Las teorías conspirativas lo tienen todo: misterio, complots, intriga, suspenso y una historia atrapante que captura rápidamente la imaginación y dispara las emociones más intensas. En estos relatos, individuos influyentes o sociedades secretas manipulan hábilmente los hilos del poder con el propósito de ocultar la verdad a la población y servir sus propios intereses, alimentando una batalla imaginaria de “nosotros contra ellos”. De un lado, una élite maligna que confabula desde las sombras para engañar y someter a las mayorías. Del otro, unos pocos rebeldes solitarios que se enfrentan a este poder oculto, descubriendo el engaño y exponiéndolo públicamente.
Es cierto que las conspiraciones existen. Existieron en el pasado y seguramente existirán en el futuro, porque allí donde se junten más de dos personas, en algún momento urdirán un plan para obtener una ventaja sobre un tercero. Esto es parte de la naturaleza humana, pero no significa que detrás de cada fenómeno que no comprendemos se oculte una conspiración. Según un estudio reciente, las personas se sienten atraídas por este tipo de teorías conspirativas porque llenan un vacío de información y dan una ilusión de control. Al descubrir y comprender los secretos que se nos ocultan, evitamos ser manipulados por aquellos que nos quieren controlar.
Naturalmente, Internet se convirtió en terreno especialmente fértil para la difusión de este tipo de historias. El anonimato y la facilidad para conectar con otros de ideas afines en foros, redes sociales y apps de mensajería resultaron ser el caldo de cultivo perfecto para compartir y viralizar este tipo de contenidos sin dudar o cuestionar su veracidad. Incluso los planteos más disparatados y marginales encuentran su lugar dentro de estas comunidades, que actuando como una cámara de eco, refuerzan y distribuyen las teorías más extravagantes.
Como era de esperarse, la tecnología comenzó a jugar un papel fundamental en este fenómeno, actuando como un nuevo condimento en la sopa conspirativa y aumentando la sofisticación de estas narrativas. Para los conspiranoicos, no solo el hombre nunca llegó a la Luna y todo se trató de una puesta en escena grabada en un estudio de Hollywood y dirigida por el mismísimo Stanley Kubric; sino que absolutamente todo lo que tiene que ver con las actividades espaciales es una farsa o encubre un engaño masivo.
De allí surge, por ejemplo, la afirmación de que la Estación Espacial Internacional no está realmente en órbita: para crear la ilusión de microgravedad, todas las imágenes que se transmiten están grabadas en una pileta, o, alternativamente, que los “astronautas” cuelgan de cables de suspensión o usan arneses para dar la impresión de que flotan en el espacio. Las caminatas espaciales están -naturalmente- grabadas frente a una pantalla verde, y que todo lo que vemos son imágenes generadas por computadora (CGI); y el aterrizaje vertical propulsivo de los cohetes de Space X no es más que el video de un despegue reproducido en reversa.
Durante la década del 90, a partir de la popularización de los teléfonos celulares, comenzó a extenderse el temor a posibles problemas de salud provocados por la exposición a las radiofrecuencias, especialmente al riesgo de desarrollar cáncer cerebral o tumores en la cabeza y el cuello. Décadas de estudios en torno a este tema demostraron que finalmente no hay evidencia de que el uso de los celulares aumente el riesgo de tumores cerebrales u otros cánceres del sistema nervioso central. Sin embargo esto no impidió que los adeptos a las conspiraciones encontraran un nuevo catalizador para sus teorías de control total de la población: la tecnología 5G.
Aparentemente, las velocidades de conexión ofrecidas por las redes 3G y 4G no eran lo suficientemente rápidas o eficaces como para compartir la gran cantidad de historias inverosímiles que se tejieron en torno de esta tecnología alrededor del globo. Algunas de las más extendidas son las relativas a la pandemia del coronavirus. Según ciertas versiones, “no es casualidad” que la tecnología 5G se haya instalado por primera vez en Wuhan, lugar donde comenzó la pandemia, aunque esto de ninguna manera es así, ya que el 5G se estaba implementando en diferentes lugares al mismo tiempo. De hecho, la primera llamada celular 5G del mundo se hizo en España, el 20 de febrero de 2018, mucho antes del comienzo de la pandemia.
