Con pronóstico incierto y después de una campaña que podría definirse como la de más bajo nivel en 40 años de democracia, Argentina vota para definir mucho más que quién gobernará los próximos cuatro años. Las elecciones de este domingo –y en caso de que lo haya, el balotaje del 19 de noviembre– dirimirán cuestiones de largo plazo para un país que atraviesa una crisis sistémica que lo tiene el borde del infierno hiperinflacionario y que no encuentra horizonte de salida.
El escenario, en el aniversario número 40 del fin de la dictadura militar que desangró a la Argentina, es muy diferente al que imaginaron los arquitectos que en 1983 pusieron los cimientos del sistema republicano de gobierno, con un mito fundacional pronunciado por Raúl Alfonsín: con la democracia se come, se cura, se educa.
Los sucesivos fracasos económicos, el avance de la pobreza y de la inseguridad, la corrupción, la imposibilidad de establecer un proyecto común le quitaron credibilidad a la palabra política y generaron la verdadera grieta: la que sienten importantes sectores de la ciudadanía con las dirigencias que aspiran a representarla.
Esa situación, que no es nueva, se agravó por factores externos como la pandemia, que condicionó la vida social, política y económica de los últimos años, o la falta de lluvias que en este 2023 terminó de secar de dólares la reservas del Banco Central. Pero también por los malas decisiones de los gobiernos y la devaluación de la palabra de quienes prometieron mucho e hicieron poco.
En ese marco, cuesta que la sociedad elija creer, el espíritu que unió a los argentinos en torno al único motivo de alegría y alivio colectivos en medio de de tantos dolores: el campeonato mundial logrado por la selección de fútbol hace menos de un año.
Más bien, lo que rodea el proceso electoral es un proceso en el que se imponen sentimientos negativos como la desesperanza y la bronca. Síntomas de la Argentina punk, ese país en el que la idea de que no hay futuro, o de que lo hay para cada vez menos personas, gana terreno en un marco de decadencia político-cultural nunca visto.
El emergente lógico
Javier Milei, que por haber sido el candidato más votado en las Paso y por la centralidad que ganó luego de ese resultado es quien más chances parece tener de llegar a la Presidencia, es un emergente lógico de esta realidad.
Más allá de sus proyectos rupturistas y disparatados –se sumó a último momento el de una candidata a diputada de su sector que plantea que los hombres puedan renunciar a la paternidad–, que en algunos casos reabren cuestiones que la sociedad argentina ya resolvió positivamente. Más allá de que sus actitudes violentas, su temperamento inestable y su declarada voluntad de barrer con derechos adquiridos sean refractarios a cualquier consenso. Más allá de lo inquietante que resulta la inédita reivindicación que hizo de la dictadura al comparar los 40 años de democracia con un “desierto”. Y es que la fortaleza de Milei no pasa por su plan de gestión, por sus propuestas, sino por lo que consigue representar: el enojo, el hartazgo de gran parte de la población con la dirigencia política.
Ese logro se cimentó sobre un acierto discursivo que cambió el clivaje tradicional de cualquier elección: durante la campaña el dilema casta-anticasta se impuso sobre el habitual continuidad o cambio.
Así, Milei se ubicó del lado anticasta, aunque en realidad su acuerdo con el sindicalista Luis Barrionuevo –que este domingo lo ayudará a garantizar un esquema de fiscalización que considera fundamental para la posibilidad de ganar en primera vuelta– es la muestra de que ya comenzó a pactar con ella. Y colocó del otro a sus dos principales competidores: los candidatos de Juntos por el Cambio, Patricia Bullrich, y de Unión por la Patria, Sergio Massa.
Objetivo balotaje
Las aspiraciones de la exministra de Seguridad de Mauricio Macri y del actual ministro de Economía pasan por entrar al balotaje, cosa que lograrán si el libertario queda por debajo del 40 por ciento de los votos o si aunque supere ese número le saca al segundo menos de diez puntos de ventaja. Si el economista alcanzara el 45 por ciento de los votos –cosa que de acuerdo a las encuestas parece imposible– eso solo ya la alcanzaría para ser presidente en primera vuelta, más allá de la cosecha del resto.
