Sea cual sea el resultado del balotaje de este domingo una cosa es segura: Argentina inicia un nuevo ciclo político en el que, gane quien gane, habrá una reconfiguración del esquema de representación de los últimos 20 años, regido por los polos kirchnerismo-macrismo (o antikirchnerismo). Claro, esa reconfiguración no será de la misma intensidad si el presidente es Sergio Massa, que aparece como garantía de continuidad del pacto democrático, o Javier Milei, que amenaza con romper consensos que el país construyó los últimos 40 años y que hasta su irrupción como candidato con chances de triunfo parecían fuera de toda discusión.
Son muchas, muchísimas las cosas que están en juego en la votación, que se desarrollará entre las 8 y las 18. Massa y Milei son, al fin de cuentas, referentes de dos modelos de país diferentes, tanto en lo económico como en lo político, y expresan además estilos de liderazgo absolutamente contrapuestos.
Uno de los dos quedará consagrado en los comicios de este domingo como presidente, aunque sea por un solo voto de diferencia. Llegan, según las encuestas, en un escenario de paridad y el resultado está absolutamente abierto.
Por eso, toda la Argentina estará pendiente del escrutinio que arrancará a las 18 y que se espera que entre las 20 y las 21 arroje tendencias representativas.
Se llegó a esta instancia definitoria del balotaje, último mojón de un proceso electoral que pareció eterno, porque en la primera vuelta ningún candidato llegó al 45 por ciento de los votos ni al 40 con 10 puntos de diferencia sobre el segundo, que son las dos posibilidades que da la Constitución para saltear la segunda vuelta. Es decir, porque ninguno pudo enamorar por sí al electorado, o al menos al grueso del mismo.
Massa, que sacó el 36,6 por ciento de los votos, y Milei, con el 29,9, fueron los dos más votados y, por lo tanto, quienes quedaron en pie de los cinco que compitieron. Los otros tres fueron Patricia Bullrich (23,8%), Juan Schiaretti (6,7) y Myriam Bregman (2,7). La asistencia el 22 de octubre llegó al 77,7% y el voto en blanco al 2.
Milei, con nuevos socios
Apenas terminada esa elección, Massa y Milei comenzaron a trabajar para pescar en la pecera de los que votaron a los candidatos que quedaron fuera del balotaje.
El libertario se fortaleció rápido con el acuerdo que apenas 48 horas después de los comicios cerró con Patricia Bullrich y, fundamentalmente, con Mauricio Macri.
El ex presidente, que poco hizo para ayudar a quien era su candidata original, vio en el padrinazgo a Milei, en las necesidades del libertario, la posibilidad de conservar centralidad, ejercer poder y postergar la jubilación. A cambio, se ofreció como garante para dos partes que deben sellar un nuevo contrato electoral para un triunfo de la derecha: el candidato de La Libertad Avanza y una porción mayoritaria de quienes apoyaron a Juntos por el Cambio en la primera vuelta. Aporta también percepción de mayor razonabilidad a un armado político caótico y desprolijo; la posibilidad de contar con cuadros de gobierno con cierta experiencia de gestión; más recursos, conocimiento y músculo político para una tarea que el sector considera fundamental para la elección de este domingo: la fiscalización.
En el camino desde el 22 de octubre hasta el debate del domingo pasado, en el que su desempeño fue flojo, Milei redujo su exposición mediática y la de los voceros de La Libertad Avanza, ante las dificultades para hilvanar un discurso propio convincente y los riesgos que implican su personalidad tormentosa.
Por momentos, estas últimas semanas, fueron más las apariciones públicas de Bullrich y Macri que las del propio aspirante a presidente. Por eso se habló de “colonización” de la campaña y también de una eventual gestión libertaria, lo que generó serios cortocircuitos internos en el propio partido de Milei.
