Mientras los senadores discutían la legalización de la interrupción voluntaria del embarazo, la actriz Inés Estévez compartió en Twitter un crudo relato sobre dos abortos que se practicó en la clandestinidad. Incluso arrobó a la vicepresidente Gabriela Michetti, cuya postura es contraria a la legalización para que los tomara en cuenta. La ley no salió, pero la historia de la actriz se viralizó y todavía se comenta.
“La primera vez tenía 19 años. Había tenido que vivir en la calle unos meses. Me puse de novia con un chico y terminé conviviendo esporádicamente con él para tener un techo. Fui al médico. Apendicitis, dijeron. Y me operaron. Los dolores en la ingle derecha continuaron y entonces fui sin decirle a nadie a un ginecólogo que me confirmó lo que sospechaba”, contó Estévez, hoy mamá de Cielo (8) y Vida (9), las dos nenas que adoptó con su por entonces marido Fabián Vena.
Parece que uno de esos medios amarillistas subió mi testimonio. Lo mas notorio es comprobar que todos los que hablan de la adopción como salida al aborto consideran los hijos no biológicos como una especie de ciudadanos de segunda, un castigo a soportar. Qué lindos y coherentes. pic.twitter.com/MYf9FTEDjU
— Ines Estevez (@IneEstevez) 10 de agosto de 2018
Y continuó: “Le dije que no podía llevar adelante ese embarazo y me dio el dato de una partera. El lugar era una casucha en las afueras de mi pueblo, calle de tierra. Me dijo que me desvistiera y abriera las piernas. Obedecí tragando lágrimas y temblando de terror, me metió algo frío en la vagina, se sentía cómo escarbaba. Sentía que de un golpe la sangre de la parte inferior se me iba del cuerpo junto al tirón. Creí que me estaba muriendo porque el mareo me dejó viendo negro”.
“No hablé en todo el procedimiento. No dije nada. No me quejé. No gemí. Cuando pude moverme, me mandó al baño y vi en un balde un coágulo sanguinoliento de dos centímetros. Lloré. Lo lloré. Me lloré. Lloré mi desamparo y ese destino –siguió–. Me sentí la persona más sola de la tierra. Sangré 15 días copiosamente durante los cuales volví a trabajar en silencio y un estado de fragilidad general apabullante, había adelgazado y no tenía recursos para alimentarme bien”.
“La segunda vez tenía 22 años –completó–, había logrado alquilar y convivía con otro novio, quien pasado el año manifestó violencia física. Usaba diafragma y profilácticos. La relación en la quedé embarazada no fue consentida. Era difícil negársele a un hombre violento. Eso me decidió a huir. (…) Fui a una casa horrenda en el conurbano. Me pidieron el dinero ni bien entré. Estaba sucio y oscuro, había una chica esperando sola y otra saliendo, también sola, con el semblante de color gris y algo vacilante. Sentí lo mismo”.