Final del Mundial de Estados Unidos 94: Brasil, Italia. En un cómodo sillón del living, Luis con dos de sus hijos quiso ver el partido. Una promesa de buen espectáculo o como dirían en el lugar común del relato, “el fútbol en los pies de sus mejor intérpretes”. Marcelo, el mayor iba por Italia. Paola, que también había jugado al fútbol de chica se inclinaba por la belleza de trato que siempre Brasil le dio al balón. Enfrente a la habilidad brasilera estaba el tano Varessi que en el área era implacable. Ana, la mujer de Luis y su hija Andrea iban y venían sin darle tanta importancia al asunto. Tal vez a la platea familiar con la mano en el corazón le daba lo mismo que gane quien gane. Tal vez dolía, como en todos los hogares argentinos, el “me cortaron las piernas”, del doping de Maradona.
Cero a cero. Trabado y nervioso. A penales. El primero en errar fue Varessi. Marcio Santos de Brasil también pifió. Algunos penales entraron en un empate que pintaba largo. Se olía que el que erraba quedaba afuera. Erró Daniele Massaro de Italia. Dunga la mandó a guardar y a esperar el final. El arquero Pagliuca de Italia tenía que atajar uno para seguir con vida. Pero el mejor de Italia, el histórico Roberto Baggio acomodó la pelota y miró fijo a Taffarel. El 10 en el pecho, su colita en el pelo, canchera e informal. Le pegó duro y firme. La mandó lejos. Muy lejos del arco sobre el travesaño. Brasil campeón en Estados Unidos gracias al penal peor pateado de la historia, según los italianos.
En la cena Luis y su familia no podían creer la torpeza de Baggio. Memorable e histórica. Penal a la tribuna en la final del Mundial. Su mujer Ana pone un poco de orden la charla en la cena y les recuerda que “mañana tenían que ir a trabajar como siempre”. Había una intensa auditoría en el trabajo y necesitaba ayuda. Paola, la menor, la que había jugado al fútbol de niña, estudiaba abogacía. Mañana era lunes, su primer día de vacaciones de invierno, iba a ayudar a Ana en su trabajo.
Costó levantarse temprano. “Hubo que zamarrearla”, recuerda Luis. Los jóvenes tienen un gusto por el dormir que ya los grandes no tenemos. Paola y su mamá Ana partieron a la oficina para llegar temprano. Las esperaba un día largo. Larguísimo.
Paola nunca había entrado a ese edificio imponente. Siempre observó de afuera el lugar de trabajo de su madre pero no conocía la pequeña oficina donde Ana miraba y analizaba los números. Ingresaron y saludaron a Mauricio, un empleado de seguridad que pesar de una lesión no quiso faltar al trabajo. “¿Estás bien?”, preguntó Ana. “Sí señora, me voy a recuperar”, le dijo.
Segundo piso por el ascensor. La oficina de Ana era diminuta. Solo un escritorio, la silla y el armario con los papeles. Paola bostezaba sin parar. Primer día de vacaciones, a trabajar con mamá, “soy la hija perfecta”. Le dan un escritorio apartado al de su madre, su silla y los papeles para revisar. Así arrancó su día. Con una pila de papeles con números que verificar.
Paola aguantó hasta las nueve. Bostezo número mil. Se acerca a la oficina de Ana y le pide un café. En el trabajo estaban en refacciones y la cocina estaba clausurada. Solo había una vieja máquina de filtro. Prefiero el express del bar, sugirió cómplice. En la esquina de Tucumán y Pasteur había un bar. Jorge, el mozo, era un sanjuanino muy amable que sabía cómo levantar pedidos en la oficina.
“Cuando llegue el café baja rápido a buscarlo”, le pide Ana. Paola cumple. Mauricio, el de seguridad, llama desde planta baja. “El café antibostezos”, esperaba. Paola sube al ascensor y aprieta el 0.
Cuando el ascensor llega a planta baja, la vida de Paola y la vida del país cambian por completo. Eran las 9.53 de la mañana del 18 de julio de 1994 cuando la mayor explosión recibida por un atentado terrorista en Argentina se llevó la vida de Paola, Jorge (el mozo), Mauricio (el de seguridad) y 82 personas más.
“La primera vez que entraba al edificio fue su último día de vida”, recuerda Luis Czyscewski, el papá de Paola.
El ataque terrorista a la Amia sigue impune. En un país donde muchos se esfuerzan a diario para que los asesinos de Paola no paguen el castigo de sus crímenes. Un país donde criminales esconden criminales. Dolorosamente, un país criminal.