En decenas de análisis escritos en las últimas horas después de la violación en grupo que sufrió una joven de 20 años por parte de chicos de más o menos su misma edad, dentro de un auto en el barrio porteño de Palermo, se puso énfasis en una situación: los autores de este tipo de hechos son hombres que caminan como uno más por la calle. Vos, yo, tu hermano, tu tío, tu amigo, los míos.
Es un llamado, sobre todo a los hombres, para que tomemos conciencia. Que entendamos que quienes cometen estos actos de violencia son tipos que están al lado nuestro. Compartimos un ámbito de trabajo, un salón de la facultad, salimos juntos, fuimos a comer, a jugar al fútbol. Porque la dominación del hombre sobre la mujer es la matriz vincular en la que fuimos formados. Y nadie es ajeno.
La violación y el femicidio son los actos más extremos, pero esa matriz se sostiene en infinitas actitudes cotidianas de las que ni siquiera somos concientes de tan internalizadas que las tenemos. En los últimos días, por caso, hubo una situación pública, cuando la corresponsal de guerra Elisabetta Piqué escuchaba en Ucrania las instrucciones que un periodista varón, desde un cómodo estudio en Buenos Aires, le indicaba para protegerse de las bombas en Kiev en el momento en el que ella solo quería despedirse porque sonaban las sirenas. “¿Quién es este pelotudo?”, preguntó la experimentada periodista. Mansplaining fue el concepto que sonó y resonó ante ese hecho: un hombre que, por más experta que sea una mujer en un tema, cree saber más sobre el asunto que ella.
Todo eso es el patriarcado: el mansplaining, pero también la violación y el femicidio.
Por eso la afirmación del feminismo sobre la violación en grupo de Palermo: no son animales, no son bestias, son hijos sanos del patriarcado. Criados en hogares argentinos, educados en escuelas como las de nuestros hijos, estudiantes universitarios, habitantes de barrios de clase media.
En un país envenenado como la Argentina, que tiene entre sus enfermedades la literalidad, la crisis de comprensión, el asunto fue leído enseguida en una clave principal de esta época de empobrecimiento político-cultural: la grieta.
“No es así”, respondieron muchos -incluso algunos notorios periodistas- al clamor del feminismo para que los hombres tomemos conciencia de que es en gran parte responsabilidad nuestra transformar esa matriz cultural.
Pero ese rechazo tiene que ver más con quién emite la proclama que con lo que la misma dice. Eso pasó, por ejemplo, con un tuit de la ministra de Mujeres, Género y Diversidad, Elizabeth Gómez Alcorta, a la que la oposición llegó a pedirle la renuncia con el argumento de que justificaba la violación, por señalar que los agresores sexuales de Palermo son, justamente, producto de una matriz cultural que hace que, cíclicamente, hechos de este tipo se repitan.
Si la ministra -y otros funcionarios y funcionarias- debe renunciar, en todo caso, no es por ello. ¿Hace el Estado realmente todo lo que está a su alcance para romper la matriz cultural de la que la propia Gómez Alcorta habla y que, efectivamente, es la que vertebra esta sociedad en la que violencia machista es algo constitutivo? ¿Qué acciones concretas puso en marcha la ministra por fuera de sus declaraciones, en qué gasta su presupuesto? Si hablamos más generalmente sobre un gobierno que se jacta de no ser machista: ¿cuántas ministras mujeres tiene el gabinete de Alberto Fernández? Apenas dos.
Una herramienta fundamental para cambiar la matriz cultural es la educación sexual integral (ESI): ¿pero por qué, a más de 15 años de que se votara la ley en el Congreso que la instauró, no hay ESI en todas las escuelas del país? ¿Por qué en Santa Fe el Senado traba la sanción de una ley propia que serviría, por ejemplo, para torcer cierta resistencia en escuelas religiosas?
Justamente la autora del proyecto de ESI que tenía media sanción de la Cámara baja santafesina y perdió estado parlamentario por decisión de los senadores, la diputada provincial Gisel Mahmud, escribió en Twitter tras la violación en grupo de Palermo: “La ESI que nos falta son las violencias que nos sobran. ¿Enseñamos en las aulas que no puedo disponer del cuerpo ajeno? ¿Que la mujer no es objeto? ¿Somos conscientes de que en la Argentina es la pornografía la que nos educa sexualmente y no las personas preparadas para eso?”. La situación es alarmante por donde se la mire: hoy no hay escuela ni hay ESI.
No, nunca abusé sexualmente de nadie. Creo no tener relación con nadie que lo haya hecho, pero la mayoría de las mujeres que conozco ha sufrido algún tipo de situación de abuso, incluso violaciones.
Sí consumí material pornográfico en el que la mujer es solo un objeto. De chico, adolescente, tuve actitudes discriminatorias hacia sexualidades disidentes, e incurrí o incurro en conductas machistas de las que no reniego, pues intento aprender de ellas para de a poco sacarlas de mi propio ser. No suelo hablar de estas cosas con mis amigos varones, algo que por cierto nos reclama el feminismo.
Es que soy, somos, parte de esa matriz cultural y vincular. Que en casos como el de la violación en grupo de Palermo se expresa con una violencia, una bestialidad extrema.
Nada va a cambiar si no asumimos que como integrantes de esta sociedad también somos eso. Y nada se va a transformar si no aceptamos que todos debemos movernos, aunque sea de a poco, de nuestros lugares, de nuestra cómoda convicción de que la enfermedad está afuera nuestro y no en un cuerpo social del que también somos parte.