Más que fantasmas o integrantes de una casta privilegiada, las siete personas que cocinan en el comedor de Marta Franco para 60 familias, o 300 raciones, son malabaristas. En este año, perdieron la asistencia del gobierno nacional y debieron “estirar” alimentos para poder atender a una demanda creciente. El agua que usan para el guiso no la consideran potable y el gas, que pagan más caro en garrafa, lo mantienen al mínimo para repartirlo entre varias hornallas al mismo tiempo. Sus técnicas tienen límites: no crean carne, ni producen leche; fuentes de proteínas que se volvieron un lujo ajeno. Tampoco hay recetas cuando la cola de personas supera la cantidad de platos a repartir.
Las carencias no son de un paraje alejado sino del barrio Tamagno en la zona sudoeste de Rosario, vecino a Roca. El comedor está sobre calle Vázquez 5238, entre Matienzo y pasaje 1814. Forma parte de una red de asistencia comunitaria que este año, a pesar de las denuncias contra el sector, no paró de crecer. La Provincia hizo una auditoría sobre 887 domicilios anotados, detectó 250 irregularidades y cerró la mitad. Pero el hambre no sabe de burocracias y al mismo tiempo que eso ocurría se multiplicaron los nuevos espacios. Hoy Santa Fe tiene más de 1.200 instituciones para atender una demanda que creció un 35% promedio, según la Provincia.
El gobierno nacional ignora esa crisis. “Abandonó la política alimentaria”, resumió Jorge Márquez, subsecretario de Seguridad Alimentaria de Santa Fe. Por eso, el área triplicó la inversión: pasó de mil millones de pesos mensuales en diciembre de 2023 a 3.200 millones de pesos en la actualidad.
Desde la Municipalidad, el secretario de Desarrollo Humano y Hábitat, Nicolás Gianelloni, coincidió en que la necesidad de comida aumentó entre un 30% y un 40% en 2024. “Lo que más creció es el pedido de ayuda de las familias por distintos temas: desde pérdidas de empleo a problemas nutricionales”, dijo. Solo en la ciudad existen unos 900 lugares de asistencia nutricional. “En la pandemia, llegamos a mil, después bajó y este 2024 volvió a subir”, comparó.
Esa “rotura social” se evidenció con la estadística oficial de la indigencia: se triplicó en un año en Rosario. Pasó de 6,2% a 18,2% (casi 246 mil personas) durante el primer semestre. Para Gianelloni, no hay "un agravamiento de la situación social porque con el esfuerzo de la Municipalidad y de la Provincia la podemos contener".
La Asistencia Alimentaria en los 42 Centros Cuidar refleja dos alteraciones muy marcadas. La primera es el daño generado este año. En noviembre de 2024, se entregaron 7.594 módulos (cajas o bolsones con distintos productos según el caso) a familias de la ciudad, un alza interanual de 64% (en el mismo mes de 2023 fueron 4.857). La gestión de Milei agravó la caída pero no la inició: también en los meses del año pasado se registró una demanda en ascenso.
“Hay hambre en los barrios”, denunció Mónica Crespo desde el Industrial, en la zona norte. Ella sostiene un espacio que entrega más de 400 raciones tres veces por semana. Su comedor forma parte del Movimiento de Trabajadores Excluidos (MTE), cuyo referente nacional es Juan Grabois. Pero casi no recibe más ayuda de esa organización ni de Nación. Depende de provincia, municipio y donaciones privadas: "Gente que nos conoce y trae carne picada o un cajón de pollo".
“Empecé hace 23 años con esto, antes había desnutrición y anemia, y eso lo erradicamos gracias a la conciencia que se generó. Ahora es otra cosa: los hogares se partieron en dos, hay mucho consumo (de drogas) de los pibes. Es muy triste ver cómo se están echando a perder”, dijo y agregó: “Las cocineras y los que trabajan acá son los verdaderos héroes. A veces se quedan con el corazón roto. Llevan una ollita con fideos o arroz caliente a una casa y ven a los niños solos, que están mal”, relató. Testigos de una implosión más que un estallido.
