La madera está mojada porque llovió pero hay que prender el fuego. El pallet húmedo y desarmado es el combustible para calentar el disco apoyado sobre la tierra, casi barro. El disco se llena con aceite para transformar, en apenas segundos, las masas crudas y chatas que descansan sobre una mesa en deliciosas tortas fritas. Siete mujeres participan de la operación que se repite cada mañana en el comedor Defensores del barrio Los Pumitas, noroeste de Rosario.

Además de Sandra, que tiene su casa en el fondo, Romina y Luisa están en el sector del disco con aceite al aire libre, que da hacia la calle Ottone. Reciben las tortas amasadas del otro grupo que permanece bajo techo y que prepara un arroz con leche en una olla gigante. Cada tanto, una gota de agua fría cae desde la chapa de arriba sobre la espalda. El camino entre unas y otras está tapizado de maderas y chapas, algo que parece una puerta de un casillero, para que el barro no circule tanto de acá para allá.

Afuera de la casa y comedor de la Corriente Clasista y Combativa (CCC) se forma la cola de madres. Las mujeres ocupan toda la escena, dan y reciben. Un chico llega en patas con una jarra blanca en la mano listo para ser llenada.

–¿Ya están dando la leche?

–Sí, sí, pasa.

Soledad es de las más jóvenes. Tiene 26 y nació en el barrio. Otras llegaron desde Chaco con sus padres. “Todo esto era un descampado, acá había otra cancha que se fue ocupando y era más tranquilo”, recuerda su niñez. Vanesa revuelve sin parar la olla con leche. Afuera Romina y Luisa fríen las tortas. Una, sentada sobre un ladrillo hueco cubierto por un cartón, aprovecha un leve vaivén para agarrar la masa de un lado y lanzarla al disco del otro. Su compañera le da vuelta y la saca con un tenedor atado a un palo para no quemarse. Escuchan música cristiana. “Es una señora qom, del Chaco”, aclaran. Tiene 35 y 36 años, también se criaron en Los pumitas y vieron su crecimiento, y su mutación.

Alan Monzón/Rosario3

Ese ir y venir en la puerta ocurre ante la atenta mirada de tres gendarmes que custodian la canchita, el corazón de esta zona de Empalme Graneros creada con la llegada de la migración de la comunidad qom desde el Chaco en los 90'. Los agentes de verde cuidan sobre todo el pasillo donde vive la familia Jerez, los padres de Máximo, el chico de 11 años asesinado hace un mes, un 5 de marzo, y que desató una pueblada de furia y hartazgo. Los medios de Buenos Aires estaban en el barrio por el velorio que se hizo en el club Los Pumitas, donde jugaba Maxi, y el país vio en vivo la destrucción de viviendas asociadas a la banda de narcomenudeo local.

El lunes siguiente la provincia envió unidades del Ministerio de Salud y de Desarrollo Social que vacunan, hacen documentos nuevos, gestionan el boleto gratuito y también hay agentes de contención ante casos de violencia de género y adicciones. Son las 9 y aún no se arrimó ningún vecino a las carpitas que se instalaron en la canchita post conflicto pero la oferta existe y es utilizada, dicen los empleados que más tarde saldrán a recorrer. La tan reclamada presencia del Estado es, por ahora, esto. Aunque su estructura de campamento sugiere que no llegaron para quedarse.

Los tres gendarmes frente al comedor no están solos. Forman parte de un grupo de 50 que patrulla en esta zona. Otros 50 están en Empalme Graneros pero del otro lado de Génova. Vinieron desde unidades móviles de las provincias de Buenos Aires y Córdoba para reforzar la seguridad. Las estadísticas dirán que hubo menos balaceras o que ya no se repitieron escenas como aquellas. Alguien podría arriesgar, si recorre estas calles este martes de otoño, en vísperas al primer mes del homicidio con pueblada, que el barrio está tranquilo.

