Por MARIANA MAGGIO Dra. en Ciencias de la Educación, directora de la Maestría en Tecnología Educativa de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires.
En los últimos meses, como pasa cada tanto, se generó un debate sobre la prohibición del uso de las tecnologías en las aulas. Esta vez el tema se instala a partir de las repercusiones de ciertos sucesos en países lejanos: Suecia, que decide replantear el plan de digitalización propuesto para las escuelas, y los Países Bajos que dejan las decisiones sobre el uso y la prohibición de los teléfonos celulares en manos de las escuelas.
Una explosión de artículos con argumentos conocidos y recurrentes: las tecnologías distraen a los estudiantes, limitan su aprendizaje, perjudican los resultados de las evaluaciones y estimulan la violencia, entre varios etcéteras más. Mi primera reacción a la pregunta sobre cuál es mi posición sobre este debate es que no se puede tapar el sol… con el dedo meñique. ¿Es posible desarmar cada uno de esos argumentos? Podríamos sostener que sí, con casi ochenta décadas de estudios sistemáticos en materia de tecnología educativa. Sin embargo, entiendo que es mejor concentrarse en el sentido de la inclusión digital en la educación y no en su abolición.
Vivimos en un mundo en el que la mayor parte de las actividades económicas, sociales, políticas y culturales están profundamente atravesadas por las tecnologías de la información y la comunicación. Comprender y aprender esas tramas y recrearlas críticamente es un derecho. No da lo mismo tenerlo o no porque lo segundo podría dejarnos afuera de ese mundo. Se trata de tecnologías que sostienen los modos en que se construye el conocimiento disciplinar y, cada vez más, sostienen la actividad en todos los ámbitos del trabajo. ¿Cómo incluiremos a nuestros estudiantes en el complejo mundo en el que les tocará vivir si los educamos recortando un rasgo central de la realidad? Esto no quiere decir que la inclusión de tecnologías en las prácticas de la enseñanza sea sencilla. No lo es. Requiere hacer inversiones y desarrollos específicos; establecer encuadres negociados sobre las formas y tiempos de uso, con especial foco en el cuidado y la responsabilidad; rediseñar las propuestas didácticas en un sentido contemporáneo; y fortalecer la especialización de las y los docentes quienes en el transcurso de la pandemia mostraron su enorme fuerza a la hora de implementar prácticas virtuales.
Todo esto configura una base necesaria para generar enseñanzas poderosas, propias de este tiempo, relevantes y, por eso mismo, inclusivas. Los y las estudiantes no están distraídos por la disponibilidad de los teléfonos celulares en las aulas sino por la dificultad que experimentan para sentirse interpelados por propuestas que no los reconocen como sujetos culturales que viven realidades inmersivas profundamente atractivas. La pregunta que tenemos que hacernos es cómo generar primero las condiciones materiales y luego esas prácticas que los convoquen genuinamente y les permitan construir sentidos en este mundo complejo y cambiante.
La reciente presentación del Informe de seguimiento de la educación en el mundo 2023 con foco en Tecnología en la educación de la UNESCO señala, entre sus múltiples dimensiones, que durante la pandemia el aprendizaje en línea impidió el colapso de la educación durante el cierre de las escuelas, aunque no se llegó al 31% de los y las estudiantes de todo el planeta ni al 72% de aquellos más pobres. Y afirma que «Si bien el derecho a la educación es, cada vez más, sinónimo de derecho a una conectividad significativa, el acceso es desigual». Afirma el derecho. Entre las preocupaciones señala que: «En 14 países, se ha concluido que el mero hecho de estar cerca de un dispositivo móvil distrae a los estudiantes y tiene un efecto negativo en el aprendizaje». El desafío es garantizar el derecho y desarrollar experiencias áulicas muy potentes. En este sentido María del Mar Sánchez Vera y Jordi Adell afirman en un artículo reciente: «Por supuesto, la tecnología conlleva riesgos; por ello, su uso se debe abordar durante los procesos educativos formales. Es una cuestión de justicia social. Negar el uso de las tecnologías en las escuelas agudiza la desigualdad y aumenta la brecha digital entre los estudiantes más desfavorecidos; para ellos la escuela será uno de los pocos lugares en los que poder hacer un uso adecuado de estas herramientas y alfabetizarse digitalmente».
Si la pandemia configuró una situación de excepción, la aceleración digital a la que dio lugar en todos los ámbitos de la sociedad y la cultura no lo fue. En 2020 la falta de inclusión digital dejó a niños y jóvenes afuera de la escuela; en el futuro esto también podrá dejarlos fuera de la educación superior -cada vez más virtualizada- y del mundo del trabajo. Con ese piso de inclusión el desafío es crear la mejor enseñanza posible, en donde estar conectado suponga estar diseñando, creando conocimientos originales, colaborando más allá del aula, resolviendo problemas sociales, investigando, inventando un mundo mejor y aprendiendo profundamente. Con el cuerpo adentro y en movimiento y con emoción. Así, nadie querrá distraerse.