Otras teorías señalan que el COVID-19 no fue más que una fachada para incorporar microchips o nanobots de control mental dentro de las vacunas y que éstos se activarían a través del 5G para controlar a las personas. O que la pandemia se creó deliberadamente para mantener a la gente encerrada en sus casas mientras se instalaba esta tecnología en todas partes. Otra variación de esta teoría, aún más disparatada, afirma que el 5G transmite directamente el virus a las personas a través del espectro electromagnético. La difusión de estas ideas tuvo un efecto peligroso en el mundo real, provocando más de un centenar de ataques incendiarios a antenas de telefonía en Europa y Nueva Zelanda. Una ola de vandalismo global impulsada por el miedo y la desinformación.
Más inocente -pero no por eso menos descabellada- es la teoría conspirativa que asegura que las palomas no son reales, sino que son drones espía operados por el gobierno de los Estados Unidos. Fue creada intencionalmente en 2017 por Peter McIndoe, en ese entonces estudiante de la Universidad de Arkansas, con el propósito de ridiculizar a los movimientos conspiranoicos que propagan desinformación en Internet.
La campaña “Birds Aren’t Real” asegura que el gobierno de los EE.UU. reemplazó a las aves por drones para espiar a la ciudadanía. Estos drones serían eléctricos y se recargarían al posarse sobre los cables de electricidad. Para darle más verosimilitud al relato, McIndoe incluso falsificó documentos de la CIA “filtrados” en secreto. La humorada tuvo una consecuencia inesperada: por un lado y a pesar de su naturaleza satírica, algunos se creyeron la historia y la difundieron como verdadera. Por el otro, los verdaderos conspiracionistas creen que “Birds Aren’t Real” es una operación psicológica de la CIA para desacreditarlos.
Si existe un símbolo icónico que representa la paranoia y la creencia en teorías conspirativas, ese es sin duda el gorro de papel aluminio. Este elemento está asociado con la idea de protegerse no solo de la influencia de ondas electromagnéticas, sino también del control mental y la lectura del pensamiento por parte de entidades gubernamentales o extraterrestres. Más allá de que esta imagen ha sido parodiada hasta el infinito por la cultura popular, lo más curioso es que algunos estudios científicos han demostrado que el sombrero de papel de aluminio no solo no bloquea las ondas electromagnéticas, sino que las amplifican, facilitando así el rastreo de los pensamientos (si es que esto existe).
En febrero de 2005, un grupo de estudiantes graduados del Laboratorio de Ciencias de la Computación e Inteligencia Artificial del MIT, uno de los centros de investigación más importantes y prestigiosos del mundo, publicó un artículo sobre el efecto de los gorros de papel de aluminio en el bloqueo de las señales emitidas por supuestos satélites de control mental. Midieron la atenuación de las emisiones de radio en función de la frecuencia y determinaron que los sombreros protegían a sus usuarios de las ondas de radio en la mayor parte del espectro probado, pero, inesperadamente, amplificaban ciertas frecuencias: las de las bandas de 2,6 Ghz (utilizada en las comunicaciones móviles, satelitales y radiodifusión) y las de 1,2 Ghz (utilizada por los sistemas de GPS y por los satélites espacio-Tierra y espacio-espacio).
El informe concluye con una ironía magistral: que la moda de los sombreros de papel de aluminio probablemente haya sido difundida desde el propio Gobierno, posiblemente con la ayuda de la Comisión Federal de Comunicaciones (FCC), con el objetivo de espiar más eficientemente a aquellos ciudadanos que intentan proteger su pensamiento. Sin duda, la madre de todas las conspiraciones.