Pasado el schock inicial, el miedo, la incertidumbre como un tambor en la panza, se puede concluir que la cuarentena por el coronavirus no fue -o no es- una sino muchas. Mientras algunos se asfixiaron en su hogar, otros redescubrieron a sus familias o a ellos mismos, en la quietud de una soledad nueva. Dejaron de lidiar con sus jefes en sus trabajos no deseados o llenaron de música, mates y pantuflas sus jornadas laborales. Los que pudieron y no perdieron sus ingresos adelantaron el tiempo de la cena y el vino, y la cocina fue una ceremonia generosa. Leyeron más o compartieron momentos con sus hijos; o nada de eso pero postergaron la salida a un mundo que se volvió demasiado hostil. Para algunos el encierro fue total y, más que una condena social, resultó un refugio que llegó a ser, sino deseado, cómodo.
“El confinamiento demostró ser el paraíso terrenal”, resumió el psicoanalista Juan Nasio como un provocador del diván. Habló de la “angustia” de quienes tienen que abandonar ese estado y su voz retumbó en la radio. Los oyentes desesperados por dejar atrás su penitencia sanitaria, hastiados, reaccionaron con ira. También los lectores de Rosario3 –este medio no se privó de convertir en título esa frase– pidieron la cabeza del entrevistado. Sangre, sangre para ese traidor del sentido común, reclamaron. Que se vaya a París, encomendaron. “Don Nasio, que capo en sus conclusiones. La próxima haga sus sesiones de psicología dentro de un aljibe, si le gusta tanto el confinamiento. Que conclusión al menos absurda”, lo cacheteó Rafaelo Machetti en los comentario de la nota.
Pero Francisco Tagliarini, un valiente, salió en defensa del afamado psiquiatra y le respondió al comentarista: “Rafa, buenas! No tomaría el título como un enunciado totalizador, sino que al contrario, y en oposición con lo esperado, a un gran número de personas (no todas) el confinamiento les vino bien una vez superada la primera fase de temor. Es decir, interpreto y coincido en que no fue el 100% de las personas el que se vio, en el balance, perjudicado por el confinamiento. Soy una de ellas, jaja”.
Dentro de ese grupo de la sociedad, en principio minoritario y que suele estar entre los favorecidos que no deben salir como sea a ganarse el pan, existe un subgrupo extremo. Son los que nunca, jamás, salieron de sus casas durante un mes y medio o dos. Pero, ahora, resulta que la cuarentena empieza a ceder (Rosario va camino a tener un 75 por ciento de movimiento) y lo que amenaza a este rincón de la población es una “nueva normalidad” que, de alguna manera, les dice al oído que deben enfrentarse con el afuera. Y entonces, ¿qué pasa con ellos?
“Aunque pueda salir no lo haría, me queda un temor remanente”
Jorge se presenta con ironía como un alumno ejemplar del coronavirus porque cumple con todos los requisitos: es mayor de 70 años, asmático y paciente oncológico. Por todo eso, hace dos meses que no sale de su casa. En realidad, quebró esa regla una sola vez al sacar el auto para dar una vuelta de cinco minutos. Y lo hizo por el auto, no por él. “Pero ni siquiera en ese momento pisé la calle”, jura.
“Salir ese día fue una sensación extraña, como le debe pasar a muchos”, recuerda y explica: “Estoy cómodo encerrado, no me molesta, a mi siempre me gustó quedarme en mi casa. Por supuesto que extraño los afectos y no poder estar con los amigos, hijos y nietos, pero no me siento incómodo. Es más, aprendí cosas nuevas desde casa y reemplacé salidas: el pago de impuestos, ir al banco o las compras en la verdulería y el súper”.
Sobre las consecuencias de ese encierro prolongado y de ver solo a su mujer, analizó: “Me dan ganas de salir a dar una vuelta pero me doy cuenta que cuando eso ocurra y se liberen las actividades me quedará un temor remanente. No creo que sea fácil volver a contactarse como era antes, no sin ciertas precauciones. Ya no sería una salida libre. Entonces no me dan ganas de ir al cine o al teatro, por ejemplo. Tampoco a un restaurante lleno de gente. Este proceso me ha generado esos temores”.
“En casa la paso bien, no me angustia, hago cursos virtuales, estoy con lecturas atrasadas, tengo cosas para arreglar”, resume Jorge, jubilado y sin urgencias económicas que alteren su estado de reclusión total.
“Tuve que trabajar pero quiero volver a la cuarentena”
El encierro de Sebastián, titular de una empresa vinculada a la construcción, duró un mes. Después tuvo que volver a trabajar para una obra “esencial” en un hospital de Rosario. Las presiones de siempre se sumaron a los nuevos desafíos de lidiar con la pandemia y el combo fue demasiado.
“Estoy trabajando hace tres semanas. No me había pasado de querer seguir encerrado pero sí siento que el laburo se me hizo muy pesado. Desde que volví tengo un pico de estrés tremendo”, contó a Rosario3 y siguió: “Hoy me subió la presión: la tenía 17/8. Estamos con obras en un hospital y ellos nos hicieron los permisos para poder reabrir la fábrica. Pero tengo que terminar en dos semanas y me están volviendo loco”.
“Ahora que me lo pongo a pensar, quiero volver a la cuarentena. Estar en casa con la familia”, reconoció el hombre de 40 años.