La apuesta de Massa
Massa, en tanto, salió fortalecido de la primera vuelta, con un envión que parecía ganador y el respaldo directo o una prescindencia declarada, pero que no parece tal, de importantes sectores de Juntos por el Cambio que se despegaron del acuerdo de Macri con Milei, como casi todo el radicalismo y referentes del PRO como Horacio Rodríguez Larreta y María Eugenia Vildal.
Pero esa inercia se detuvo con la escasez de naftas del último fin de semana de octubre y por el peso que significa ser el ministro de Economía de un gobierno que no consigue dominar la inflación, dejará el país con un 40 por ciento de su población debajo de la línea de pobreza y tiene niveles de rechazo superiores al 60 por ciento.
Su candidatura, de todos modos, se sostuvo competitiva en la idea de que es un dirigente capaz de encabezar un proceso político que deje atrás la grieta kirchnerismo-antikirchnerismo, que es el candidato que hoy por hoy garantiza que el Estado tenga un rol activo como prestador de servicios esenciales como la salud y la educación, y que representa la continuidad de consensos básicos que el otro candidato amenaza. En este marco, un gobierno de unidad nacional, que lleve adelante políticas de Estado fruto de acuerdos amplios, es el planteo que pregona para ofrecer nuevas bases de convivencia política al país fragmentado. Una suerte de nuevo mito, más módico y por lo tanto más concretable, que reemplace la utopía fallida que en 1983 ofreció Raúl Alfonsín: con la democracia se cura, se come, se educa.
Factor bronca, factor miedo
Con todo, la posibilidad de su triunfo se apalanca, más que nada, en el miedo que genera Milei. Ese temor al libertario lo despiertan sus propias propuestas, las dudas sobre su equilibrio emocional, los distintos negacionismos que representa, y un discurso violento que en los últimos días se tradujo en un festival de amenazas a comunicadores y dirigentes que no comulgan con las ideas de La Libertad Avanza.
Justamente sobre esos miedos trabajó Massa en el debate, instancia en la que fue claro ganador, aunque si eso se traduce o no en votos es una incógnita que recién se resolverá este domingo.
Porque Milei tiene esas debilidades pero también una fortaleza: representa el enojo, la bronca, el hartazgo de una importantísima porción de la población con un presente que es fruto de muchos años de políticas desacertadas y que enfoca a la dirigencia política tradicional como responsable bajo el descalificativo "casta".
Muchos, acaso la mayoría de quienes votan a Milei, no lo hacen por lo que propone, sino porque justamente consigue representar esos sentimientos. Es decir, lo apoyan a pesar de que la dolarización enamora a muy pocos, a que descree de la educación y de la salud públicas, a que cree que órganos y armas se deben vender en mercados libres, a que idolatra a Margaret Thatcher, a que habla de la dictadura con las mismas palabras que los dictadores, a que su compañera de fórmula es amiga de genocidas y quiere derogar el aborto legal, y así se podría seguir con una larga lista de cosas sobre las que habló y luego se desdijo.
Claro, también hay desesperanzados que no lo votan, justamente por todo lo anterior. Si el libertario realmente representara a todos los enojados ya hubiera ganado. Pero muchos de quienes también tienen bronca se inclinarán por Massa, el voto en blanco o anularán el sufragio porque entienden que cambio no es lo mismo que destrucción y temen.
El país punk
Así es este balotaje, a todo o nada. Este pueblo que desde hace tiempo está atravesado por las pasiones tristes, este domingo define a los penales entre el hartazgo y la pavura.
El desafío para el que gane es mayúsculo: desde esas cenizas, desde esos escombros, deberá generar confianza y volver a despertar esperanzas para que la Argentina sufrida salga de esta etapa punk de crisis económicas y violencias, en la que lo que se impone es la idea de que no hay futuro.
Todo en un marco de fractura que obliga, en lo político, a una tarea ciclópea: empezar a unir las partes de una sociedad fracturada y a punto de caer a una fosa que se profundizó hasta límites insospechados después de tanta grieta.
No hay construcción común posible si se sustenta sobre el odio. Y un país no se hace con medio país.