Pasaron unos minutos de las 14, hace frío en Rosario, pero el sol ayuda a que la cercanía del invierno no se sienta tanto. Una mujer abrigada, y con paso lento ofrece “algo” a los automovilistas que frenan en el semáforo de Francia y Brown. Ventanilla por ventanilla, saluda y con una sonrisa pregunta: “¿Le gustaría comprar un cuento?”.
La mujer lleva una bolsa reutilizable en el brazo izquierdo y en el derecho un toquito de papeles blancos de tamaño A4. Esas hojas contienen cuentos para niños ideados por ella. En plena era digital, vende historias de su autoría escritas a mano alzada. En el material que ofrece, además del cuento pueden verse frases de Pablo Neruda o de Beethoven que le gusta compartir. Los muestra auto por auto, a quienes estén dispuestos a sumergirse en las aventuras que fue creando. Todas las historias, tienen la frase: gracias por ayudar, su teléfono y su firma: Beatriz Leroy.
El semáforo da luz verde, con cuidado guarda los papeles en una bolsita transparente donde hay más copias. A lo lejos ve venir un colectivo y se acomoda para hacerle seña. Rosario3 se acerca y le pide charlar para conocer su historia. Beatriz se ríe y duda, pregunta de qué serviría, para qué y con un “depende cómo sean las preguntas”, se acomoda el gorro de lana y accede a sentarse en la esquina del bar con banquitos de madera donde los rayos de sol hacen la tarde un poco más agradable. La mujer que cumplió 73 años el 8 de junio, pero no sabe nada de signos que predicen el destino: “yo con el zodíaco, nada que ver”, mira siempre con ojos pardos soñadores y responde con una sonrisa. Cuenta que antes de vender en las esquinas rosarinas estuvo “15 años cuidando enfermos”.
Beatriz, como la protagonista de un cuento elige qué, hasta dónde y cómo contar. Se relaja con el pasar de los minutos. Tiene una voz dulce, de esas de las que llevan a distintos lugares mientras relata alguna historia, de esas voces a las que podrías prestarle el oído largo rato.
Afirma que tiene cinco hijos “pero no le voy a decir los nombres”, muchos nietos y un bisnieto de tres años. Dice que no fue de leerles, si no de inventar historias y continuarlas según lo que iba surgiendo de sus caras y las preguntas cuando escuchaban los relatos.
“Los cuentos yo los vengo escribiendo desde los 9 años, sin escribir en papel, simplemente los tenía en mi mente y los soltaba. A los 15 los empecé a poner en papel. Hoy tengo más de 30 escritos. Comencé con poesía y después vinieron los cuentos”, recuerda. Asegura que tuvo un jardín de infantes en la casa de sus padres, ubicada en la zona de Casiano Casas y Netri, y que en esa época los relatos surgían con mucha fluidez porque “les enseñaba a contar historias a los niños a partir de libritos cuadrados plásticos que venían con dibujos para pegar con los que hacía pilas y los chicos elegían como ponerlo, y así aprendían a contar cuentos”.
Relata que en 2004 comenzó a cuidar enfermos en distintos hospitales y sanatorios: “Siempre tenía trabajo. Hacía mis tarjetitas, las entregaba y así trabajaba y cuando a la noche se dormían también escribía”. Pero, siempre según su relato, la llegada de la pandemia cambió todo. “Fueron años muy tremendos que no dependía de mi dinero, solo de la jubilación que te hace cosquillas. Entonces decidí salir, porque no me gusta quedarme quieta, si me quedo quieta parece que no estoy viva”, afirma.
Y Beatriz parece vivir y habitar en cada uno de sus cuentos, en los que intenta dejar un mensaje o enseñanza. Sus protagonistas son niños o animales, y en algunos abre la posibilidad de que los chicos participen con alguna consigna como terminar la historia, o escribir lo que hubiera pensado el personaje. Dice que escribe sobre lo que ve, “de la vida, la risa o la palabra de alguien, va surgiendo…”. A modo de ejemplo cuenta que un día estando en la parada de taxis de la plaza Pringles “había un grupito de chicos con unas madres, no sé si era un picnic o un cumpleaños pero había globos, y se los llevaron a todos pero quedó un solo globo azul colgado… Entonces escribí una pequeña poesía, porque se quedó ahí solo después de ver jugar a los niños, sin las risas. También tengo otro que estoy escribiendo sobre un niño que va relatando todas las etapas de su vida hasta adulto y que le pide a la vida que todos los adultos no dejen de ser niños, no recuerdo bien el final, pero esa es la esencia. También, tengo otro cuento a medio hacer, lo tengo más en mi mente, sobre la suma. El protagonista es un niño que se llama Damián”.
—¿Se siente un poco niña cuando escribe?
—Ayyy siiii -grita emocionada y larga una carcajada- yo juego un montón con eso.
—¿Quién es Beatriz Leroy?
—Beatriz Leroy es una mujer maravillosa, es una mujer que tiene un interior muy de niña, que ha jugado siempre. Yo soy una nena, con años grandes, pero nena en todo. Beatriz soy yo misma, porque es el nombre que me puso mi madre y me gusta. Y Leroy, no sé… de pensar qué podía hacer, me nació ese…
—¿Qué sueña hacer con los cuentos?
