El 6 de agosto de 2013 Rosario vivió la peor tragedia de su historia. Una pérdida de gas causó una explosión en un edificio de viviendas y 22 personas murieron. Ocurrió durante la mañana, cuando algunos todavía estaban en casa y otros se preparaban para encarar el día. Dos historias grafican como pocas la desesperación y la pérdida de ese día: la familia que salvó a su hijito de los escombros –y lloró la muerte del abuelo–, y la mujer que pidió a gritos ayuda colgada desde su ventana. Ambos coincidieron en que las llamas se llevaron mucho más que 22 personas. Y que todavía arden.
Néstor Ferlatti vivía en un departamento del cuarto piso con su esposa Andrea y su hijo Enzo. En el departamento de al lado, su suegro, Domingo Oliva.
El día de la explosión –recordó este martes a exactamente seis años, en contacto con Radiópolis (Radio 2)–, Andrea y Domingo hablaban por el balcón. Se sentía un fuerte olor a gas y Néstor salió al palier a ver qué pasaba, sabía que ese día tenía que ir el gasista. Afuera se topó con una nube espesa y gris. Y al volver, se desvaneció.
Lo que siguió fue el horror. Los gritos de su esposa, y la desesperación de ver a su hijo cubierto de escombros.
Hoy Enzo tiene 10 años y no se acuerda de la explosión. Pero sí de su abuelo que nunca pudo salir del departamento. Y con el que hasta ese maldito martes, jugaba todos los días.
Un piso más arriba, Anahí Salvatore, gritaba a horcajadas de la ventana. Su foto fue una de las postales más emblemáticas de ese día. Lo que el fotógrafo no pudo captar fue la voz que la tranquilizaba. Néstor Villagra fue el bombero zapador que le acercó una botella de agua y algunas palabras de aliento. Arriba de una escalera, entre suspendido en el aire y pegado contra la pared, le aconsejaba que se refrescara la boca.
Desde ese día, Néstor y Anahí se quedaron sin casa. Y sin recuerdos. “Yo ahí también tengo enterrados mis muertos”, recordó Anahí en ese primer año de duelo.
Aunque no se compara con una vida estropeada, allí también quedaron las objetos que hablaban de esos seres queridos que ya no tienen cerca. Como la blusa rosa de una amiga guardada por celo durante dos décadas. O cualquier cosa que ayude a evocar al abuelo que todos los días jugaba con su nieto.