Alan Monzón/Rosario3

Los integrantes de la comunidad qom suelen ser cautos y reservados. Desde la violencia desatada y las amenazas de venganza posteriores, son también muy cuidadosos al hablar. Pero al rato de charla cuentan lo que de verdad ocurre: los mensajes intimidatorios de los transas a sus celulares siguen llegando. “Todos los tobas se van a tener que ir” o “los vamos a matar a todos”, les escriben.

Los vecinos destacan que Gendarmería se quedó, que a la noche mantienen la guardia y que se mete por los pasillos. Pero algún día, como ya ocurrió, se irán. La violencia late de fondo porque el conflicto no se resolvió. Es un error plantearlo como una disputa entre criollos y qom. No es así. Acá hay una familia que perdió (le arrebataron) a un hijo, un hermano, un sobrino y un primo, que forma parte de un pueblo originario. Y del otro lado existe un clan que vende droga y que se expandió en la zona. Sin embargo, aún con esa aclaración, en las amenazas aparece la discriminación y xenofobia y en las respuestas de esas caras que miran hacia abajo y hablan pausado se escuchan reacciones que parecen venir de otros tiempos, que refieren a otras matanzas, a otros desplazamientos por la fuerza. Dice una mujer ligada a los Jerez.

–No me voy a ir, no voy a permitir que nos atropellen como siempre.

Una de las casas atacadas de la banda narco ya tiene materiales listos para la reconstrucción.

Otras deudas bajo tierra

 

La comunidad Qadhuoqte tiene un espacio cultural con la FM 94.5, la única radio qom con personería de Santa Fe que funciona desde 2018, talleres de oficios y escuela para adultos (Caeba y Eempa). La sede está frente a la canchita y en diagonal al comedor Defensores. Resistieron intentos de toma y armaron con apoyo de la Facultad de Arquitectura un techo, tipo quincho abierto, para crear el Club Social Comunitario Qadhuoqte. En ese lugar se realizaron las asambleas de la familia Jerez y los vecinos para definir cómo seguían después del quiebre de hace un mes. Ahí quedaron colgadas las banderas que usaron en la marcha y que reclaman: “Basta de inseguridad” y “Justicia por Máximo”.

Oscar Talero llegó a Rosario en 1987 y se sumó a la comunidad en 2004. De a poco se acercó a las reuniones del consejo directivo y es el principal referente (aunque el presidente actual es Domingo Lázaro). “Somos una comunidad organizada inscripta en el Registro Nacional de Comunidad Indígenas, no una ONG ni una sociedad de fomento”, aclara.

Para los talleres, la radio y la copa de leche, el espacio no hace diferencias. Atiende a todos por igual y no le pide a nadie anotarse en nada. “Acá todos tenemos los mismos problemas”, unifica Talero en diálogo con Rosario3 y cuando agrega que “conoce a todos”, a la familia Jerez y también a los que venden droga, recorre con los dedos de una mano la palma de la otra.

Alan Monzón/Rosario3

Aún se deben unas cuantas charlas en profundidad, dice el referente y confirma que los conflictos de fondo aún no están resueltos. No aparece nadie del Estado presente en esa mediación, salvo los policías y agentes federales que en todo caso dilatan o congelan esas diferencias.

Pero esa violencia subterránea contenida, como un volcán sin fecha de erupción, no es única. Bajo tierra están también los caños rotos de agua. Sin la presión necesaria las casas de los pasillos padecen esa carencia, agravada en verano. Tampoco se completaron las cloacas. Acá a la vuelta hay zanjas inundadas por la última lluvia y la basura flota como barquitos que no corren ninguna carrera.

“El Plan Abre abrió calles y trajo luz pero faltan muchas cosas, el agua sigue siendo un gran problema”, sigue Talero y se va un poco más atrás. La comunidad Qadhuoqte, que significa cimientos, abrió un expediente para pedir la expropiación de la manzana 12, donde viven decenas de familias y está la sede de la comunidad, entre Ottone, San José y Cabal.

“Se hizo el relevamiento acá pero después no avanzó. Falta decisión política, como todo”, agrega sobre el reclamo histórico de tierras de esta y otras comunidades originarias (el mapuche en el sur es el más conocido por los intereses que toca).