La intimidad de esos hogares es invisible a los ojos de un gobierno nacional cuya valentía radica en “suprimir” una lista de egresos. Los datos, tan manipulados, no llegan a explicar la crisis. ¿Cómo es estirar la comida, cuáles son los cambios en las dietas, qué les pasa a las personas que sostienen los lugares populares cuando la asistencia no alcanza y cuando ellos son, al mismo tiempo, víctimas del “ajuste más grande de la humanidad”? Algo de todo eso aparece una mañana cualquiera en un comedor de barrio Tamagno.
El guiso de Marta
A las 8.30 del jueves llegan al centro de Vázquez 5238 seis trabajadores informales que cobran un plan. Se llama “CCC Tablada”. Mantiene el nombre de su vieja ubicación, porque fue trasladado, y refleja su pertenencia a la red de 80 comedores de la Corriente Clasista y Combativa (CCC).
Lo primero es cortar cebollas y papas para la salsa. A las 9, empiezan a calentar el agua para el guiso en dos ollas: una de 100 litros y otra de 80. Marta Franco, la responsable del lugar, le pidió a un vecino que le hiciera una conexión especial de gas. Una sola garrafa abastece a las dos hornallas y al horno. Las encienden al mínimo porque no les da para más.
La “garrafa social” no es buena. “Viene como descargada”, dice Marta. Ella gasta 12 mil pesos en el equipo de diez kilos (usan dos por mes). Cree que sale más caro pero rinde más.
En el guiso para 300 personas que preparan esta jornada invierten 24 paquetes de fideos tipo codo (12 kilos), 24 puré de tomate de 500 gramos, un cajón y medio de pollo (unos 15 kilos de pata muslo), además de cebolla, papa, pimiento, zanahoria y condimentos.
La pasta seca y el pollo se los entregan desde la CCC una vez por mes. Esa organización no recibe fondos nacionales ni alimentos desde diciembre de 2023 pero con el aporte de la provincia (la Tarjeta Institucional y el Programa Social Nutricional o Prosonut) financian la compra mensual que luego reparten por los barrios.
La verdura la consigue Marta con el aporte de la Municipalidad: unos 70 mil pesos por mes. No puede destinar todo a ese rubro porque un tercio se le va en gas y también en detergente, lavandina, grasa y otros gastos necesarios para el funcionamiento básico. “A veces, saco de mi asignación para sostener el lugar”, cuenta.
Su asignación son 78 mil pesos del ex Potenciar Trabajo que ahora se dividió en “Acompañamiento Social” (el que ella cobra porque tiene 55 años) y “Volver al trabajo” (para beneficiarios de entre 18 y 49). Su ingreso se complementa con la Asignación por Hijo. Tiene tres, hace unos meses perdió una hija.
Marta trabajó 16 años como personal de limpieza en una casa particular. Cuando empezó con problemas de salud y fue operada por diabetes, la echaron. Eso fue antes de la pandemia de 2020 y decidió poner un comedor en su barrio, Tablada. En 2022, la reubicaron en Tamagno y pidió que, además de vivienda, le dieran espacio para seguir con su comedor.
“A mi me gusta trabajar a pesar de la enfermedad. Tengo problemas en la visión y en los pies. Amo mi comedor y me hace bien ayudar a otros, eso es importante”, define su vocación por sostener el lugar pese a las dificultades y al discurso oficial que lejos de reconocer su labor, la estigmatiza.
La mujer tiene dos freezers donde guarda el pollo. Los compró con su dinero hace unos años “cuando se podía porque ahora es imposible”, aclara. Pero carece de heladera, por eso dejó de preparar gelatina y flan de postre como hacía antes (si alguien puede ayudarla a conseguir una, deja su contacto: 3413243956).
La lógica no cierra: tienen menos recursos pero más demanda que el año pasado.
–Nos pasa que vienen personas a hacer la cola pero al final nos quedamos sin comida para todos.
–¿Y qué hacen?
–Los anotamos para la próxima vez o le damos un paquete de fideos y que se lo lleven a su casa. Pero tratamos de que alcance.
–¿Cómo?
–Damos menos cantidad por familia, achicamos un poco las raciones.
