Eran tiempos en los que todos los equipos tenían un 10. Es decir, para ser 10 había que ser bueno en serio. El 10 no se regalaba a cualquiera, no venía un improvisado a ponerse la 10 y menos la de Central. Además, si eras bueno de verdad, como este, no te podías hacer el sonso, tenías que llevar el peso del 10, que pesaba el doble que cualquier otra camiseta.
No podías escaparte y usar la 77, el reglamento se te reía. Pero, sobre todo, se te iban a reír en el barrio y eso era peor que cualquier insulto. Los guapos de verdad, los que nacían ahí, se ponían la 10 porque el potrero te preparaba para llevarla.
El potrero lo preparó para ser ídolo, para ser el máximo ganador de la historia de Central, para ser el 10 del único equipo que logró ser campeón en Primera División luego de ser campeón del ascenso de manera consecutiva; lo preparó para el barro y para la gloria.
El potrero lo formó para hacerle un gol mítico al Real Madrid vistiendo la casaca de Tiburones Rojos de Veracruz; para llevar la 10 de River, la que usaron otros tan buenos como él; para irse y hacer historia al volver, porque no le bastó con aquel doble campeonato. El potrero le pedía más. Así que fue y levantó un 0-4 ante un equipo brasileño. El potrero lo preparó para todo, para lo bueno y para lo malo. Mirá si no lo iba a preparar para gambetear al olvido.
Su última imagen pública fue la de andar buscando a su heredero donde nacen los 10 de estos tiempos. Aunque algunos nuevos interventores del futbol los pongan de extremos, de internos o hasta de lateral izquierdo; ese lugar en donde se lo vio feliz por última vez es cuna de 10, su cuna, aunque la suya haya sido un potrero un poco más al norte. Ojalá lo haya encontrado. Quizá se fue tranquilo.