Los marinos son una suerte de cofradía mundial. Los une el amor y la curiosidad por el mar, más allá de las nacionalidades. Por eso, la desaparición del ARA San Juan genera conmoción entre los marinos de todo el mundo. Y no sorprede, pero sí conmueve, que el submarinista colombiano y especialista en propulsión y electricidad Roy Reason Arrieta haya decidido plasmar en un posteo de Facebook sus miedos, orgullos y plegarias ante la situación que atraviesan esos, como el llama, "44 locos valientes" de la Armada Argentina.
El siguiente es el texto de la emotiva carta:
“Fue en agosto del 2000 cuando, por primera y única vez, sentí miedo de lo que me hacía sentir orgulloso. En 1999, después de dos años de entrenamiento riguroso, conociendo centímetro a centímetro cada rincón, cada válvula, cada breaker, después de entender que lo único que no tenía cabida en ese casco resistente era un error, recibí mis delfines dorados. Ya formaba parte de ese selecto y escasísimo grupo de colombianos que tenía como profesión la tal vez más riesgosa del mundo.
Era un SUBMARINISTA. El mundo entero volcaba su atención a Rusia, el KURSK, el imponente submarino nuclear ruso, desaparecía en el fondo del océano con 118 hijos de Neptuno. Nadie sobrevivió. En casa, el temor y la euforia por el suceso ocurrido inclinaban las súplicas de mi madre en especial a decirme: "Mijo, salgase de eso, andar debajo del agua es muy inseguro". Jamás se me pasó por la cabeza dejar el arma silente por mi voluntad, esa es otra historia.
Escuchar antes de cada zarpe, prueba de vacío, cerrar la escotilla principal, a 100 pies vamos, eran para mí como cucharadas de adrenalina, dextrosas de vida, aunque cada inmersión era como un reto a la muerte. 40 hombres, en 40 mts de largo x 6 MTS de ancho, de forma cilíndrica, durmiendo entre torpedos, combustible, 480 baterías de 500 kilos cada una, 1 cocina, 2 minibaños, 36 literas para dormir aveces donde otro se despertaba. Mil incomodidades más, a merced de la presión del océano que hacia sonar el metal del casco resistente con cada metro de profundidad como una lata de sardinas: serían suficientes razones para decir que hay que estar algo loco para sentirse orgulloso de ser más que un SUBMARINISTA, un MAZOQUISTA.
El mundo hoy pone sus ojos en Argentina, el Submarino SAN JUAN se encuentra en el fondo del océano con 44 locos, con 44 mazoquistas, con 44 SUBMARINISTAS de la Armada argentina. Seguramente son hombres altamente entrenados, su principal enemigo es el tiempo, el oxígeno se escasea lentamente, las baterías se descargan, el ambiente se vicia con el olor del viejo acero, el Co² y hasta tu propio olor característico del submarinista que ya impregnado no percibes, la desesperación llega cuando la impaciencia apremia.
Nueve años navegué bajo presión, en inmersión, compartiendo el mismo aire con hombres que arriesgaban su vida igual que yo, por honor, por orgullo, por valor o patriotismo cada quien con sus razones.
Hoy al escuchar la noticia del Submarino A.R.A SAN JUAN, recordé el mes de julio del 99 cuando saqué del fondo de un vaso de whisky mis primeros delfines dorados. En medio del mareo producto del ceremonial saqué de mi boca la insignia metálica. Mi papá la tomó en sus manos, desabotonó mi camisa para colocármela con delicadeza y evitar arrugar o ensuciar mi impecable uniforme blanco de Marinos.
Luis Barcos, uno de mis amigos y superiores en la marina, se acercó y le dijo: "Mi viejo, ser submarinista cuesta y esto de ser submarinista es para siempre". El mismo Barcos me abotonó la camisa, quitó los seguros de las filosas patas de la insignia y las sostuvo sobre mi pecho, bordeando la parte alta de mi bolsillo izquierdo. Entonces le dijo a mi papá: "Ahora, sí, que las sienta". Y le hizo seña que las presionara. Mi padre, en el desconcierto de saber que pasaría conmigo sino hacía lo que Luis Barcos le decía, empuñó su mano y le dio un leve golpe a la insignia contra mi pecho: la sangre asomó. En ese momento, sentí entrar en mi corazón ese cariño por los delfines dorados, que identifican a tan riesgosa profesión.
Hoy revise el único recuerdo que conservo de mi carrera militar. Las tres insignias de submarinista que utilicé, entre ellas la primera que recibí de manos de mi propio padre, lo recordé como ese día, recordé también que sus cenizas están en el fondo del mar por petición suya. PADRE, si puedes hablar con Neptuno avísale que hay 44 hombres valientes, en un submarino argentino en el fondo del mar esperando un milagro”.