Además de esa variable de ajuste que se repite en Rosario, existe otra: el menú. Retiraron las bombas de papa, la milanesa de hígado y el estofado. En cambio, hacen empanadas y pizza, en donde la harina es protagonista. Con el pollo ya no hacen milanesa pero sí albóndigas. La clave es triturar la carne y “mezclarla con cosas”, dice Marta y aclara: miga de pan, zanahorias y cebolla.
–Noooo, la carne de vaca o de cerdo hace mucho tiempo que no existen en el comedor –sigue.
–Ellos sí comen asado pero nosotros no –suman sus colaboradoras contra los funcionarios, sin identificar a nadie en particular.
Las colaboradoras son vecinas. Norma de 48, Lorena de 42, Celeste de 36 y Daiana de 35, que tiene a su hija Jana de 10 meses en brazos. También están Rodrigo de 32 y Jonatan de 31. Todos desocupados con un plan. Cuentan que es duro mirar a las personas a la cara cuando se agotan las viandas para compartir.
–En 15 minutos no queda nada –comenta Jonatan.
–El hambre no espera –sentencia Celeste.
Los lamentos se apilan. Ya no hablan del comedor sino de ellos. “Este gobierno nos fusiló mal”, “nos prohibimos muchas cosas”, dicen. Daiana, sin soltar a su beba, se suma al coro, casi una terapia colectiva.
–Fue un año durísimo. Yo quedé embarazada y mi marido perdió su trabajo, que era para una fábrica de calzado. Tuvimos que cambiar la forma de cocinar.
–¿Cómo es eso?
–Antes hacíamos comida al mediodía y a la noche. Ahora solo a la noche.
–¿Y el resto del día?
–A veces pedimos en un comedor, si hay. Otras me ayuda mi mamá. Somos cinco, tenemos otros dos hijos de 6 y de 14. Antes, el desayuno era leche y bizcochos o facturas, ahora tratamos de tirar con mate cocido a la mañana o un poco de fideos con aceite. Tampoco le puedo dar leche a la nena, solo el pecho.
Marta asiente con una pena silenciosa que rompe de pronto. Tiene un derrame en el ojo, por la presión y la diabetes. No debería comer harina pero no le queda otra. Guarda el dinero para el yogur que le regala a la nieta.
–Prefiero que ella esté bien alimentada y que no le falte nada. Es la mimada de la abuela –suelta y la nena que recién volvió del jardín la abraza.
A 30 cuadras, sobre Presidente Perón y Circunvalación, la CCC, la organización que les reparte secos, realiza este jueves un corte de calle para reclamar por “una Navidad sin hambre y con trabajo”. Ellos se quedaron a cocinar. No se quejan si nadie les pregunta o, en todo caso, padecen en silencio.
Un barrio privado con agua mineral
Marta nació y vivió en Tablada hasta hace dos años cuando fue reubicada por la urbanización de ese barrio. La trasladaron desde Colón al 3900, justo donde acribillaron de ocho balazos a un exvecino.
El nuevo lugar es más tranquilo. Daiana, que sigue con la hija, recuerda que en Tablada escuchaban tiros todo el tiempo, había corridas con gente armada y les daba miedo salir a la calle. “Acá no se escucha nada, es tranquilo, es como nuestro barrio privado”, exagera con una sonrisa.
La ilusión del country termina cuando denuncia que apenas se mudaron tomaban el agua de la canilla pero les empezó a hacer mal. Les dolía la panza, les daba diarrea. Lorena, otra vecina que trabaja en el comedor, la hizo analizar. Descubrió que no solo era salada sino que no era apta para consumo humano. La mujer de 42 años dice que el caño viene del tanque del barrio Toba. “Una vez lo abrieron y había barro y sapos en el fondo, ¿cómo no nos iba a hacer mal?”, cuenta.
Nadie les avisó. Fueron sus cuerpos los que detectaron la anomalía que, a nivel oficial, no existe. Desde Aguas Santafesinas, ante la consulta de este medio, aseguraron que “barrio Tamagno tiene servicio de agua potable desde la planta de barrio Toba que se abastece por un acueducto de planta Rosario y se complementa con aporte de agua de perforaciones”.
