Abril de 1985 fue un mes convulsionado. La inflación erosionaba al gobierno de Raúl Alfonsín y la democracia enfrentaba, bajo amenaza, el desafío de juzgar a los responsables del genocidio cometido por la dictadura en el histórico juicio a las juntas que comenzó el 22 de abril.
En ese escenario complejo se movía la administración radical. El índice de precios al consumidor llevaba un ritmo de aumento de casi el 30 por ciento mensual y eso impactaba en caída del salario real y de la actividad productiva. En ese marco, la CGT comenzó un plan de lucha que culminaría con un paro general el 23 de mayo.
Mientras tanto, en el otro frente, la sensación de que la democracia era una construcción frágil se intensificó con una serie de amenazas y atentados contra escuelas unos días antes del comienzo del juicio a los jefes militares. De hecho, unos días antes, el servicio de inteligencia estatal le detalló al Ejecutivo que un grupo cívico militar estaba organizando movimientos desestabilizadores que pretendían volver a la etapa anterior.
Fue en ese marco que Alfonsín habló por cadena nacional el 21 de abril y convocó a una movilización “en defensa de la democracia” para el viernes siguiente, el 26.
Más allá de las penurias económicas, la población consideraba que la democracia era un bien preciado, que había que cuidar de los intentos desestabilizadores. Esa primera convocatoria a defender las instituciones fue masiva y variopinta. El radicalismo, peronistas, intransigentes, sectores de izquierda, el movimiento obrero y las organizaciones sociales, principalmente de derechos humanos, estuvieron en la Plaza de Mayo, más miles de ciudadanos independientes.
Un respaldo transversal para una gestión que hacía agua en lo económico pero igual capitalizaba un sustento político que fortalecía la institucionalidad democrática.
La primera parte del discurso de Alfonsín, con la denuncia de los ataques y amenazas de los días anteriores y un llamado a la sociedad a comprometerse con la democracia, iba en esa dirección.
Pero en el segundo tramo el presidente se metió en el tema económico, habló de la necesidad de realizar un ajuste y se produjo un primer quiebre, un primer golpe a la ilusión. “Tenemos que dar respuesta a requerimiento populares y al mismo tiempo ordenar la economía para crecer. Esto se llama, compatriotas, economía de guerra, y es bueno que vayamos sacando las conclusiones”, dijo Alfonsín. “Hemos heredado un Estado devastado”, justificó desde el balcón de la Casa Rosada.
Como siempre, las palabras del mandatario fueron respaldadas por las columnas radicales. Pero las otros partidos y movimientos que se movilizaron se retiraron en silencio o con críticas a Alfonsín y cantos contra Alvaro Alsogaray, el abanderado de la economía neoliberal que adoptaría años más tarde el presidente siguiente, Carlos Menem.
Eran tiempos en el que el teatro de la política se desarrollaba aún en un especie de cara a cara de la sociedad con sus dirigentes.
Alfonsín buscó arrancar desde el compromiso democrático de la ciudadanía un respaldo más amplio, que le permitiera dar un giro económico, lápiz rojo mediante, tras el fracaso de un su primer intento de plan económico, diseñado por el ministro Bernardo Grinspun, que en febrero de 1985 fue reemplazado por Juan Vital Sourrouille.
Sorrouille lanzaría meses después de aquel 26 de abril el Plan Austral, que impuso una nueva moneda y terminó con el peso argentino, al que se le sacaron tres ceros. Fue un plan de estabilización, con congelamiento de salarios y tarifas más acuerdos de precios, que por un tiempo relativamente breve consiguió contener la inflación. Con tipo de cambio fijo, un dólar salía 80 centavos de austral, en una especie de antecedente de la convertibilidad que luego llegaría con Domingo Cavallo.
Ese tiempo de calma inflacionaria, más la chapa de ser el partido que mejor podía garantizar la institucionalidad democrática, le alcanzó al radicalismo para ganar las elecciones legislativas del 3 de noviembre de 1985, en la que se renovó la mitad de la Cámara de Diputados de la Nación.
El gobierno se sintió revitalizado por el veredicto de las urnas y el fallo del juicio a las juntas también generó la idea de que la democracia ganaba fuerza.
Pero las complicaciones económicas no terminaron. Hacia mediados de 1986 se inició una fase de descongelamiento gradual de precios, la inflación volvió de a poco a ser un problema acuciante y un escenario internacional complejo –aumento de las tasas de interés y caída del precio de las materias primas– llevaría hacia fines de 1987 a una nueva crisis macroeconómica vía restricción externa.
En el frente político, en tanto, las presiones militares para frenar los juicios a las segundas y terceras líneas castrenses pusieron a Alfonsín frente a la necesidad de impulsar leyes impopulares: primero fue el punto final y, luego del levantamiento carapintada de Semana Santa, la obediencia debida.
El radicalismo perdió las elecciones de 1987 y una oposición revitalizada, con Antonio Cafiero como referencia principal compitiendo por fuera del PJ en provincia de Buenos Aires pero como líder del peronismo renovador, ganó la mayoría de los distritos.
A mediados de 1988, el plan Austral ya estaba agotado, por lo cual el gobierno lanzó el plan Primavera, un último intento por enderezar el rumbo de cara a las elecciones presidenciales de 1989.
Pero ya todo el mundo había remarcado a lo loco. El plan introdujo cambios en el régimen cambiario y en las tasas de interés pero no se corrigieron los desequilibrios fiscal y externo. Impulsaba la apertura de la economía y la privatización de empresas estatales, pero se encontró con la decidida oposición del sector rural y escaso apoyo de los sectores industriales. La hiperinflación estaba a la vuelta de la esquina, lo mismo que la derrota del radicalismo en las presidenciales de 1989.
Faltaban los saqueos, último empujón para que Alfonsín dejara anticipadamente el poder. Antes, había fracasado en su intento por obtener auxilio financiero internacional, algo para lo cual colaboraron las gestiones que hizo en Estados Unidos Domingo Cavallo, quien en la gestión de Carlos Menem impulsó, primero como canciller y luego como ministro de Economía, el alineamiento incondicional de Argentina con Estados Unidos.
De eso, justamente, acusan funcionarios del gobierno peronista actual a economistas de la oposición. La historia argentina siempre carga claves que nos permiten entender el presente.