La mañana es gris, el cielo está cubierto, la lluvia amenaza y la humedad se siente en el aire. Faltan 15 minutos para las 8 y en Ayolas 141, no deja de ingresar gente. El ritual se repite: desinfectan las ruedas de sus bicicletas o motos, se pulverizan la ropa, el calzado, les toman la temperatura e ingresan para cambiarse, colocarse los equipos de bioseguridad y tomar el servicio. Desde 1889 allí funciona el Hospital Geriátrico Provincial. En el interior, 173 adultos mayores de entre 50 y 94 años, con distintas realidades, se preparan para comenzar el día.
A la derecha del ingreso está la dirección, donde falta espacio (debieron ceder una parte como vestuario) pero sobran pedidos, consultas y reuniones que se hacen lugar entre paquetes de yerba, azúcar y otros insumos que en breve serán trasladados.
- Daniel, hay tres personas para hisopado, dice Mauro, uno de los colaboradores.
- Que pasen a la iglesia que ahí voy.
Daniel es Daniel Welschen, el subdirector, y es quien decidió realizar los test “para hacer el procedimiento más ágil”. “Hubo días que llegamos a hacer 25”, afirma. Si son para el personal o familiares, los realiza en la capilla que tiene el lugar; si son para los residentes, los hace en cada habitación.
La institución ocupa una manzana y media y está dividida en salas, dispuestas en forma de U, rodeando calle Ayolas. Cada una tiene su propio patio y varias habitaciones. A calle Colón dan las salas San Juan, Sagrado, Rueda, Marull II, Marul I (todas de varones), le siguen Santa Rita (la única mixta), y las de mujeres, que dan a calle Necochea. Llevan el nombre de Santa Ana, Santa Inés y Santa Margarita. Además, cuentan con una unidad de cuidados paliativos con nueve camas para quienes tienen diagnóstico crítico y necesitan tratamiento “más personalizado” (no relacionados al covid). Desde que comenzó la pandemia los residentes no pueden deambular por los pasillos ni compartir con quienes están en otra salas, solo usan su ala y su espacio verde.
Welschen sale por el pasillo, y a los tres pasos lo frenan. “Me acaban de llamar de casa, que la persona que nos ayuda está con 37,5º, qué hago?”, le dice una mujer que trabaja en el lugar. “Andá a tu casa que nosotros nos encargamos”, responde y sigue caminando. “Esto es todos los días. Todos los días reestructuramos: enfermeros, mucamas, médicos”, asegura.
El miedo a la muerte atraviesa a los internos, a los trabajadores y a sus familias, y aparece en cada relato. Cuando se detectó la llegada del virus, se cerraron las puertas para quienes no pertenecían a la institución “para evitar contagios y minimizar riesgos” y se creó un comité de contingencia que se dividió: una parte se encargó del personal y la otra se dedicó a los pacientes.
Frente a la dirección, cruzando uno de los tantos espacios con arbustos está la office de enfermería. Alicia Sposito, trabaja en el lugar hace 40 años, y es la jefa del sector. Tiene una voz tranquila que por momentos se quiebra y sus ojos se llenan de lágrimas: “El que se nos muera un paciente de acá adentro no es lo mismo. A ese paciente nosotros le conocemos la vida, para nosotros no se muere un paciente, se nos muere una historia dentro de la institución. Para ellos nosotros somos parte de su familia y para nosotros ellos son parte de la nuestra. Acá se rompe el contacto profesional que enseñan durante la carrera”.
El primer caso de covid en el hospital fue el de una enfermera, el 1 de abril. Asegura que el impacto fue muy grande. El 26 de septiembre, se confirmó el primer caso de un residente positivo. “Aguantamos muchos meses sin casos entre quienes viven acá”, dice mientras explica que el ingreso del covid a las salas llegó con nuevas necesidades de los internos. “Nos encontramos con que aquel paciente que era semi dependiente en la vida diaria pero caminaba, por el efecto del covid no podía movilizarse y había que ayudarlo en absolutamente todo: desde la ingesta asistida, el suero, la oxigenoterapia a la movilización. Por suerte ya tenemos muchos recuperados, de alta, que transitaron la enfermedad aquí adentro”, dice.