Sobre ese cúmulo de necesidades explotó la secuencia de homicidio de Maxi y pueblada. Por todo eso pregunta el dirigente de 55 años: “Pasaron 530 años y hoy nos siguen matando, ¿quién nos protege?”.

Llueven chispazos

 

A la vuelta, en la esquina de Olavarría y una calle que para la Municipalidad no tiene nombre, como casi todo en este barrio cuando se acerca el arroyo Ludueña y el ejido se pierde en pasillos; acá, llueven chispazos.

Un pibe se trepó al árbol de la esquina con una pinza para intentar arreglar algún corte de luz. De la columna de electricidad sale un sinfín de cables, una telaraña. Mete mano y salta un fogonazo denso con ruido a tensión. Le gritan que se baje.

–¡Pero qué me voy a quedar pegado! –responde y arrastra algunas vocales.

Alan Monzón/Rosario3

Sigue tocando y de pronto grita:

–¿Y, está prendido ahí?

La respuesta es un tercer chasquido con mini explosiones y después un cuarto.

–Está re loco –dice por lo bajo un joven que espera para entrar al centro de salud Empalme Graneros con un bebé en su cochecito.

–Se van a quedar todo sin luz –se suma un hombre mayor.

Crocs rosas, gorra blanca y pinza en mano, el pibe se baja del árbol con el último chispazo amenazante.

–Esaaa –dice y se va, caminando, vivo.

Adentro, desde el centro de salud provincial afirman que 25 personas trabajan en el lugar, que hay 1.500 familias o 7.000 personas (fichas clínicas) y que las condiciones generales de atención en el barrio son muy complicadas. La escena previa exime de más explicaciones.

Alan Monzón/Rosario3

Una obra que sigue

 

No se puede entender Los Pumitas sin la historia de la Hermana María Jordán y su obra. Tampoco puede separarse el quiebre del tejido interno de este mes sin reparar en la muerte de la monja franciscana en agosto de 2020. Amada y odiada según el interlocutor, todos coinciden que ordenaba el barrio, mediaba en conflictos y se le animaba a cualquiera, incluso a los transas.

“Ella era una garante del funcionamiento de este lugar”, define Oscar Bejer, actual titular de la fundación que sigue con el trabajo en el Centro Comunitario María Madre de la Esperanza.

Oscar es arquitecto y se sumó a la obra en 2000. Cuenta que la monja lo llevó a recorrer los pasillos de la villa, el interior de las casillas, vio cómo vivían esas personas y se conmovió. La Hermana Jordán buscaba transmitir a otros lo que ella sintió años antes. En 1995 estaba de visita en la ciudad y una mujer le pidió ayuda. “La siguió y descubrió a unas 60 familias de la comunidad qom que habían llegado desde Chaco y vivían en medio de un basural bajo un toldo. Tuvo una crisis existencial, dejó la orden y se vino acá. Ella abrió las primeras calles y creó el barrio”, relata.

Alan Monzón/Rosario3

ue, tras la muerte de la monja, decidieron continuar y profundizar la tarea. Además de talleres de costura, peluquería, computación y formación humana, en el centro hay una escuela con nivel inicial y primaria hasta quinto grado. Son 155 chicos que además almuerzan en el comedor. Necesitan apoyo provincial para finalizar las seis aulas que faltan y comenzar la secundaria.

Desde ese predio enclavado en Los Pumitas, creen que combatir contra el narcotráfico “cuerpo a cuerpo” es imposible. Al contrario, el consumo no para de crecer desde aquel 2001 que los chicos aspiraban pegamento. Pero sí pueden ofrecer un camino alternativo. “Junto al pan la herramienta”, decía Jordan y repiten ellos. Ahora desde su ausencia, con una organización más horizontal que vertical, quienes trabajaron con ella pelean por ofrecer un espacio de “tregua” a la violencia de la calle. Más aún, una salida colectiva al presente hostil.