Lo más preocupante del discurso de Mauricio Macri no es que haya hablado de “emergencia”, que haya confirmado –al calificar de “malísimas” las retenciones– que en su radar no figura una apuesta perdurable a que los ricos paguen más impuestos que los pobres, o que lo único que se le ocurra al mejor equipo de los últimos 50 años sea ajustar, nunca apostar a generar más riqueza a partir de la producción.
No, lo que más asusta es que no haya habido ni un atisbo de autocrítica. Nada. El presidente que prometió pobreza cero, y no hizo más que multiplicarla, cree que no se equivocó en nada. Que la culpa es toda de los otros.
Van casi tres años de gobierno. Más de la mitad del mandato. Tres años de medidas propias, decisiones propias, que marcaron un rumbo propio. Es ese el rumbo que llevó el barco a esta situación de “emergencia”.
¿Cómo pensar que este capitán puede dar el golpe de timón que se necesita si no asume sus errores?
Para él, los problemas vienen del exterior o de un pasado demoníaco marcado por la letra K.
Pero dice que su equipo ahora sí va a arreglar las cosas, con la misma receta que fracasó ya tantas veces.
“Sí se puede”, recitó sobre el final de su discurso. Un latiguillo que a esta altura parece más adecuado para un pastor evangélico que para un estadista.
Acaso, para el corto plazo, consiga recuperar la fe de los mercados. Para el resto, si sólo queda rezar, mejor ir a la Iglesia.