¿Pensamos con el cerebro o con el corazón? Esta pregunta se hizo muy popular en los últimos años. Investigaciones científicas llevaron a asociaciones entre el estrés, los eventos cardiológicos y los del sistema nervioso, facilitando conclusiones acerca de la influencia del corazón sobre el funcionamiento cerebral. Otros científicos se dieron a hablar sobre las «neuronas del corazón», dejando implícito que si pensamos a través de conexiones neuronales, entonces podemos atribuirle la capacidad de pensamiento a este órgano que gerencia nuestra vida emocional.
Más allá de las ilusiones de aquellos que creen en la capacidad que tiene el corazón para pensar, tenemos que hacer honor a la verdad. Ni el cerebro, ni el corazón tienen capacidad para pensar. Somos las personas las que lo hacemos. Nosotros hablamos, actuamos, deseamos, sentimos y pensamos. Lo que sí es cierto, es que el cerebro aporta la base biológica para que de ella emane la vida mental. Y también es cierto que del corazón provienen varios de los límites a los que se enfrenta el cerebro. Podemos decir que cerebro y corazón trabajan en equipo.
Cuando algo nos genera estrés se afectan varios sistemas. Se interrumpe el sueño, se altera la alimentación, disminuye la concentración, nos cuesta recordar esto y aquello y todas las herramientas que habitualmente tenemos para afrontar las situaciones que se nos presentan, parecen haberse evaporado. Empezamos a sentirnos más nerviosos y vulnerables. Nuestro cerebro inmediatamente interpreta que estamos en peligro y como consecuencia, activa al sistema nervioso simpático, encargado de las reacciones de lucha y de huida ante situaciones potencialmente peligrosas para la integridad de la persona. Esta activación tiene diversas consecuencias. Dilata las pupilas, inhibe la digestión, la actividad de la vejiga e incrementa el ritmo cardíaco. Cierra los vasos sanguíneos, produce una gran dilatación aumentando la frecuencia cardíaca hasta el doble de lo normal y aumenta la presión arterial. Esto lo hace para que nos activemos fuertemente frente a ese peligro y luchemos contra él o tengamos las fuerzas para correr.
Pero el organismo no puede permitirle al cerebro la desmesura en esta activación simpática que por cierto, carece completamente de toda simpatía. Algo tiene que ponerle un freno y es el corazón el que se hará cargo de esta función. Avisa hasta dónde el organismo es capaz de soportar y le ofrece retroalimentación a la función cerebral para cesar la activación. Si no hubiese este equilibrio en el diálogo entre el cerebro y el corazón, las situaciones de estrés desencadenarían inevitablemente toda suerte de enfermedades del aparato circulatorio. Aunque esto puede ocurrir, lo cierto es que la mayoría de las veces resolvemos el estrés de nuestras vidas sin entrar a una unidad coronaria.
Cuando queremos hacer ejercicio, también es el corazón el que, cuando hace falta, dice basta. El sistema nervioso autónomo es el encargado de dialogar con los otros órganos del cuerpo y el corazón es un interlocutor más, pero un gran interlocutor. Durante el ejercicio físico, el sistema nervioso tratará de lograr el mejor desempeño por parte del corazón. El cerebro enviará las órdenes motoras a la médula espinal y de allí saldrán los nervios que enviarán mensajes a los músculos logrando que se muevan en la dirección deseada y con la velocidad requerida. Para que esto ocurra y mantengamos el ritmo durante la sesión de ejercicio físico, los músculos necesitan de una provisión extra de oxígeno y de glucosa. Esto pone al corazón a funcionar con mayor intensidad. En este diálogo fluido, el corazón entiende estas necesidades y empieza a bombear con más y más fuerza. Ambos órganos entran en un círculo virtuoso en el cual crece la afinidad y eso se traduce «tener más entrenamiento». A medida que nos entrenamos, mejor es este diálogo entre el cerebro y el corazón.
Cuando hay alguna patología cardíaca, esta capacidad de conversación se ve interrumpida. Al corazón le empieza a resultar difícil atender a los requerimientos del cuerpo en movimiento o del organismo bajo estrés. La persona siente que se queda muy pronto sin aire porque el corazón no puede bombear a la velocidad necesaria para sostener el ritmo propuesto por el cerebro. El oxígeno y la glucosa no alcanzan y el corazón debe decir basta, si quiere mantener el equilibrio del organismo.
El resultado, casi siempre, es la percepción de ya no poder hacer ejercicio y en casos extremos, de ya no poder ni siquiera caminar. ¿Qué podemos hacer? Estimular el diálogo entre el cerebro y el corazón. La actividad física es necesaria para preservar la salud y caminar es un ejercicio que equilibra todos los sistemas y aporta al bienestar general de la persona. Podemos mentalizarnos en ir más despacio, en reconocer los propios límites haciendo uso de la actividad de la mente. Conviene, gradualmente, ir buscando el nivel de posibilidad físico que uno tiene y a partir de ahí, empezar a entrenar, a generar resistencia. Usar la atención como nexo entre el cerebro y el corazón y mantenerse siempre activos.
Es importante empezar a tener registro de uno mismo, estimular el conocimiento del propio cuerpo y aprender a manejar la respiración. En cualquier situación de agitación, manejar la respiración suele ser un remedio efectivo porque activa al sistema parasimpático, responsable por los estados de equilibrio y de tranquilidad. Aprender a respirar ayuda a proteger el corazón y a centrarnos en nuestro propio bienestar. Se trata de pensar con la cabeza y de escuchar al corazón.