Licencia por maternidad más cuarentena, igual: cambió todo
Rocío estuvo casi cinco meses sin ir a trabajar. Su licencia por maternidad se acopló con el inicio del aislamiento obligatorio. Regresó a su puesto este martes que pasó y la vida externa era otra. Ella volvía convertida en madre, dispuesta a abrazar y ser abrazada, a un “vení que te muestra la foto” seguido de besos y risas. Pero la recepción fue otra muy distinta y ella se sintió “rara”.
“A fines de diciembre terminé de trabajar y me fui a casa con un mundo. Ahora vuelvo cuatro meses y medio después y es otro. Me subí al auto para ir al laburo, como hacía siempre antes, pero me di cuenta que por no manejar por mucho tiempo hasta el auto me parecía ajeno. Cuando llegué a la empresa, el guardia de la entrada me dio un barbijo y un alcohol en gel para que use. Entré después de no ver por tanto tiempo a mis compañeros y no pude abrazar a nadie. No los saludás con un beso, nada, solo chocar coditos. Pensé que la maternidad implicaba encierro pero con la cuarentena por el virus me di cuenta que era libre”, comparó la joven madre primeriza.
Así y todo, Rocío aclara que no es una adoradora del encierro. Prefiere dejar su casa del centro de Rosario para ir a trabajar a zona oeste porque le acorta bastante el día. “Si no es como que vivís en un loop constante. Quería salir por más caos que sea todo”, afirmó.
Rosarinos en Italia: dos meses de encierro estricto
María y Ulises son rosarinos que viven en Italia, epicentro del brote europeo de enfermos con covid-19. Les tocó atravesar la pandemia con una hija de tres meses que ya está por cumplir medio año. Él dejó de trabajar en la fábrica antes de que se suspendiera la industria en ese país por el temor a contagiarse y llevar la enfermedad a su familia. Pidió licencia. El 4 de marzo, después de vacunar a su beba, comenzaron todos un confinamiento estricto.
“Hace más de dos meses que estamos encerrados. Solo salimos el 11 de mayo para volver a vacunar a nuestra hija y seguimos en cuarentena”, dijeron y explicaron su dinámica interna: “La comida la compramos toda online. Pero como algunos supermercados tardaban un mes en hacer la entrega y en otros directamente no encontrabas turnos, hemos estado varias semanas sin que nos lleguen los pedidos. Nos adaptamos a lo que había, comiendo solo frutas y verduras que quedaban”.
Ulises se ríe, pero no exagera, cuando dice: “Me sentí como si fueran tiempos de guerra, comiendo menos y bajé varios kilos”. “Estuvimos veintipico de días sin que llegara comida y mientras tanto zafamos con una verdulería”, agrega María.
En estos 70 días, solo Ulises salió cada tanto a sacar la basura, con guante, barbijo y se cambiaba la ropa cuando volvía. Ella y su beba, en cambio, “no pasaron por el marco de la puerta”. Ni siquiera con el inicio de la fase 2 en Italia, que empezó la semana pasada (se puede salir a correr y los parques abrieron), flexibilizaron su esquema en el hogar porque los contagios se cuentan de a miles.
“Tengo miedo de salir, calculo mucho que toco y que no. Siento angustia por las libertades que se han perdido. Por ahora estoy trabajando desde casa pero en diez días me pueden decir que tengo que volver y no estoy seguro para eso”, resumió Ulises.
Ella agregó: “Salir es una mezcla de miedo e incomodidad. Sobre todo al tener una beba chiquita que se lleva todo a la boca. No le podés poner un barbijo y tampoco la podés tener upa porque te chupa la ropa. Es un estrés muy grande. Claro que quiero salir, a ella la tuve en noviembre que era invierno acá y estoy en cuarentena casi desde ese momento, pero es tanto el estrés que prefiero quedarme adentro. También afecta lo laboral, no estoy haciendo audiciones para trabajar en obras porque me da mucho temor, la beba depende de mi salud”.
La pareja se aferra a la esperanza de una vacuna que los saque de ese laberinto inesperado. De lo contrario, no habrá nada de normal en su “nueva normalidad”
Los otros desde la ventana
Hace unos días, el periodista Oliver Galack compartió en Twitter una foto de muchas personas en la calle y escribió: “Tengo la vaga impresión de que soy el único adulto en toda la ciudad de Buenos Aires que no pisa la vereda desde el 19 de marzo. ¿Estoy acaso en lo cierto?”.
“Desde el 13 de marzo, ni a la puerta”, se le sumó la filósofa y docente Diana Maffía. “Desde el 14/3 con los chicos adentro. No salí nunca”, agregó Mariana Munk. “¿No saliste nunca?”, se sorprendió Seba Zirpolo. “La última vez que salí fue dos horas antes del inicio de la cuarentena. Irónicamente, fue para ir hasta un locutorio a imprimir un permiso de circulación que tengo gracias a mi laburo. Nunca lo usé”.
El intercambio grafica lo que ocurre con matices en Rosario, en Buenos Aires o en Italia. Historias que develan que no todos gritan “por fin” cuando se flexibiliza el aislamiento y salen a buscar oxígeno o a visitar un comercio. Que hablar de “todos” siempre es peligroso. Que las mayorías están ahí para recordar que hay minorías. Y, para estos últimos, el encierro es un escudo que se les diluye de a poco. Un refugio que se desarma y se evidencia frágil, como todos los refugios. Especialistas lo definen como el “síndrome de la cabaña” y otros lo vinculan al del “ermitaño”. Denominarlo será debate para los cuarteles académicos. Lo cierto es que para algunos llegó la triste hora de dejar las pantuflas.