Puede cambiar “la percepción del sabor porque es mezcla de agua superficial pero es agua potable”, reforzaron desde la firma estatal aunque prometieron revisar el estado de la conexión.
Lo cierto es que algunos vecinos del lugar compran agua en bidón. Tres por semana a 2.200 pesos cada uno. Más de 26 mil pesos por mes. Marta muestra el dispenser en el comedor. Es solo para beber. Para limpiar las verduras y cocinar usan la que sale de la canilla.
–Sabemos que no es buena. Pero la médica del dispensario me dijo que si la hervimos mata los virus.
Pasadas las 11.30, Rodrigo y Jonatan abren los paquetes de fideos codito. Tiran la pasta seca al agua bajo sospecha. Nadie cuestiona la estrategia. No hay plata para llenar esas ollas con agua envasada. Menos este año. Un guiso de viejas y nuevas necesidades.
Con un discurso contra los “gerentes de la pobreza”, el presidente Javier Milei sostuvo los subsidios directos de Tarjeta Alimentar y AUH pero eliminó los fondos para comprar y repartir comida entre los comedores del país. Su ministra de Capital Humano, Sandra Pettovello, guardó productos adquiridos por la gestión anterior aún a riesgo de dejarlos vencer. Solo por orden judicial comenzó a repartirlos a través de organizaciones afines al gobierno libertario. Hay intermediarios buenos y malos, según la mirada. Esa polémica aún persiste.
El estigma que baja desde la Casa Rosada duele en el equipo que cocina dos veces por semana en Tamagno: un día entregan almuerzo y otro merienda. “Se hacen los ciegos pero saben que existimos. Esto no es un comedor fantasma. Lo que quieren es cerrarnos las puertas”, acusa Rodrigo. “Yo les pedí que vengan a ver cómo trabajamos y no aparecieron. Acá no vino nadie”, agrega Marta sobre los censos y auditorías promocionadas.
La mujer es apenas una referente entre muchas que existen. A seis cuadras, en Comando 602 al 4384, está Rosa. Ella dice que "tiene” a 257 familias y 728 chicos a su cargo en el comedor La Morena, que necesita con urgencia un techo.
Ahora son las 12 y Rodrigo está acomodado en la puerta para entregar la comida. Revisa tres planillas con 20 filas de familias inscriptas cada una. Figura nombre y apellido, DNI y cantidad de raciones por titular: tres, cuatro, seis, ocho.
Una mujer que se acerca al CCC Tablada le pide a Marta hablar en privado. Le cuenta de una familia con un bebé que necesita ayuda. La referente del barrio tiene grupos en donde puede juntar ropa, calzado o pañales. No hay tarjeta que arme esos lazos.
La cola llega hasta la esquina y da la vuelta. Son mayoría de mujeres con hijos. Hay algunos hombres mayores y niños en cuero. El sol pega al mediodía y el calor aprieta. Los vecinos se pegan contra la pared en busca de una sombra esquiva. Uno de los chicos, descalzo y con una bermuda vaquera como única prenda, estira un recipiente blanco. De esos potes de helados por litros. Lo llenan con guiso. Está caliente. La tapa tiene la inscripción “Domínguez”. El pibe usa la bolsa para no quemarse las manos. Da las gracias y se va como un mozo inseguro.
Sale por Vázquez, dobla por pasaje 1814 y camina hacia el sur. Se llama pasaje pero es una arteria ancha y al costado derecho hay un ensayo de basural: decenas de bolsas de plásticos sobre un yuyal. El chico llega hasta el fondo y se pierde por Cisneros. Son las 12.20 y la entrega se agota.
Así, con las hornallas al mínimo, el agua intomable en las ollas, estirando el pollo y los fideos al máximo, guardando la harina para hacer pan y tener algo para dar en la merienda, Marta y el grupo de cocineros alimentan como pueden a su comunidad dos veces a la semana. Sus vidas se encogen junto al decreciente déficit nacional. Son la columna en rojo a extinguir de un gobierno que mide su éxito por el riesgo país y otros indicadores. Los espejos que le presta el mundo financiero para que pueda verse cada vez más bello.