—En el momento que se diera una oportunidad económica, yo soñaba hacer un libro. Y aún sigo pensando en eso. Un libro, o una parte y después continuarlo. Por ejemplo, yo tengo los cuentos de la tortuga, que es una mini saga (se ríe y baja la cabeza como si estuviera soñando demasiado). Empecé con uno que se llama “La tortuga Criripioka de las ideas locas”, y después con el tiempo me gustó lo que hacía la tortuga, y escribí “Criripioka, la tortuga intelectual” pero en medio de esos dos hay otro cuento, que no lo terminé, que lo sigo teniendo en mente que se llama “Criripioka y el código verde”. No sé si va a ser hasta ahí y cómo va a ser. También tengo otro cuento que se llama “El pueblito campo verde”, e hice una segunda versión, y resulta que de la segunda versión, sale una novela corta, y así. Tengo muchas ideas.
Beatriz dice que quiere inscribir sus cuentos, pero que estuvo averiguando y le dijeron que la única forma era viajar a Buenos Aires, y eso “se me hace imposible”. “¿No hay en Rosario donde yo pueda inscribirlos y publicarlos?”, se pregunta.
Mira hacia arriba, sonríe, habla y parece que entre recuerdos y palabras fueran surgiendo nuevas historias. Dice que “siempre está pensando”, y que si bien no está todo el día escribiendo “la mayoría sí, en mi mente o en papel. A veces tengo tiempo, y cuando me queda una hora, o una hora y media y por ahí me vienen cosas escribo, y otra veces no vienen, por mucho agotamiento de estar acá, porque es cansador, me gusta lo que hago pero es cansador el movimiento”. Y el movimiento es constante. Cada vez que el semáforo se pone en rojo, ella sonríe y va en busca de nuevos lectores que quieran comprar sus historias por $150.
Al principio dice que las historias las escribía una por una en papel de lotería, un material que le gustaba porque la lapicera corría con facilidad. Recuerda que le daban los rollos, y por su “letra amplia” los unía con goma de pegar, y ahí escribía. Pero ante la dificultad de encontrar el insumo, y las manos que se cansaban de tanto copiar, decidió escribir un original y sacarle fotocopias, las mismas que hasta hace minutos les ofrecía a los automovilistas.
—¿Cómo reacciona la gente cuando ofrece sus cuentos?
—Depende. Algunas no me dan la oportunidad de hablar. Hay otras muy amorosas y otras que me dicen: “Pero esto es una hojita, una hoja…. Y yo ahí mismo les digo que no, que no es una hoja, que esto (y apoya sus manos sobre los cuentos que colocó sobre la mesa de madera para mostrarlos) tiene maravilla, esto es arte. Hay muchos que ni saben lo que estoy haciendo y me quieren dar una moneda y si el semáforo me da el tiempo les digo que no estoy pidiendo, que yo estoy vendiendo. A otros les parece caro $150 y me quieren dar menos. Muchos me han regalado dinero y yo les digo que no, que no es solo el hecho que me estén ayudando económicamente, que a mí me interesa que sepan lo que yo soy como persona. No es por decir que soy orgullosa, sino porque es un arte que quiero compartir. Muchos no esperan esa respuesta de mi parte, pero no es solo el dinero lo que yo quiero, quiero que conozcan esto que es tan hermoso.
—¿Y si hoy tuviera la posibilidad de quedarse en su casa escribiendo y no salir más a la calle?
(Hace un silencio profundo y piensa) —Y, pero no encontraría quien tuviera la esencia de decir: “Voy a vender como Beatriz lo está vendiendo”. ¿No cierto? A pesar de que me han robado en la calle. No, no, no, soy yo la única que los puedo vender así.
Beatriz asegura que su infancia influyó mucho en su amor por la escritura. Relata que a su papá le gustaban mucho los libros de bolsillo de vaqueros y que si bien a ella mucho no le atraían “el hecho que estuvieran ahí hacía que los leyera. Además él compraba La Tribuna o La Razón que venía revista Ciencia Viva, y otra revista de historietas y a mí me encantaban”. Dice que de su mamá heredó el gusto por la música: “Ella mucho no veía, entonces ponía LRA5 Radio Nacional (lo dice imitando al locutor de ese momento) viernes o sábado en el horario de música clásica y me enseñaba cuál era el sonido del violín, cuál el del violonchelo”. “El cuerpo tiene un ritmo propio, una música propia, vos te dejás llevar y te ponés a bailar, lo que vos vayas soltando, es arte”, dice mirando hacia arriba y moviendo los brazos. .  .  .  .  .  .  .  .  .  .  .  .  .  .  .  .  .  .  .  .  .  .  .  .  .  .  .
Afirma que toda su familia fue vendedora ambulante: "Mis padres, mi madre, mis hermanos, todos en distintas áreas”. Y que si bien confiesa que no todos sus hijos están de acuerdo con que ella salga a vender y le piden que se cuide, “ya bajaron los brazos, porque saben que por más que me lo digan no me van a cambiar, ya saben, soy yo y punto, nada más. Soy una mujer de carácter”.
El sol se esconde entre las nubes y el frío se siente un poco más, a lo lejos viene el colectivo que va hacia zona norte, donde dice que la esperan su casa y otras esquinas, a donde asegura que irá en busca de nuevos aventureros que quieran conocer sus historias. Beatriz sigue con el sueño firme de encontrar dónde publicar sus cuentos y que la gente conozca un poco más del mundo que creó para las infancias atrás de esas fotocopias que ofrece en las esquinas de la ciudad.