Antes de la pandemia, había 150 enfermeros: 30 fueron licenciados por ser de riesgo y hoy, otros 30 están aislados. Con “reemplazos covid” de 14 días, y el personal haciendo horas extras van supliendo las necesidades. Alicia asegura que el trabajo se multiplicó. “El personal está desgastado, estresado. El ‘gran quemado’ es la enfermería. Somos los que tenemos contacto directo, permanente con el paciente. La relación sigue siendo total, eso no cambió. Nosotros tenemos todos los días que higienizar, levantarlos, cambiarlos, darles la leche, la medicación, llevarlos a fisiatría”, afirma.
Siguiendo por los pasillos hacia el sur, Laura Blanco, una de las psicólogas, se prepara para realizar una de las sesiones individuales de terapia. Cuando se declaró la pandemia definieron reestructurar todo el servicio: antes se hacían talleres grupales con toda la población y ahora los hacen reducidos por sala, donde hay un promedio de 18 personas, y también de forma particular. “La pandemia provocó en ellos una situación de mucha angustia, de mucho miedo, porque no sabían lo que estaba pasando, porque estaban acostumbrados a compartir entre todos y a ser visitados por sus familiares. Entonces aprovechamos el trabajo grupal por sector para poder contarles y explicarles qué es justamente lo que estaba pasando. Y que nos compartieran todos sus sensaciones. Se va conteniendo día a día, sobre todo se hizo un trabajo exhaustivo cuando apareció la primera muerte de un par”, relata Blanco.
La profesional asegura que se trabaja para que no se pierdan los vínculos sociales y con la familia: la cercanía. “El estar institucionalizados ya crea una sensación bastante angustiante. El tener que dejar su casa y su familia, para convivir con gente que no conoce, es toda una adaptación que vamos acompañando. El contacto social primero fue por video llamadas o llamadas telefónicas, y después tuvimos la posibilidad, por la estructura del lugar de hacerlo vidrio de por medio”, agrega. Las salas tienen enormes ventanales que dan a los patios por donde ingresa la familia y desde donde pueden charlar con ellos. La realización de los encuentros requirieron una organización pulida, contar con todos los elementos de bioseguridad y establecer cronogramas. “Cuando vimos que funcionaba empezamos a hacerlo con más asiduidad”, asegura y suma que aprovechan fechas como el día de la primavera o los cumpleaños para recibir a los familiares y “motivarlos desde otro lugar”.
Color Esperanza
Blanco afirma que fue fundamental que se aceptaran las propuestas de los profesionales y que se gestionaran los recursos. Una de ella fue “el televisor itinerante”, un plasma de 55 pulgadas que va pasando de sala en sala donde los internos no solo ven películas y trabajan consignas, también ven a sus compañeros. “Tenemos un proyecto audiovisual donde los grabamos haciendo diferentes actividades, videos sobre cómo cuidarse, los festejos de cumpleaños, se graban saludando a los compañeros de otras salas para que los vean porque hoy no pueden encontrarse. Al verse, cuando se reconocen, se sienten pertenecientes a un grupo. Es necesario que ellos mantengan los vínculos que antes tenían, porque ahora estamos en una situación de mucha pérdida. Deben recuperar esos vínculos continuamente, no solamente a nivel familiar, sino también a nivel social. El estar trabajando desde el servicio es fundamental para que puedan `a pesar de´, tener una buena calidad de vida”, concluye.
Desde uno de los patios se escucha el tema “Color Esperanza”, que canta Diego Torres. La música sale desde el “televisor itinerante” que puede verse a través de un enorme ventanal de vidrio ubicado frente al ala San juan. Dentro de la bata blanca con una nota musical en el pecho, y bajo la cofia de colores, la máscara y el barbijo, esta Yanina, la musicoterapeuta. Seis personas sentadas siguen atentas el taller que trabaja lo cognitivo, y busca mejorar el estado de ánimo incentivando la expresión y la creatividad.
Siguiendo el recorrido, y sobre el Pasaje Villar hay un enorme espacio, donde esperan inertes el regreso de la actividad la cancha de bochas y una cancha de fútbol. En una sala cercana, pegada a la radio, se escucha el ruido incesante de la máquina de coser. Allí fabrican enteritos con capucha (para reemplazar las cofias), batas descartables y reciclables, y equipos de bioseguridad para todo el personal. Así, el hospital se aseguró desde el principio tener recursos propios, cuando pudieron conseguir los insumos necesarios.
A pocos pasos hay una sala de aislamiento covid, sin estrenar. Recién pintada de blanco, con seis camas con colchones y almohadas aún con nylon, biombos, baños nuevos y office, espera ser inaugurada. “No tenemos personal”, aseguran.
