Estábamos en el final de los años 70 y en la clase de catequesis de la secundaria se hablaba sólo de lo que pautaba la Didascalia, un librito con lecturas bíblicas sobre las cuales se “reflexionaba”. Nadie osaba objetar en voz alta lo que esas páginas profesaban. Quizás no sabíamos aún qué era un dogma, pero debíamos aceptar, a fuerza de libreta de calificaciones y birome roja amenazante, que no había que cuestionarlo.
Todo transcurría de acuerdo a lo previsto hasta que una mañana de invierno, una compañera de las que se animaban a más, planteó en medio de una de esas soporíferas clases, el tema del aborto y la existencia de numerosos casos de violación que no se difundían y que poco tenían que ver con la angelical dulce espera a la que, según nos enseñaban, todas las mujeres estábamos destinadas, por decisión del creador.
Entonces, la docente de catequesis, la hermana Luz, se transformó. Su cara se tiñó de rojo. Clavó la mirada en el suelo y sentenció con notoria timidez, aunque fiel al mandato: “No al aborto”. Pero nuestra compañera no se calló y siguió sumando argumentos para ver qué respondía la religiosa que nos enseñaba cómo ser mujeres, esposas y madres, sin serlo ella.
Y a la compañera nos fuimos sumando otras que solíamos tener el signo menos en rojo, en la libreta, por ser contestatarias y no importarnos si a causa de ello nos perdíamos el cuadro de honor o el lugar destacado de la abanderada o la escolta.
El murmullo en el salón fue creciendo y la monja no podía controlarlo. Aún con la libreta en la mano, aún en el marco de la dictadura militar con la que las escuelas religiosas colaboraban tanto formateando cerebros jóvenes y maleables. Todas teníamos un caso conocido o sabíamos de alguien. Nuestras preguntas se superponían. Nuestros interrogantes se multiplicaban y la hermana Luz se obstinaba en echar un manto de oscuridad sobre el tema. Se consagraba (esta vez a la impotencia pedagógica) y caminaba entre las filas simétricas repitiendo la letanía mientras sostenía en una mano la libreta y en la otra el crucifijo que pendía de su cuello: “No al aborto”. Lo dijo diez, veinte, treinta, infinitas veces, siempre en el mismo tono, como un mantra imperturbable.
“¿Me escucha?, ¿me escucha?, decía la feliz responsable de la polémica y la pobre, tan mujer como nosotras, no sólo no escuchaba, sino que ni siquiera podía mirarnos a la cara. Ese día, ella, más que nosotras, ansió que el salvador timbre del recreo la rescatara del infierno de "ovejas descarriadas".
De aquella mañana de mi secundaria, pasaron 39 años y este jueves 14 de junio, cuando la Cámara de Diputados de la Nación dio media sanción al proyecto de ley de interrupción voluntaria del embarazo, aquel debate improvisado y primitivo en el colegio vino a mi memoria como si hubiese sido ayer.
No juzgo a la hermana Luz, a su dogma y a su fe; en todo caso, las escuelas religiosas deberán plantearse de qué forma responden cada vez que sus alumnas y alumnos de hoy las interpelan con la fuerza de la realidad, tan alejada de los libros sagrados. Lo que rechazo es que se pretenda en pleno siglo XXI legislar con el dogma la vida de millones de mujeres que no adhieren a él, ni profesan religión alguna.
Celebro la media sanción de la norma y más allá de que el Senado la convierta o no en ley de la Nación, celebro que hayamos podido nombrar al aborto con todas sus letras, con todas sus grandes y pequeñas historias hasta hace poco tiempo, anónimas. Celebro que hayamos salido de la oscuridad y que el conmovedor codo a codo de mujeres en la calle ayude a tantas jóvenes, adolescentes y niñas a no sentirse tan solas en su lucha. Celebro que se hayan caído las caretas de tantos legisladores y legisladoras supuestamente progresistas. Celebro que las redes sociales se hayan poblado de testimonios de mujeres valientes y también de nefastos mensajes retrógrados emanados de las catedrales góticas del pensamiento y de hombres que no tienen autoridad para decidir sobre el cuerpo y la vida de las mujeres y vociferan sinsentidos. Celebro la ebullición de las ideas y celebro, por sobre todo, estar viva para verlo y ser parte del movimiento social de mujeres que quieren cambiar la historia. Algo que ya se gestaba en aquella aula de la secundaria, aunque no nos diéramos cuenta.