”, argentinizó.
En Península Valdés hay actualmente 34 orcas que se mueven en distintos grupos. Cada una tiene su nombre y los científicos y fotógrafos más asiduos hasta las pueden reconocer por sus aletas o manchas.
“Se mueven en familia, siempre las mismas. O aparece el grupo de siete, o de cuatro o el de 11. O aparece una con su hijo, o aparece una con tal macho. Hay algunas que las vimos nacer y es un flash, sabemos quiénes son ni bien aparecen. Hay muchas que son icónicas”, enumeró.
Como la famosa Mel, que hoy rondaría los 63 años. La vieron por primera vez en 1975 en las playas de Punta Norte. Los científicos pensaron que era hembra y la bautizaron Melanie. Luego descubrieron que era un macho y ahora cada 16 de marzo se celebra el Día de la Orca en su honor porque justamente el 16 de marzo de 2010 se la vio por última vez.
Junto a su hermano Bernardo, que desapareció en la primavera de 1993, protagonizaron casi todas las portadas de las revistas de naturaleza del mundo. “Sin duda Mel fue la cazadora emblemática de Península Valdés, a aquellos que la conocimos y fotografiamos nos dejó un gran aprendizaje sobre la paciencia de la espera y de los tiempos de la naturaleza que no son los nuestros”, reflexionó en su Instagram el fotógrafo Andrés Bonetti.
Jonas no se define como un fotógrafo de naturaleza. Cuando sale con su cámara no busca sólo al animal, busca su actitud.
En el corralito del canal lo rodean fotógrafos y en el mirador de turistas también hay competencia. Nadie va a Punta Norte sin cámara, aunque sea la del celular.
“No soy fotógrafo de naturaleza, me gusta darle un enfoque visual, tratar de respetar y ver lo que nos quieren dar. No soy especialista ni en ballenas ni en orcas porque para eso están los científicos con sus herramientas; a mí me gusta emocionarme, me gusta verlas con sus hijos, saltar, respirar, ver cómo protegen a las crías, cómo les enseñan”, dijo.
“Cómo nos enseñan”, recalcó. Paciencia, santa paciencia.