Tenía 10 años en aquel 22 de junio de 1986. Yo estaba en el cumpleaños de Pinino, con mis amigos, a cuatro cuadras de la canchita de fútbol de toda nuestra infancia, donde soñábamos ser como él. Relojeando el comienzo del partido de cuartos de final, no llegué a comer la torta y piqué para mi casa. “Maradona hizo un gol con la mano”, me tiró Beto al pasar, mientras yo enfilaba por Necochea al fondo, donde mi viejo se comía las uñas cerca de la puerta, escuchando la vieja Radio Rivadavia. Tiré la sorpresita a un costado y ahí lo vi: la obra más maravillosa de la historia que hizo alguna vez un tipo con una pelota en los pies.
Me enamoré de Diego para siempre. Grité, lloré, sufrí con él. Lo defendí hasta el borde de las trompadas en los asados con amigos. Le levanté un altar en mi pieza, donde Pelusa gambeteaba las manchas de humedad y los posters de la revista 13/20 de mi hermana.
“Maradona, siempre Maradona”. Ya conté que en mi casa escuchamos el relato del Gordo Muñoz en el segundo gol a los ingleses, algo que sigo lamentando. ¿Cómo me perdí el poema de Víctor Hugo? Será por eso que cada vez que veo esa belleza y escucho la narración del Maradona del relato, las lágrimas me brotan sin esfuerzo.
Me compré la remera, el gorro, la camiseta del 86, la taza, la entrada para el Show Ball en el microestadio del Parque. Fui a verlo a la cancha de Newell's en el 93, pero en el amistoso en el que no pintó (no el del gol a Emelec). No me importó. “Maradó, Maradó”, cantaban siempre Los Piojos en mi auricular. El ritual de ver sus botines ahí, atados al micrófono de pie de Andrés Ciro Martínez, me estremecía en cada concierto.
Los años pasaron y Diego siempre fue una medida de mi crecimiento. Ya no lo defendía al límite de las piñas, pero siempre lo hice con pasión, recordando una frase que hace mucho tiempo le escuché decir a Alejandro Cachari, que luego tuve la suerte de contar como compañero: “Nadie en este planeta está preparado para ser Maradona”.
A pesar de mi amor incondicional por Diego, siempre rechacé el título de Dios que le adjudicaron. Para mí Maradona siempre fue el más terrenal de todos; una perfección llena de defectos, el que siempre puso el cuerpo, el chivo expiatorio de los que mean agua bendita y les da vergüenza mirarse en el espejo.
Al Diego de carne y hueso lo encontré pleno en el Mundial de Sudáfrica 2010. Mi trabajo me dio la posibilidad de disfrutarlo casi todos los días. Tenía la sonrisa ancha, con esas arrugas que se le hacían al costado de los ojos chispeantes cuando realmente estaba contento. Esos 15 minutos finales de cada entrenamiento, cuando la zurda todavía le permitía patear al arco, es uno de los recuerdos más lindo que tengo en la vida.
Hoy estoy más triste que de costumbre. Siento que se murió una parte de mi niñez y mi juventud. Parafraseando otra vez a Víctor Hugo, hoy el pais es un párpado apretado y humedecido por su partida. Será en las calles embarradas de Fiorito, en los conventillos de La Boca y en el sur despreciado de Italia, donde más llorarán a Maradona.
Gordo, negro de mierda, quilombero, falopero. Que digan lo que quieran. Nunca soportaron que un pibe de la villa llegara a semejante altura de popularidad y demostraciones de afecto sincero.
Chau Diego. El chico de 10 años, el muchachito de 20, el adulto que no quería serlo y este periodista que hoy no encuentra palabras, te dicen gracias para siempre.
La frase pertenence al Negro Fontanarrosa, el Maradona de los cuentos de fútbol, pero desde el momento en que salió de su boca, nos pertenence a todos. Nunca me importó qué hiciste con tu vida, gracias por lo que hiciste con la mía.
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