Tanto para Bullrich –que creía que la suma de sus votos y los de Horacio Rodríguez Larreta iban a dejar a su fuerza a tiro de ser gobierno– como para Massa –que aspiraba a ser el postulante individualmente más votado el 13 de agosto–, la campaña se hizo cuesta arriba desde la misma noche de las Paso, a partir del cachetazo que significó el primer lugar de Milei en esa instancia.
Pero a la vez fue tan exigua la diferencia entre las tres fuerzas políticas más votadas en las Paso –La Libertad Avanza obtuvo el 29,86%, Juntos por el Cambio 28 y Unión por la Patria 27,28– que nada está dicho hasta que se cuenten los votos, a partir de las 18 de este domingo.
Las encuestas marcan que el orden entre la segunda y la tercera fuerza se invirtió de cara a la elección de este domingo y que es el candidato oficialista quien, a pesar de ser ministro de Economía de un gobierno que no consiguió domar la inflación, tiene más chances de llegar a una segunda vuelta.
Esto obedece en parte a que la candidata de Juntos por el Cambio tuvo dificultades para fidelizar el voto de Rodríguez Larreta, con quien protagonizó una interna salvaje que dañó a todo el espacio político, y a que Milei fue visualizado por sectores antiperonistas como un canal más eficiente para castigar al gobierno. Por eso, las últimas apuestas de la exministra de Seguridad pasaron por cicatrizar las heridas de la batalla con el jefe de Gobierno porteño, a quien ya anunció como eventual coordinador de su gabinete, y mostrar equipo más poder territorial, algo de lo que el libertario carece en absoluto.
El de Unión por la Patria, en tanto, desplegó desde su rol de ministro de Economía medidas que sumaron dinero a los bolsillos de los asalariados –eliminación del impuesto a las ganancias, devolución del IVA–, en una carrera contrarreloj frente al avance de los precios y el desequilibrio de las variables económicas que esas mismas decisiones incentivan.
Llegó sacando la lengua. Al 40 por ciento de pobreza, se sumaron 12,7% de inflación y un dólar paralelo que a fuerza de controles y persecución consiguió que no supere una cifra que antes de que comenzara el proceso electoral sonaba astronómica: mil pesos.
Pero en la batalla del enojo contra el miedo, como se podría definir a estos comicios, el exintendente de Tigre apunta a ser depositario del voto de quienes creen que la dolarización, la destrucción del Banco Central en particular y del Estado en general, la demonización de la justicia social, la precarización laboral, los distintos tipos de negacionismos, son cosas realmente para temer. Desde ahí alimenta la esperanza de ser líder de un nuevo gobierno con cabeza peronista pero que promete que tendrá cuerpo de “unidad nacional”. Para ello, apuesta a capitalizar voto útil que en las Paso fue a los otros dos postulantes que compiten en estas elecciones generales: el cordobés Juan Schiaretti, de Hacemos por Nuestro País, y la porteña Myriam Bregman, del Frente de Izquierda.
Certezas y el hombre invisible
En medio de tanta incertidumbre, algo parece asomar como certeza. Sea cual sea el resultado de este domingo, hay un proceso de reconfiguración del esquema de representación política que incluye la renovación de los liderazgos encarnados por las dos figuras que dominaron el escenario los últimos años: los expresidentes Cristina Kirchner y Mauricio Macri, ambos ausentes en las boletas después de mucho tiempo.
Esa reconfiguración implica también riesgo de rupturas, pases de una fuerza política a otra y nuevas alianzas en las que acaso esos liderazgos declinantes tengan influencia, porque son aún reservorios de poder en medio de un escenario fragmentado y en el que habrá que construir gobernabilidad sobre arena movediza.
En cambio, el hombre invisible, ese que fue ungido por un tuit, construyó consenso en la peor emergencia, pero que luego lo dilapidó a partir de una foto en una fiesta de cumpleaños inoportuna, no. El 10 de diciembre Alberto Fernández se volverá a su casa después de ponerle la banda a su sucesor. Y, como representante principal de un experimento fallido que destruyó la autoridad presidencial que su ex referente Néstor Kirchner había podido reconstruir, acaso ya ni siquiera podrá ser comentarista de una realidad nueva: la Argentina ingresa en la dimensión desconocida.