Una pareja toma algo en un bar. Comparten la mesa, pero no se hablan ni se miran. Cada uno está absorto en la pantalla de su celular, tal vez mirando posteos de Instagram o whatsappeando en un grupo de amigos. En otra mesa grande, ocupada al menos por una decena de personas, se repite un escenario similar; no menos de la mitad se encuentra zambullido en su teléfono, ignorando lo que sucede alrededor. Están ahí físicamente, pero su mente y sus pensamientos se encuentran quién sabe dónde. Seguramente estas escenas le resulten familiares y más de una vez lo han tenido de protagonista. El teléfono, como un hechicero digital, acapara una y otra vez la atención de nuestro cerebro.
Que la tecnología cambió la forma en la que nos relacionamos es una verdad inapelable, pero ¿lo hizo de una manera positiva? El celular nos acompaña en todo momento. Lo chequeamos al despertarnos para ponernos al tanto de las principales noticias, leer los últimos mensajes recibidos en Whatsapp, dar una vuelta por Twitter para ver qué se comenta y -ya que estamos- una pasadita rápida por Instagram para curiosear en qué andan nuestros contactos.
Lo mismo hacemos cuando tenemos unos minutos libres en el trabajo, en el colectivo, cuando nos sentamos a ver televisión, en una salida con amigos y en la mesa familiar del domingo. Nuestro teléfono está ahí, siempre dispuesto a conectarnos al instante con el mundo, pero al mismo tiempo desconectándonos completamente de nuestro entorno.
Este comportamiento habitual, reiterado y lindante con la adicción, encuentra su combustible en la dopamina, un neurotransmisor que activa el “circuito de recompensa”, un mecanismo cerebral que nos hace repetir conductas que encontramos placenteras y que en Silicon Valley saben muy bien cómo activar. La dopamina está relacionada con la sensación de felicidad, y está detrás de esos likes, corazones y demás interacciones que encontramos en las redes sociales y nos hacen volver por más.
Viviendo una fantasía
La pandemia del coronavirus dejó más que claro que la tecnología puede vincular a las personas cruzando barreras geográficas para estudiar, trabajar o jugar. Pero también reveló que solo eso no es suficiente para construir relaciones interpersonales de calidad, esas que se edifican en el mundo real con miradas, sonrisas y lenguaje no verbal. Las interacciones que se producen en las redes sociales son muy diferentes, y sus estándares alejados de la realidad pueden convertirse tóxicos.
Nuestro teléfono está ahí, siempre dispuesto a conectarnos al instante con el mundo, pero al mismo tiempo desconectándonos completamente de nuestro entorno
Para la Dra. Paola Radice, médica psiquiátrica, “el ser humano está separándose cada vez más, cada vez más alejado. Pareciera que es la tendencia de la posmodernidad, esto de tener cuestiones que aparentemente deben ser perfectas, donde en realidad es totalmente inaccesible”. En este sentido, la Dra Radice añade: “Entonces yo para ser linda, inteligente, flaca, culta y estar todo el tiempo sonriente criando a mis hijos tengo que ser una persona que no existe, porque cuando tenés hijos estás cansado, te ocupas de ellos, trabajas, haces ejercicio y siempre algo te falta. Nunca llegas al prototipo de la persona perfecta que la mayoría de la gente anhela ser, entonces pareciese que esta realidad virtual viniese a devolvernos una imagen de que eso es factible. En el cara a cara de la gente, esta realidad es insostenible, es una fantasía, entonces empieza a ser una cuestión más de switch en que la fantasía es posible. ¿Por qué? Porque me alejo de la realidad”.
Si a la abstracción en la que nos sumerge la pantalla le agregamos el incontenible impulso de estar conectados para ver qué sucede en las redes -con el resultante subproducto de emociones negativas como ansiedad, depresión y soledad-, esperemos a ver qué nos depara el futuro próximo con la universalización del metaverso. Sin duda, los lentes de realidad virtual serán un accesorio muy común en los próximos años, tal como lo es ahora el teléfono inteligente, y el impacto en la salud mental de muchos usuarios será inevitable, ya que el potencial abuso de esta tecnología puede llegar a distorsionar el propio sentido de la identidad.
Yo para ser linda, inteligente, flaca, culta y estar todo el tiempo sonriente criando a mis hijos tengo que ser una persona que no existe
En relación a este complejo panorama, la Dra. Radice cree que esto podría acentuar trastornos ya existentes. “Creo que esto podría llegar al extremo de dejar a las personas totalmente aisladas dentro de cuatro paredes. Pensá que estamos muy cerca de no necesitar demasiado salir de nuestras casas. Vivimos una pandemia donde la mayoría de la gente pedía las cosas por internet o por teléfono, había muy poca gente en las calles y todo el mundo siguió transcurriendo su vida cotidiana. Cualquier tipo de persona que tenga algún tipo de tendencia como algún trastorno de la personalidad o alguna cuestión de base, esto claramente lo agudizaría y lo dejaría totalmente deprivado. Sería muy grave, porque seguramente tendría una psicosis”, agrega.
Epidemia de soledad
Los últimos estudios indican que -pese a estar más conectados- la gente se siente más sola que nunca. Según una encuesta mundial, en promedio el 33% de los adultos experimentan sentimientos de soledad. Brasil encabeza esta lista con un 50% de los encuestados que declaran sentirse solos a menudo, siempre o a veces, mientras que en Argentina ese porcentaje llega al 35%.
Es una sensación peligrosa si se tiene en cuenta que diferentes investigaciones la vinculan con una mayor incidencia de enfermedades cardíacas, diabetes, demencia y debilitamiento del sistema inmune. La facilidad para comunicarnos que nos ofrece la tecnología nos vende una falsa ilusión de socialización, cuando en realidad nos está negando una verdadera interacción humana. Tal vez sea momento de replantearnos nuestra relación con los dispositivos, limitar el tiempo frente a la pantalla y salir a experimentar el mundo real. Nuestra salud mental lo agradecerá.