En otro de los espacios dos mujeres acondicionan la ropa que se recibieron de donaciones y utilizan los residentes. Ordenadas en cada estantería están divididas las prendas (por sexo y temporada), que serán destinadas a medida de que se requieran. “No son muchos los residentes a los que los familiares pueden traerle ropa de afuera”, afirman.
En la esquina de Ayolas y Necochea, en la capilla anexa del Sagrado Corazón de Jesús, está todo listo para comenzar con los hisopados. En tres bancos, tres personas esperan. Daniel ingresa a la iglesia, saluda, y cual cura a punto de dar misa se cambia. En vez de vestimenta litúrgica se coloca más protección: suma otra bata -esta vez más gruesa y de plástico reciclable-, cofia, máscara y guantes. Se acerca a quien espera, le pregunta por sus síntomas, le explica de qué se trata el hisopado y cómo lo va a hacer, y los cuidados que debe tener de ahora en más. El médico alza los brazos al techo, lo rocían con alcohol, y comienza con el test. A su espalda, en la pared, cuelga un enorme Cristo en una cruz de madera, y casi una decena de imágenes religiosas lo acompañan.
“Tener a Cristo acá atrás es muy fuerte”, dice al tiempo que le viene a la mente el recuerdo del día que veía en su casa por televisión las imágenes que llegaban de las residencias geriátricas europeas. “Mi hija me abrazó y me dijo: ‘Papá no quiero que vayas a trabajar porque tengo miedo que te mueras”, relata y se emociona.
Tener red
En una de las galerías continuas Martín Almirón, el director, corta una conversación telefónica mientras termina una de las recorridas por el lugar. Afirma que gracias a la red de psicoprofilaxis que crearon para los empleados, con psiquiatras y psicóloga, pudieron saber cuáles eran las necesidades de la gente: “Detectaron el miedo a la muerte no solo propia, sino también a la del residente, y entramos a trabajar. Porque si se nos quiebra una parte del equipo, ¿qué nos queda?. Creo que eso fue lo que los sostuvo psicológicamente”.
Almirón se hizo cargo del lugar en marzo (al tiempo que se conocía que el covid había ingresado al país) después de trabajar 15 años en el Hospital Provincial. “Vinimos con un proyecto que tenía diferentes patas: un proyecto de educación, de inclusión, de trabajo, y de rehabilitación. Y a los días cerramos y tuvimos que empezar a tratar de sobrevivir, buscando que quienes viven acá tengan la mejor calidad de vida posible”, asegura.
“Hoy tenemos un plantel que está reducido casi a la mitad, y todos lo que están hoy acá adentro, trabajan. De 350 trabajadores, hoy tenemos 190. Se esfuerzan el doble, y están cansados. Estoy orgullosísimo de trabajar al lado de esta gente que se parte el brazo todos los días trabajando. Nosotros no nos conocíamos, y vinimos a la Dirección del brazo de una pandemia, y esta gente se está deslomando”, sentencia.
Quienes trabajaban en los consultorios externos (cerrados desde el 14 de marzo), se ocupan de educar en bioseguridad: cómo usar los elementos correctamente para evitar contagios. La nueva estructura implementada, con alas divididas y sin contacto hizo que el trabajo se multiplicara. “En algunos casos, de una sola gran actividad lúdica en la semana para todos, empezamos a hacer siete, para cada sala. Eso también incrementó el trabajo”, agrega.
“Hoy está aislada una sola sala, con enfermos activos pero en excelente estado de salud. Hace días que no tenemos contagios. Antes del 26 de septiembre (cuando se confirmó el primer caso de un residente) estábamos obsesionados con que el virus no ingresara, ahora, además de eso, le sumamos el cuidarlos para que no se lo lleven a sus familias. Es un trabajo muy minucioso”, asegura.
Se va acercando el mediodía y en la cocina se ensambla la comida que se repartirá en las salas. Atrás de una enorme puerta de madera, en un espacio destinado a inmunizaciones, una enfermera carga datos en una notebook mientras aguarda la llegada de quien tiene turno para vacunarse. Otra mujer entra y le pregunta cómo está: “Estamos todos muy cansados, pero es lo que elegimos, o no?”, dispara mientras levanta los hombros y le sonríe.
Todos los días se va armando un rompecabezas que parece perder piezas. La logística es fundamental. Se buscan recursos donde no hay. Mucamas, mantenimiento, enfermería, salud, el recurso humano en pandemia es escaso. Pero cada persona, a fuerza de trabajo, sostiene el lugar para que todo siga funcionando.
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