El auto viene por Córdoba, dobla al sur por Liniers, después al oeste para cruzar la vía, y se adentra por calle Teniente Agneta en el corazón de barrio Ludueña. Los contrastes aparecen enseguida: alrededor de la traza ferroviaria la pobreza se ve en toda su magnitud, más allá asoma el damero de casas bajas y enrejadas, que refleja el origen obrero de quienes formaron el núcleo fundacional del barrio.
La zona, que en los primeros meses del año fue epicentro de balaceras y homicidios, parece estar tranquila, muy tranquila. Es jueves, son las 16.30. No hay mucha gente en la calle. Cuatro gendarmes caminan por Teniente Agneta. Cuando llegan a Casilda se plantan allí y empiezan a parar a quienes pasan en moto: les piden los papeles, los revisan y los dejan seguir.
Allí nomás, en la ochava sureste está el ingreso al Club Padre Montaldo. Es una cancha de fútbol de once con todas las de la ley más una construcción que quedó sin terminar. Pero es mucho más que eso: un proyecto que pergeñaron y sostienen un grupo de padres y madres –muchos de los cuales fueron a la escuela y el comedor del cura salesiano que realizó una enorme obra comunitaria en Ludueña– que creen que el deporte, la práctica del fútbol en este caso, puede ser una herramienta para que los chicos tengan una infancia mejor, en la que vislumbren alternativas diferentes al delito y construyan una convivencia armónica.
Acaso por el lugar de referencia social que el club se ganó desde su fundación, a principios de 2016, el Banco de Alimentos Rosario (BAR) lo eligió para hacer la prueba piloto de un programa de nutrición y deporte que pretende extender el año que viene a otras zonas de la ciudad.
Son unos 60 pibes los que de a poco se acercan al club este jueves. Se encuentran con pelotas, arcos, aros de básquet, un espacio de minihockey, una canchita de fútbol tenís, otra de vóley. Los chicos juegan guiados por un residente del Instituto Superior de Educación Física (Isef) y los voluntarios del BAR. Las madres se refugian a la sombra de la construcción sin terminar que está al lado de la entrada, donde antes ordenaron los alimentos que la gente del BAR llevó en un utilitario para la merienda con la que se va a cerrar la actividad. En un costado toman mate cuatro policías
Todos están contentos. Los chicos que juegan, las madres que conversan, los profes que incentivan, los voluntarios que ayudan. Llegan más chicos, son los que van a la escuela en turno tarde. Se conocen con los que ya estaban, se saludan. Unos se suman al picadito de los varones más grandes, un grupo de chicas se divierte con el fútbol tenis.
Es como un páramo. Un oasis. Ese mismo predio había quedado, el 16 de febrero pasado, en medio de las balas cruzadas de los narcos que se disputaban la supremacía en un territorio que parecía arrasado por la violencia. Aquella vez una veintena de chicos de entre 6 y 7 años tuvieron que refugiarse cuerpo a tierra en la construcción sin terminar del club, donde realizaban una práctica de fútbol.
Haydé Molina, la presidenta del club, y Nati, también parte del grupo de madres –que son bastante más que los padres– que motorizan las actividades de la institución, coinciden en que el barrio está mucho más tranquilo que meses atrás, cuando en lo que todos coincidían era en que no se podía estar en la calle después de las seis de la tarde.
Lo ven como parte de un proceso que comenzó con las cerca 30 detenciones que se produjeron en un megaoperativo que se realizó el 22 de agosto en barrio Ludueña y que desmembró a una banda narco que operaba en el barrio bajo el comando de Mauro Gerez y como célula de Los Monos. Pero que continuó con un desembarco integral del Estado, que primero saturó la zona con fuerzas de seguridad y luego desplegó un dispositivo multiagencial con la participación de distintas áreas, fundamentalmente las sociales, de la provincia y la Municipalidad que en estos días sigue en Campbell y Junín.
El programa del BAR, que también cuenta con el aporte material de la provincia y la Municipalidad, de alguna manera profundiza en esta dirección. La entidad que organiza y garantiza la asistencia alimentaria en los amplios bolsones de pobreza de Rosario en estrecha alianza con las organizaciones sociales que trabajan en los barrios busca dar un paso más: además de dar de comer, incluir desde el deporte y la recreación. Generar convivencia, comunidad. “Armar redes, que es lo que contiene y perdura”, sostiene Ariel Báez, un profesor de Educación Física que integra el BAR y que es gestor y motor de esta idea que se comenzó a poner en práctica en el barrio Ludueña.
La red, en este caso, incluye al BAR –que también tiene su sede en Ludueña–, al club Montaldo, a las organizaciones sociales que tan fuerte trabajan en la contención social del barrio y se suman a la actividad, y, claro, a los chicos. También al Isef que aporta a los profesores que realizan la residencia y a la Asociación de Educación Física Comunitaria, una organización que conduce Carlos Carletti, un ex director de ese instituto, y que está allí con vistas al plan para extender la actividad a otros barrios, lo cual requerirá la participación de más profesores.
El sueño de Ariel Báez es, a partir de esta experiencia, armar una escuela de formación deportiva en cada distrito de la ciudad. Los resultados en Ludueña lo entusiasman, al igual que a Haydé Molina y Nati, que ven que la actividad acerca nueva gente al club y eso puede sumar a las 8 divisiones de varones y 6 de mujeres que compiten en la Asociación Rosarino de Futbol Infantil (Arfi).
“Lo que vemos es que se necesita inclusión, que es más que asistencia. El deporte genera sentido de pertenencia, identidad común. Y que hacerlo con los chicos construye convivencia. Lo ves acá: los pibes no tienen problemas entre ellos, no les importa si una familia está enfrentada con otra. Eso es un tema de los grandes. Por eso es ahí donde queremos trabajar en los valores, la comunicación, la solidaridad, los vínculos, porque es el momento exacto de construir ciudadanía”, sostiene Báez, y remarca la necesidad de que esa sea una estrategia que se sostenga en el tiempo para que se traduzca, también, en lo que finalmente toda la ciudad busca con desesperación para recuperar calidad de vida: más seguridad.
Son las 18.15. Las madres y las voluntarias del BAR llaman a los chicos a tomar la merienda. El campo de juego se vacía: solo quedan allí las pelotas, los arcos, las redes. Junto a la construcción del club que está aún sin terminar, reparten chocolatada, mandarinas, bananas y barritas de cereal. Todos sonríen, están felices.
Llegan más chicos, no participaron de las actividades pero se suman cuando, desde sus casas cercanas a la cancha, ven que se reparte comida. Acaso la próxima vez sí se integren a la jornada deportiva-recreativa.
Muchos vuelven a pasar por el tablón donde se entrega la comida. Algunos acumulan barritas de cereal que les desbordan los bolsillos: para un hermanito, para un vecino, para más tarde. Nada sobra aquí, salvo el deseo, la voluntad, de construir un futuro mejor.
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