En las últimas horas, la imagen de Aylan Kurdi, el niño de sólo tres años, muerto por ahogamiento, tendido boca abajo en una playa de Turquía, conmocionó al mundo y, redes sociales mediante, se propagó mucho más rápido que la de Kong Nyong, el nene africano retratado por el reportero gráfico Kevin Carter en 1993, mientras era vigilado por un buitre tan famélico como el pequeño. Entonces y ahora, el pretexto para publicar semejantes estremecedoras imágenes fue que difundiéndolas quizás se logre que algo cambie. Cómo me gustaría creer que así será.
El fotógrafo Kevin Carter ganó un premio Pulitzer por aquella escalofriante foto que observadores mundiales interpretaron como una alegoría del capitalismo (el buitre) y sus nefastas consecuencias (el hambre del niño), manifestándose a gritos ante una sociedad que miraba indiferente (el reportero gráfico).
También se dijo entonces que si la imagen se propagaba –como de hecho hizo The New York Times con su publicación– se conmoverían las entrañas del poder, el mundo daría un giro hacia el lado de la justicia, los gobiernos distribuirían mejor la riqueza y la población ya no moriría de hambre; pero no fue así.
Hoy, 22 años después de aquel episodio que no contó con la ayuda de las redes sociales para multiplicarse, porque éstas aún no existían, le pregunté a mis contemporáneos si se acordaban de aquella terrible foto y encontré pocas respuestas afirmativas. La mayoría tenía un recuerdo vago o creía recordar algo, pero no mucho. Y nada dijo la prensa de hoy del pequeño Kong Nyong, quien –según se dijo– murió 14 años más tarde de aquel suceso, a causa de una enfermedad.
Hoy, las primeras planas de los diarios de papel, las homes de los portales de internet y los titulares informativos de radio y televisión tienen por protagonista a Aylan Kurdi, cuyo cuerpito sin vida se agiganta como un enorme signo de pregunta ante millones de ojos que ahora (lástima que no antes) descubrieron que existía.
Y en este caso, la fotógrafa turca Nilufer Demir que trabaja para la agencia de prensa Dogan y fotogafió el cadáver del niño, dijo –al igual que su colega Kevin Carter, en 1993– que espera que la foto “cambie algo".
Hoy, miles de usuarios de Facebook y Twitter replicaron sus fotos argumentando que de esta forma contribuyen a concientizar y sensibilizar a los líderes europeos para que den a los inmigrantes el trato de persona humana con derechos que les niegan sistemáticamente.
Hoy, es el rostro pixelado del pequeño migrante ahogado –que no llegó al destino soñado por sus padres– el que aparece ligado a las palabras indignación, perturbación, desgarro y degradación, entre tantas otras de hondo contenido emotivo. Es la imagen de sus ropas diminutas la que se reproduce una y otra vez para lograr –insisten quienes lo hacen– que algunos dirigentes, situados hoy incómodamente en la bandeja del microscopio mundial, se comprometan a rever la situación de los migrantes que encuentran la muerte intentando escapar de ella. Y hasta hay quien escribe –sin temor a alimentar la hoguera de las banalidades– que “hoy, todos somos Aylan”.
Predecir si dentro de otros 22 años, en 2037, algún sobreviviente de esta época se acordará del niño sirio ahogado junto a su madre y su hermano cuando huía de la guerra, es difícil. Tanto como convencernos de que los países europeos y sus gobiernos abrirán los brazos amigablemente al aluvión inmigratorio que busca un lugar donde vivir en paz y con suerte, salir de la pobreza.
“Pobres son los que tienen la puerta cerrada”, decía Eduardo Galeano, citando las palabras de la pequeña investigadora Catalina Álvarez Insúa, quien, según cuenta, formuló esta definición cuando tenía apenas tres años de edad. “La mejor edad –escribía el poeta uruguayo– para asomarse al mundo, y ver”.